161. El viejo olivo de Thelma y Louise

Esther Bengoechea Gutiérrez

 

Carmen y Antonia, Antonia no Toñi, que si no se enfadaba, siempre fueron las mejores amigas. Un Thelma y Louise de los años cincuenta en Jaén. Sin su Ford Thunderbird azul y sin la escapada loca de fin de semana, pero con las mismas ansias de huir en busca de libertad y, sobre todo, de felicidad. Desde niñas hicieron buenas migas. Muy hábiles en todo lo relacionado con la escuela, tuvieron que abandonar obligatoriamente los estudios, a pesar de rogar y suplicar que les permitieran continuar aprendiendo, porque tenían que cuidar a sus hermanos en la casa mientras sus padres se iban de madrugada y pasaban todo el día trabajando en los olivares. Eso y buscar marido pronto, que había que ganarse la vida de alguna manera. Provenían de dos familias distintas, los Álvarez y los Quintanar, pero con unas características comunes: la pobreza y la necesidad de sacar adelante a todos sus hijos.

La madre de Carmen envidiaba la belleza de Antonia, con esos rasgos dulces y esos grandes ojos verdes, que destellaban sobre su piel morena. Desde pequeña ya destacaba por encima de todas las demás del pueblo y hasta de los de alrededor. Con los años comenzó a robar todas las miradas, porque además poseía un cuerpo fino y esbelto. En cambio, la niña era idéntica a su suegra, que en paz descanse. Una cara afilada, unos ojos pequeños y escurridizos, acompañados de una nariz demasiado grande para cualquier rostro y más para el suyo. Un despropósito, vamos. Así es como veía cada día a su hija y por eso le recordaba, constantemente, que tenía que ser más encantadora, más servicial y más sumisa que la Antonia, que le iba a robar el mejor mozo del pueblo. Pero también, rompía una lanza a su favor y ensalzaba su robusto cuerpo, ideal para dar mucha descendencia, para tener hijos sanos gracias a sus anchas caderas y a sus huesos fuertes.

Ellas se escapaban hasta el viejo olivo de la salida del pueblo en cuanto podían, escalándolo y jugando a su alrededor cuando eran pequeñas y fantaseando bajo su sombra con una vida distinta, muy distinta a la que estaban abocadas ya desde jóvenes. Aquel día, Antonia llegó más tarde de lo normal, con la respiración entrecortada y con lágrimas en los ojos. Se había escapado corriendo de casa, a pesar de las amenazas de su padre para que volviera y de las súplicas de su madre. Había dejado plantado en el salón a León López, que llevaba enamorado de ella desde el colegio y gozaba de una muy buena posición económica, ya que su familia era dueña de la mayor parte de las tierras de la zona. Claro que era guapo, el que más, pero también era malo como el diablo. Había matado a palos a su propio perro y casi siempre deambulaba solo porque no tenía ni un amigo. Antonia llevaba años temiendo ese momento y ese día había llegado, a pesar de haberle ignorado siempre y hasta haberle escupido a la cara que no le gustaba, es más, que le detestaba y hasta que le daba miedo. Pero, a pesar de todo eso, había tenido el valor o más bien la falta de vergüenza de ir a su casa a pedir su mano.

Poco pudo hacer ese día Carmen para consolar a su amiga, más bien nada. Ambas sabían que era imposible que su familia rechazase la proposición. Con ese enlace, lograba que todos los hermanos de Antonia siempre tuvieran trabajo y que gozasen de mejores condiciones que todos los jornaleros. ¡Cómo decir que no!, argumentaba su padre a la mujer, que le miraba con el ceño fruncido porque conocía la maldad del joven con el que iban a casar a su única hija. ¡Porque solo le va a hacer infeliz, porque no hay amor, porque no hay nada!, le repetía esta, una y otra vez. Pero qué era lo que estaba rebatiendo, si su propio matrimonio se había llevado a cabo en unas condiciones similares. Dos jóvenes que no se querían, pero que fueron obligados a casarse. Solo que ella tuvo la gran suerte de que su marido superaba en bondad a toda la familia López junta.

La boda se celebró por todo lo alto, por algo eran los más ricos de la localidad. Todos los vecinos fueron convidados, eso sí, tenían que lucir sus mejores galas, que esta no iba a ser una ceremonia cualquiera. Antonia lucía más bella que nunca, a pesar de no esbozar ni una sonrisa en todo el día. Lo que sí que se le escaparon fueron lágrimas, a ella y a su madre, pero no de emoción precisamente. Esa misma noche tuvo que consumar el matrimonio con León, que siempre la había deseado y que quería tener descendencia pronto (masculina, obviamente), para continuar con la saga familiar de terratenientes.

A pesar de que él permanecía fuera casi todo el día, controlando a los jornaleros, unos zánganos impresentables que a menudo trataban de engañarle, Antonia estaba siempre vigilada por el servicio, fiel al señor, y pocas veces por semana podía escaparse al viejo olivo para contar sus desventuras a Carmen. Eso sí, acudía diariamente a ver a su familia, que era lo único que tenía permitido hacer sola. Allí, en su casa, la suya era esa y no en la que la obligaban a vivir con León, veía que su sacrificio había merecido la pena y que todos sus hermanos eran felices entre los olivos y gozaban de un respetable puesto.

Pero los años pasaban y Gonzalo, como pensaba llamarle su futuro padre, no llegaba. Y eso enfurecía a León, que culpaba a su esposa de no ser lo suficiente mujer para darle ni siquiera un hijo. Antonia también sufría por no quedarse encinta. Estaba segura de que ser madre la haría infinitamente feliz y que también calmaría el agrio carácter de su esposo, cada vez más violento por la impotencia de no tener aún descendencia.

León se lamentaba y hasta se arrepentía de haber escogido a Antonia, la más guapa del pueblo, pero también la más delgada, incapaz de engendrar a un bebé. Ahí estaba la mejor amiga de esta, la Carmen, que se casó más tarde porque era la más fea, pero ya había dado dos hijos, sanos y fuertes, al Agapito. ¡Y encima los dos varones! Qué mala suerte la suya, farfullaba continuamente entre trago y trago.

Aunque fue la última en pasar por el altar de todas las de su edad, su matrimonio era el más feliz del pueblo. No porque Agapito fuera rico, ni tuviera poder, qué va. Él era un jornalero más, que estaba a las órdenes del hermano pequeño de Antonia, pero era un hombre bueno y la quería. O al menos aprendió a hacerlo, a pesar de ser un enlace concertado. Y la llegada de los niños ayudó a que se considerasen una familia, a que se mirasen a los ojos de otra manera y a que sintieran que aquella humilde casa era su hogar.

Una noche acudió Carmen, tras dormir a sus pequeños, a casa de Antonia, preocupada porque hacía muchos días, demasiados, que no iba al viejo olivo. Ya desde fuera se escuchaban gritos, golpes y gemidos, aunque no había vecinos asomados a la ventana, demasiado acostumbrados a esos estrépitos. Entró sin llamar y descubrió a un León encolerizado, que pegaba patadas a su amiga, mientras esta se encogía para protegerse en el suelo. Sin pensárselo dos veces, agarró la pala que estaba apoyada al lado de la puerta y se la estampó con todas sus fuerzas, que eran muchas, en la cabeza. Cayó fulminado al instante.

Soltó la pala, como si quemase, y se agachó a abrazarla. Ella seguía acurrucada como un ovillo. Y ambas rompieron a llorar. Antonia porque le dolía el cuerpo y el alma, y Carmen porque acababa de matar a un hombre. Pero poco tiempo duraron las lágrimas en esa casa. Era necesario actuar ya, quedaban pocas horas antes de que los jornaleros salieran a la calle para ir a trabajar. ¿Enterrarlo? ¿Atarle piedras y tirarlo al río? ¿Hacer desaparecer el cuerpo entre cazuelas y estofados como se narraría en los noventa en la película Tomates Verdes Fritos? Todas las opciones conllevaban un gran problema. Iba a ser buscado, declarado desaparecido, y Antonia investigada, porque todo el mundo, hasta su propia familia, sabía de la mala vida que le daba y que la maltrataba.

Mientras debatían cómo deshacerse de él, limpiaban con ahínco toda la sangre para que desapareciera cualquier rastro de violencia del salón de la casa. ¡El viejo olivo!, exclamó Carmen. Rápidamente agarraron una cuerda y transportaron el cuerpo, León era malo pero ligero, hasta su lugar favorito del pueblo. Allí crearon una escena ficticia y se fueron, tras lágrimas, abrazos y nervios, cada una a su casa.

Horas más tarde, el pastor dio la voz de alarma. ¡Se ha ahorcado! ¡Se ha ahorcado! Manos a la cabeza, gritos, sollozos y lamentos se escuchaban por todo el lugar. Pobrecillo, se volvió loco esperando ser padre, decían algunos y miraban con lástima a Antonia, tan bella como yerma. Se comenta que además tenía un golpe en la cabeza, susurraban otros, a la vez que rememoraban todos los odios que se había ganado a lo largo de los años y sospechaban de cualquiera como posible autor del crimen. Pero, lo cierto es que nadie supo nunca qué había pasado realmente y León López fue dado sepultura en el cementerio del pueblo.

Antonia seguía con una congoja terrible en su interior, tanta que llevaba dos meses sin periodo. Aunque finalmente la congoja era un bebé que crecía en su vientre, porque sí que podía ser madre. Gonzalo se llamó finalmente Carmelo, y aunque nació pequeño se fue haciendo un hombre alto y fuerte, y con los años logró que todos los jornaleros le respetasen y hasta le apreciaran, lavando por completo la concepción del apellido López.

Carmen y Antonia nunca volvieron a quedar en ese olivo. Nunca. Y tampoco volvieron a hablar de esa noche. Para qué. Ambas ya la rememoraban con excesiva frecuencia en sus pesadillas nocturnas. Cambiaron la sombra de su árbol favorito por un banco en la plaza, donde se las veía todos los días juntas con sus hijos, correteando y jugando a su alrededor. Y así, sin el Ford Thunderbird azul y sin la necesidad de huir, pudieron ser felices en su pueblo.