158. Tierra Prometida
En las colinas sombrías de Jaén, donde los olivos se alzan como sombras en un crepúsculo perpetuo, María despertó, susurros de un antiguo lamento danzando en el aire. Con manos delicadas, como alas de un cuervo, recorrió los senderos que serpenteaban entre los troncos nudosos, cada hoja un eco de secretos olvidados.
Al primer resplandor del alba, comenzó la cosecha. Las aceitunas, redondas y oscuras, se deslizaban entre sus dedos como las memorias de amores perdidos, atrapadas en un tiempo que nunca cesa. Este año, el fruto prometía abundancia, como el deseo reprimido que arde en el alma.
Cuando la tarde caía, el aire se impregnaba del aroma del aceite nuevo, un néctar que parecía susurrar historias de anhelos y sombras. El oro líquido brotaba, revelando un sabor intenso, como un verso trágico que canta la gloria y la pena de la existencia.
María sonreía, sintiendo que cada gota contenía un fragmento de su esencia, una declaración de amor hacia su tierra. El aceite de oliva se convertía en un vínculo eterno, un susurro de la vida misma, un lamento dulce que perduraría en el tiempo, como un poema escrito en la penumbra.