
158. Apagón
De repente, se fue la luz. Los únicos focos que profanaban la repentina oscuridad del piso consistían en los últimos rayos del día, que entraban muy débiles por la ventana del salón, y en la pantalla de mi móvil, que, de pronto agresiva, me obligó a entrecerrar los ojos. Miré a mi hija, sentada a mi lado en el sofá. Se había convertido en un bulto fundido con la penumbra, en apenas el brillo de sus ojos, muy abiertos, a la deriva sin el estímulo del televisor. Le alumbré con el teléfono.
-¿Qué pasa?
-Habrá sido alguna sobrecarga.
Me levanté y fui hasta el cuadro eléctrico, junto a la puerta del piso. Los fusibles seguían en su sitio. Cuando me encaminé hacia la ventana, la niña se levantó y se unió a mis pasos, siguiendo la estela de la pantalla. Abrí la ventana. Me sentó bien el aire frío.
-Es un apagón general -informé, satisfecho de mi retórica.
Por las ventanas del patio, oscuro, silencioso, habían comenzado a emerger otras cabezas. Reconocí algunas que compartían mis rutinas horarias, descubrí otras que jamás había visto ocupando sus marcos pendientes.
-Habrá que esperar -añadí, otra frase para la posteridad.
Nos quedamos los dos, así, contemplando un mundo antiguo.
-¿Cuándo lo arreglan?
-No suelen tardar mucho.
Todo parecía más evidente, más real. El proceso del día hacia la noche. El sonido, en primer plano, en el rumor de las conversaciones de las ventanas, en los cláxones que ya empezaban a comunicarse, a falta, seguramente, de la obligada y cómoda referencia de los semáforos. Pensé que nunca se siente el zumbido de la energía en las ciudades, hasta que este desaparece, hasta que se ausenta su sorda plenitud. Sobre todo se percibía con más rotundidad cómo pasaba el tiempo. Podía masticarse cada segundo en la esfera del cielo. Ya era prácticamente de noche, el sol ganaba otra partida al escondite.
-Si fuera de día, no nos daríamos tanta cuenta de que se ha ido la luz -dije, tratando de buscar cierta originalidad, un toque lúdico a mis comentarios obvios.
Mi hija me pidió el móvil.
-¿No puedes aguantar un rato sin una pantalla?
-No lo quiero para eso -protestó.
Cuando se lo di, comenzó a ondearlo en su mano, como una bandera. Me di cuenta de que estaba respondiendo a otra señal similar, al otro lado del patio. Las cabezas aguantaron un rato más de lo normal en las ventanas, hasta que se fueron recogiendo.
-Vamos a explorar -propuse.
Nos volvimos hacia el interior, que se había tornado aún más gruta.
-Enfoca ahí -le dije, señalando hacia la biblioteca.
Con tiento, pero con decisión, fue lamiendo los lomos de las novelas, en la balda más baja. Algunos relieves respondían mejor que otros, con más carácter, pero todos los volúmenes parecían dormir, aunque siempre lo hacían. Cuando iba a señalarle otro aparador, ella tomó la iniciativa. Volvió la pantalla hacia el equipo de música, hacia los discos. Después hacia el sofá vacío, hacia el televisor inerte, que nos reflejó en el centro de su marco. Saludamos. Ella comenzó a caminar con más seguridad, con hambre de guía. Fuimos a mi dormitorio. La cama sin hacer, descubierta por el haz de luz, me dio más vergüenza que nunca. También tenía que vaciar el colgador, que parecía un árbol engullido por el manglar. Pasamos a su habitación, siempre más ordenada que en la de casa de su madre, porque pasaba menos tiempo en ella. Mi casa no era su casa principal, donde guardaba sus objetos esenciales. Sus verdaderas cosas no estaban en mi casa, solo aparecían por ella de vez en cuando, como equipaje. Fuimos al baño. De nuevo, nos encontramos reflejados por un espejo, este oficial. Mi hija abrió el grifo en el lavabo.
-Esto sí funciona.
-Sí, solo ha sido la luz.
-¿Y qué es más importante?
-Buena pregunta… ¿Qué es más importante para ti?
Lo pensó un buen rato.
-El agua. No hay linternas para el agua.
-Se pueden llenar cubos o la bañera, antes de que la corten. El agua es más importante, estoy de acuerdo. Estamos hechos de agua. Tres cuartas partes de nuestro cuerpo son agua.
Me enfocó con el teléfono, directamente a la cara. No podía ver la suya, pero supe que me miraba como si hubiera dicho una tontería. ¿Cómo íbamos a ser agua, si éramos sólidos? Yo también me lo preguntaba. Dejó de cegarme y comenzó a barrerme, de arriba abajo.
-¿Me estás haciendo una radiografía?
-¿Esto es una radiografía?
-Sí, pero con otra luz, más potente. Así se puede ver el interior de las personas. Los huesos, los órganos.
-Y el agua… -sentenció, como si acabara de darse cuenta de algo-. ¿Por eso sudamos? ¿Echamos agua?
-Claro. Así el cuerpo se equilibra. Bebe, suda…
-Y mea.
-Eso es.
-Y llora.
-Sí, claro. Pero eso lo hacemos menos. Es poca cantidad.
Me hubiera gustado ver la cara que ponía, pero salió del baño y continué detrás de ella, escoltándola. Entré a la cocina tras su vanguardia. Abrió el frigorífico.
-Tampoco hay luz.
-Imagínate, hace muchos años, cuando no había electricidad, de noche… Tenían que ir con la antorcha a todos lados.
-¿Qué es una antorcha?
-Como una cerilla gigante.
-Pues olerá mucho.
La comida resultaba menos apetitosa sin su tradicional iluminación, perdía su eco de escaparate, pero pese a todo me sentí mejor que con la cama desecha. Cuando tenía a la niña, hacía acopio de comida, la nevera no estaba tan desangelada como de costumbre. El resto de la cocina, lo pude sentir, le decepcionó, hasta que llegamos a las botellas. Se quedó un buen rato en ellas. De nuevo, tuve un acceso de pudor. Tenía demasiado alcohol, aunque sabía que era apenas lo consumía solo. No daba todas las fiestas que había previsto.
Donde más se entretuvo, sin embargo, fue en la del aceite de oliva. Yo también me quedé observándolo, atrapado como un insecto antediluviano en sus ecos ambarinos.
-Parece oro -dijo.
-Así le llaman: oro líquido. ¿Sabes que antes se usaban lámparas de aceite? No de este. Es un buen combustible.
-¿Qué es combustible?
-Como la gasolina para los coches, o la comida para nosotros. La gente iba con un farol, por las noches, como tú vas ahora con el móvil.
Apuntó de nuevo hacia mí. Le saqué la lengua. Volvió la luz hacia ella y me la devolvió. Nunca dejaba ese gesto sin calcar.
Después de investigar techos y suelos, el entretenimiento bajó de nivel y volvimos al sofá. Estuvimos viendo algunos vídeos que le gustaban, otros que le puse y que ella ignoró, como yo había hecho con los suyos.
-¿Mamá estará a oscuras?
-Supongo. Llámale, si quieres.
Normalmente yo me apartaba un poco cuando lo hacía, cuando estaba conmigo y ella hablaban, como si imperara una orden de alejamiento, pero en aquel instante el movimiento no tenía sentido. Perderme en la oscuridad del piso, irme a la ventana y dejarla sola en el sofá. Tomé aire, miré hacia otro lado, hacia la nada más proverbial.
-No, soy yo, mamá…
Por lo que hablaron, aunque solo escuchaba un murmullo al otro lado, intuí que estaba fuera, que había salido. Era también lo que yo solía hacer un sábado por la noche, intentar quedar con alguien, no quedarme en casa, aunque muchas veces claudicaba. Debía, entonces, parecerme lo más normal que lo hubiera hecho, pero, en el fondo, era imposible evitar que me molestara un poco. Que tuviera cosas que hacer sin mí, sin nosotros.
-Está en un restaurante -dijo la niña al colgar, tras haberle relatado por encima nuestra pequeña aventura hogareña-. Les han sacado velas a la mesa. ¿Tienes velas?
Le respondí que no. No tenía velas, ni muchas otras cosas de esas que, a menudo, se van guardando sin saber cómo en una casa normal. Aquello, en el fondo, no era un hogar. Era un lugar de paso, aunque llevaba varios años instalado en él, aunque tenía una habitación para ella, aunque había, de vez en cuando, comida en la nevera.
Fantástico, seguía pensando. Una cena con velas. Muy íntima. ¿Con quién?
Nunca la preguntaba a la niña con quién quedaba su madre, pero siempre esperaba que me lo dijera.
-Pues tendrías que tener velas.
-Sí… Pero solo te das cuenta de las cosas… cuando te faltan.
-¿Las velas son como las lámparas de aceite?
-Parecido, pero de cera… ¡Mira! Pues vamos a hacer unas velas…
Le pedí que me alumbrara de nuevo hasta la cocina. Cogí unos vasos. Tomé la botella de aceite y también un puñado de servilletas. La idea tiraba de mí, sin acabar de concretarla, pero enérgica en su impulso. ¿Qué más? Claro. Volvimos al salón. En el cajón de la tecnología, ese en el que acaban los cargadores viejos, los cables que pierden su utilidad, hice acopio de los móviles viejos. Había tres, y cada uno sentaba testimonio de mi vida, de mis épocas. Dos de ellos databan de antes de que ella naciera, de cuando solo estábamos su madre y yo. Nunca sabes por qué guardas las cosas, a menudo para nada, pero si el milagro sucede te sientes ratificado, rescatado de la estupidez.
Coloqué los tres vasos y los llené de aceite de oliva. Sobre ellos, puse las servilletas, a modo de pantallas, y debajo, como posavasos, los móviles, que afortunadamente conservaban, todos, algo de batería latente. El efecto, debí reconocerlo para mí cuando culminé el proyecto, no era en absoluto demoledor, y además los móviles se iban apagando. Pero resulta, precisamente, que aquello se convirtió en un insólito juego. Mi hija y yo levantábamos los vasos, tocábamos las pantallas, y las luces volvían, mientras apostábamos cuál sería la siguiente en ceder. Busqué los ajustes en los tres aparatos, para que permanecieran el máximo tiempo encendidos sin necesidad de un nuevo contacto.
-¿Cuál es tu lamparita preferida?
Mi hija señaló la de en medio sin titubear. Era una de las dos de antes de que ella llegara al mundo. Quizás hablé por ese teléfono con su madre, mientras estaba embarazada, mi voz reverberando por su oído hasta el embrión, o creando ondas que afectaron al feto.
-¿Y por qué te gusta esa, más que las otras?
Se encogió de hombros, sin dejar de mirarlas. Yo observaba a mi hija, la piel de su cara bañada por el suave poso dorado. Confié en que ese instante se tornaría quizás, algún día, recuerdo, conservado en alguna clase de ámbar que yo podía, debía ser capaz de generar.
-Tengo que comprar velas -dije.
-O antorchas -respondió-. Pero las cerillas son peligrosas, pueden hacer incendios.
No recordaba haber hablado con ella de ese peligro. Debía de haber sido su madre. O quizás otra persona. Cada vez me daba más cuenta de que mi hija era alguien, al margen de los dos. Alguien con otros. Y por sí misma.
¿También yo era alguien, al margen de ellas? Me quedé mirando la botella de aceite, vacía. Por el interior del vidrio, caía una lágrima, densa. Debí de estar observándola un buen rato, mientras trataba de evitar pensar cuál sería el restaurante, porque ella la tomó como motivo.
-Hay que reciclar la botella vacía.
-No está vacía -respondí-. Está llena de aire.
Se quedó en silencio, pensándolo. Me parece que no lo entendió del todo, pero que dejó el concepto ahí, entre sus cosas pendientes, entre las que no necesitaban de habitación, y lo sustituyó por una pregunta.
-¿Por qué un líquido es más gordo que otro?
-Te refieres al aceite y el agua, por ejemplo…
Asintió con la cabeza.
-Tiene más… elementos, no sé darte una razón bien, así que mejor me callo… Eso lo sabrá tu madre. Lo estudiaría en la universidad.
-¿Por qué tú no fuiste a la universidad?
Esquivé la trampa que escondía la cuestión. Mentí. No le confesé que no me gustaba estudiar, aunque podía compensar aquella verdad reconociendo que, después, me había arrepentido.
-Empecé a trabajar muy pronto. Así que sé algunas cosas menos que mamá.
-Bueno… Sabes hacer lámparas.
La miré. Me miró. Extendí el brazo y la atraje hacia mí. Nos quedamos un rato abrazados, los ojos cerrados en medio de la oscuridad, abiertos a otro sitio donde no hacía falta verse. Lástima que entonces volviera la luz. Fue ella quien lo anunció. Yo aún seguía bajo mis párpados. Podía haber estado así mucho tiempo, creo que toda una eternidad.
Lo primero que hicimos fue levantarnos e ir a la ventana.
El patio volvía a latir con su escondido zumbido eléctrico, varias ventanas de nuevo iluminadas, componiendo estampas de vida. La luna, en su lugar de turno, menguaba, o quizás crecía, nunca me fijo en eso, pero sí en si escoge ser una medalla plateada o dorada, en cuánto sol ha sido capaz de beber en el cambio de testigo. Aquella noche era muy blanca. Recogimos los vasos y la botella del salón, y los llevamos a la cocina. No había manera de devolver el contenido a la botella, por culpa del dosificador.
-Somos nosotros -dijo mi hija, señalando los vasos, uno a uno, en la encimera-. Mamá. Y tú. Y yo en medio.
Me gustó mucho que antes se hubiera preferido a ella. Que no nos hubiera elegido a ninguno de los dos. Ya sabía con qué aceite iba a preparar la cena.