
155. La niña de la bicicleta
Dicen que, de entre todos los sentidos, el olfato es capaz de evocar los recuerdos más potentes, permitiéndonos incluso revivir el momento al que nos transporta, y desbloquear pequeños detalles que creíamos olvidados. Se supone que esto es así porque los aromas se graban de una manera especial en el cerebro, más profunda que las imágenes o los sonidos.
Quizá sea verdad.
A veces, en mi pequeño apartamento de Madrid, miro una vieja fotografía de cinco niños posando al lado de sus bicicletas, y sonrío al recordar las tardes de verano, recorriendo los caminos que bordeaban el pueblo, levantando polvo en los derrapes de cada curva. De vez en cuando, hacíamos paradas para robarle algún higo a tío Genaro, que en realidad no era el tío de nadie, o para coger alguna rana en los remansos de agua que quedaban en el arroyo, y usarla más tarde para asustar a tía Margarita.
Casi puedo saborear el gusto de esos higos recién cogidos, o sentir las manos pegajosas después de arrancarlos de las ramas de la higuera. Si me esfuerzo, escucho el croar de las ranas, incluso los gritos de tía Margarita cuando las soltábamos en el saloncito de su casa. Con el paso de los años, cada vez tengo que esforzarme más, empeñándome en revivir esos recuerdos, anclados en mi memoria.
Sin embargo, cuando las lluvias de los últimos días de septiembre mojan el suelo que ha permanecido seco largas semanas, el olor a petricor me transporta directamente, sin esfuerzo alguno, a casa de mis abuelos. De repente, estoy sentada en una banqueta de madera baja, al lado de mi abuelo. Por la ventana abierta, el mismo olor se cuela en la vieja cocina matancera. Delante de nosotros, en el suelo, tenemos grandes barreños llenos de aceitunas verdes. Sobre nuestras rodillas descansan dos tablas, con dos agujeros cada una, uno ligeramente más grande que el otro. En los bordes de cada uno de los agujeros, tres afiladas cuchillas hacen pequeños cortes en las aceitunas que mi abuelo y yo pasamos a través de los orificios, y que van a caer a dos cubos que hemos colocado debajo.
Las arrugadas manos de mi abuelo vuelan del barreño a la tabla, metiendo con precisión quirúrgica cada aceituna por el agujero en un tiempo récord. Yo voy mucho más despacio, poniendo especial cuidado en no volver a cortarme, mirando el trozo de esparadrapo marrón que me envuelve el índice derecho.
Mi abuela nos retira los cubos de vez en cuando, y mete las aceitunas rajadas en agua, donde las lavará durante varios días para quitarles el amargor antes de pasarlas a su aliño especial. Tiene un par de garrafas y varios tarros de cristal preparados sobre la larga mesa de madera, al lado de la chimenea, que aún está apagada. No ha llegado el frío.
Nunca he probado unas aceitunas con un sabor igual al suyo. Ella siempre se quejaba al probarlas. “Este año no ha quedado muy allá el guiso”, decía. Era la única que lo pensaba. Varias veces, otras mujeres del pueblo se acercaban a casa a pedirle la receta del aliño de las aceitunas. Ella siempre rehusaba. “No sé, yo lo hago a ojo. Echo un puñao de sal, un poquino de tomillo, una gotina de esto, o de aquello…” Las mujeres se iban un poco defraudadas, esperando que les regalase un bote cuando estuviesen curadas, quizá para presumir de ellas ante sus invitados, como si fuesen obra suya.
El claxon de los coches me devuelve a la realidad, a aquella concurrida calle en Lavapiés, lejos de mi querida tierra, de la añorada casa de mis abuelos. Ese terrible sonido que no permite mantener las ventanas abiertas más allá de los pocos minutos de rigor para ventilar por la mañana.
Como cada día, me tomo un café rápido, me visto y recojo las cosas para ir a la oficina, no sin antes rellenar mi termo con más café. Necesito mucha cafeína para seguir el ritmo frenético de la rutina madrileña. Cuando recojo las llaves de la entradita, se me escapa un suspiro al observar las caras regordetas de esos cinco niños que me sonríen desde el marco de fotos, sujetando sus bicicletas.
Sí, los días de lluvia son especialmente duros. El olor a tierra mojada no es lo único que trae la brisa. También arrastra muchos recuerdos.
Sacudo la cabeza, intentando sacar de ella todos los pensamientos nostálgicos, y salgo de casa en dirección a la oficina. En el pueblo, basta con caminar diez minutos para llegar a cualquier sitio. En Madrid, tengo que luchar durante una larga media hora para no morir aplastada por la multitud en dos vagones de metro diferentes.
Casi echo de menos el tiempo del confinamiento durante la pandemia del Covid-19, cuando podía trabajar desde casa. En realidad, trabajo en una gestoría, no me despego del ordenador, y prácticamente todas mis reuniones son por videollamada. Teniendo mi ordenador y acceso a internet, podría trabajar desde cualquier sitio.
Podría trabajar desde cualquier sitio.
Una idea empieza a forjarse en mi cabeza. O quizá lleva forjándose un tiempo, y yo simplemente acabo de darme cuenta, ayudada por el petricor de aquella mañana.
Hace más de diez años que vivo en Madrid. Primero vine a estudiar, y después me ofrecieron un puesto en la empresa donde hice las prácticas, así que me quedé. Un trabajo estable en la capital de España, la ciudad mágica llena de oportunidades, donde todo el mundo es bienvenido y nadie juzgado. ¿Qué más podía pedir una chica de veintidós años?
La verdad es que Madrid tiene mucho que ofrecer, pero también es exigente. Lo que más me gustaba cuando llegué fue que todo el mundo va a lo suyo, sin meterse en la vida de los demás. Supongo que, cuando vienes de un pueblo pequeño en el que todo el mundo se conoce, es de agradecer el hecho de vivir sin escuchar comentarios sobre cada pequeño detalle, sin que nadie ofrezca gratuitamente opiniones no solicitadas.
Después de un tiempo, descubrí que lo que menos me gusta de Madrid es, precisamente, que todo el mundo va a lo suyo. Porque, aunque nunca me gustaron los chismorreos del pueblo, y agradezco la independencia que ofrece la capital, la vida en la gran ciudad puede ser muy solitaria.
Y eso, unido al hecho de dejarme absorber por una rutina de trabajo y vida doméstica bastante aburrida, hace que me sienta bastante estancada desde hace tiempo.
La voz estridente que sale por la megafonía del metro me saca de mis pensamientos. Repito casi inconscientemente el tan escuchado mensaje recomendando precaución al salir del vagón para no meter el pie entre coche y andén, y espero con paciencia a que la marabunta de gente me permita salir.
Llego al trabajo y saludo vagamente a mis compañeros, casi todos pasan de la cincuentena, son amables y simpáticos, pero apenas tenemos cosas en común. Entro en mi diminuto despacho, me siento en mi escritorio, enciendo el ordenador y reviso la agenda. Me espera otro día prácticamente igual al anterior. Y también al siguiente.
Hacer unas cuantas llamadas, rellenar unos cuantos documentos, beber café. Enviar email, rellenar más documentos, beber más café. Tengo una pequeña ventana en la pared de mi derecha, con vistas a la fachada del edificio de enfrente. Menudo lujo. A veces me entretengo contando los ladrillos. Las horas se me hacen cada vez más largas, hasta que finalmente llega el momento de apagar el ordenador y cerrar la agenda, volver al metro y llegar a casa.
Los cinco niños de la fotografía de la entrada siguen sonriendo cuando entro. Son felices. Quizá la felicidad sea eso. Caerse de una bici, mancharse las manos, robar higos, coger ranas y curar aceitunas.
Todo aquello queda muy lejos de las calles de Madrid.
De repente, casi como una autómata, abro el segundo cajón del mueble del salón, donde estás guardadas las llaves que casi no utilizo. La llave del piso de mi hermano, la de la casa de mi vecina, que me dejó por si acaso perdía las suyas, la de la taquilla del gimnasio que pagué durante tres meses y al que apenas fui.
Por fin encuentro el manojo que estaba buscando. Unas cuantas llaves unidas en torno a un llavero con forma de olivo. No podían haber elegido un llavero que les representase mejor. La llave del garaje, la de la puerta principal, la del patio, la de la cocina matancera, la de la parcela. Las llaves de casa de mis abuelos.
Mi abuelo había muerto poco después de mi mudanza a Madrid. Mi abuela lo siguió solo unos meses después. Desde entonces, su casa había estado vacía. Al principio, mi hermano, mis primos y yo habíamos decidido reunirnos allí algunos fines de semana, unos días en Navidades y una semana en agosto.
Hacía años que los compromisos de cada uno habían ido llevándonos a cambiar los planes. La casa necesitaba reparaciones, y no era cómoda para pasar las vacaciones, especialmente en invierno. Sin mis abuelos encendiendo la chimenea antes del amanecer, y manteniendo el brasero siempre con brasas recién sacadas de la lumbre, el frío se calaba en los huesos. Yo llevaba más de un año sin pisar el pueblo.
Demasiado tiempo.
Y así, sin saber cómo, apretando el olivo del llavero con la mano izquierda, me sorprendo a mí misma sacando el móvil y buscando en la agenda el número de mi jefe.
-¿Sí? -responde su voz ronca antes de llegar al tercer tono.
Escucho mi voz al explicarle mi propuesta, y apenas me creo que lo esté diciendo de verdad. Me oigo decir algunas palabras a las que sé que llevo tiempo dando vueltas: “teletrabajo”, “mudanza”, “nuevos clientes”. Él no parece enfadado, ni molesto. Parece sentir curiosidad. Puede que no le parezca mala idea. Concertamos una reunión al día siguiente para aclarar algunos puntos. Al colgar, no puedo evitar sonreír.
Voy a volver a casa.
Poco más de un mes después, suspiro al entrar en casa de mis abuelos. Hace solo un par de semanas que estuve aquí, aprovechando un fin de semana libre para traer las primeras cosas desde Madrid, y contratar a alguien para pintar las desconchadas paredes, reparar una pequeña avería en el baño y limpiar todo el polvo que se ha acumulado desde la última vez que estuvimos aquí.
Y las aceitunas. También recogimos las primeras aceitunas.
Yo nunca aprendí a curarlas y guisarlas como es debido. Mi abuela siempre se ocupó de eso, y ahora me arrepiento profundamente de no haber atesorado sus conocimientos. Su aliño especial se ha perdido, igual que sus recetas de cocina, o el arte con el que hacía el encaje de bolillos. Muchas veces quiso enseñarme, y ninguna aprendí. Qué ignorante. Ojalá volviese a tener la oportunidad de aprender de ella. En fin, solemos darnos cuenta del valor de las cosas cuando ya no las tenemos.
Gran parte del legado de mi abuela se ha perdido, pero al menos voy a asegurarme de recuperar el olivar.
Hace muchos años que nadie se ocupa de los olivos. El olivar que mi abuelo cuidaba como a un miembro de su familia ahora está abandonado. Alguien ha estado cogiendo las aceitunas estos últimos años, pero no se ha ocupado de los árboles. Muchos necesitan una buena poda. Además, el suelo está pobre, los matorrales han crecido por doquier, algunos árboles casi no dan fruto. Mi abuelo decía que algunas plantas son buena compañía para el olivo, y otras no tanto, lo mismo que pasa con las personas que nos rodean. Es importante aprender a ver la diferencia.
El último mes en Madrid ha sido duro, pero se ha pasado muy rápido. Apenas me ha dado tiempo a prepararlo todo, empaquetar mis cosas, buscar una empresa de mudanzas, viajar al pueblo para empezar a adecentar la casa, ultimar los preparativos para el trabajo a distancia, despedirme de los amigos que tengo en la capital. Tendré que volver aproximadamente cada seis semanas para reuniones de empresa, pero ya he dejado mi apartamento.
A veces, he dudado. ¿Estaré tomando la decisión correcta? El pueblo ya no es el mismo que cuando yo era la niña de la bicicleta. La mayor parte de mi familia y mis amigos viven fuera. Unos pocos van los fines de semana. Tampoco tendré las mismas facilidades que en Madrid. Aquí no hay cine, ni centro comercial, ni gimnasio, ni podré permitirme mi lujo semanal del café de Starbucks.
Pero aquí estoy.
Cuando hablé con mi hermano y mis primos sobre mi proyecto de volver a casa, restaurar la casa de los abuelos y recuperar el olivar, casi esperaba que me desanimasen. Sin embargo, ellos reservaron sus vacaciones de navidad para venir a ayudarme. Quizá también necesitaban volver a sentir la esencia del pueblo. Mi prima incluso empezó a fantasear con la idea de convertir la enorme casa de los abuelos en un pequeño Bed &Breakfast rural.
A pesar de su apoyo, yo seguía teniendo mis dudas.
Como si fuese alguna especie de señal divina, el día que he elegido para instalarme definitivamente, una débil lluvia cae sobre los tejados de las casas del pueblo. Los señores de la empresa de mudanzas me han ayudado a colocar la mayor parte de los muebles en su sitio, y han retirado algunos de los muebles viejos. Otros se quedan aquí, como la butaca donde mi abuela se sentaba a ver su novela, o las banquetas donde mi abuelo y yo pasábamos horas curando aceitunas. Demasiado valor sentimental. Terminamos tarde, y decido emplear las últimas horas de sol en pasear por el olivar, a pesar de la llovizna.
Huele a tierra mojada, y algunos charcos han empezado a formarse en el suelo de tierra. El olor es embriagador, y despeja todas mis dudas. Hay recuerdos grabados a fuego en mi memoria, que van despertando mientras paseo por el olivar.
Recuerdo perfectamente de qué olivos recogíamos aceitunas a finales de verano, para curarlas, y cuales dejábamos para recoger en invierno, para el aceite. Recuerdo a mi abuelo golpeando las ramas más altas con una vara, a mi abuela extendiendo las redes en el suelo, a mis padres cargando cestas repletas de aceitunas en el remolque, a mi tío llevándolas a la almazara. “¿Refinado?”, preguntaba a veces, con falsa ignorancia. “Como se te ocurra traer el aceite refinado no vuelves a entrar en esta casa”, respondía siempre mi abuela, fingiendo reprimirle. Aquella era una broma que todos entendíamos. En nuestra casa no se consumía otra cosa que aceite de oliva virgen. “Natural, como nosotros”, decía el abuelo. Con ese olor, y ese sabor, que no tenían comparación.
La casa de mis abuelos necesita mucho trabajo, pero volverá a ser el hogar que fue durante mi infancia. Quizá incluso algo más, porque aquí, entre las ramas verdes, la idea del Bed & Breakfast de mi prima no me parece tan descabellada.
El olivar de mis abuelos también necesita mucho trabajo. A pesar de mis recuerdos, hay muchas cosas que no sé hacer. Necesitaré ayuda. Quiero aprender a cuidar del olivar igual que hacía mi abuelo. Para él, aquel trozo de tierra lleno de árboles era un ser sintiente, casi una extensión de sí mismo. No sé cómo hemos podido abandonarlo durante tantos años.
Pero aquí estoy.
Bajo la lluvia, entre nuestros olivos, me siento libre, como hacía tiempo que no me sentía. Cierro los ojos y respiro hondo. Huele a petricor, a olivo, y a las pequeñas plantas aromáticas que crecen salvajes a mi alrededor. Huele naturaleza, a pueblo, a limpio. Huele a casa.
La niña de la bicicleta ha vuelto a casa. La niña de la bicicleta ha vuelto a su olivar.