155. Verde aceite

Carolina Ramos Fernández

 

Estimada señora,

Recibí la nota con la triste nueva del fallecimiento de su marido. No se hace una idea del dolor tan grande que sentí. Hacía mucho que nos conocíamos y durante ese tiempo siempre mantuvimos una relación de respeto y de generosidad. Reciba mi más sincero pésame.

En esa misma misiva, solicita que lleve a cabo un retrato que presida su vivienda, como es costumbre cuando alguien adquiere la titularidad de una propiedad. Pues bien, aunque le agradezco el encargo, he de decirle que en este momento me resulta imposible acometerlo. Razones de salud me impiden viajar, y aunque nada desearía más que poder disfrutar de los olivares de “Nuestra Señora de las Roscas” la distancia que separa Sevilla del mayorazgo de Jódar es mucha y difícil.

Sin embargo, he de decirle que el cuadro se realizará. Lo hará el joven que le ha entregado estas líneas. Se llama Diego y es uno de mis aprendices. Un aspirante a pintor que, si bien desconoce aún todo lo que conlleva la profesión, puede realizar el encargo con total solvencia, pues ahí donde le ve posee una extraordinaria habilidad para el dibujo. Cualidad que le aseguro es difícil de encontrar en los tiempos que corren.

Soy consciente del esfuerzo que solicito. Que estoy poniendo en manos de un pupilo el retrato con el que se presenta en sociedad… pero confío plenamente en él. Tanto que, en este mismo documento, me comprometo a resarcir personalmente cualquier mal que pueda ocasionar su trabajo. Incluso a que, si terminado el trabajo no quedara satisfecha, yo realizaría otro sin recibir retribución alguna por ello.

 

Con estas palabras respondía don Francisco de Pacheco a la petición de mi madre y se presentaba ante nosotras el joven pintor. Un muchacho desaliñado que no separaba la mirada del suelo, temiendo –supongo- que la propuesta de su mentor provocara la ira de mi progenitora.

-Así que tú serás quien realice mi retrato.- dijo mi madre dejando la carta sobre la mesa.

-Eso parece –respondió el recién llegado.

 

Sorprendida por la parquedad de la respuesta y habiendo reparado en la incomodidad que el joven sentía, mi madre se pronunció rápidamente al respecto.

-Bueno, pues habrá que confiar en la palabra del señor Pacheco, que para eso es quien entiende de arte. ¿No crees Diego? Se bienvenido a Nuestra Señora de las Roscas. Eres nuestro invitado a partir de este momento y durante todo el tiempo que la realización de mi retrato requiera. Beatriz haz el favor de acompañarlo hasta la Casa Grande. Que le preparen una habitación y le faciliten cuanto necesite. Imagino que después de un viaje como el que ha hecho debe estar deseando adecentarse un poco, ¿no? Eso sí, le pido por favor que no tarde. Comemos en una hora, y quien llega tarde a la mesa se queda sin probar las delicias que doña Catalina haya tenido a bien prepararnos para terminar la jornada. Y esa es una tragedia que no estoy dispuesta a vivir por muy anfitriona que sea. ¿Ha quedado lo suficientemente claro?

 

La Casa Grande

Conduje a Diego por los pasillos del edificio principal hasta salir al patio porticado que nos daba acceso a la parte común. Nos seguían Juanito y Miguel, los hijos del manijero, portando las maletas y los enseres creativos del recién llegado. La grandiosidad del sitio y la velocidad con la que nos movíamos hizo que el pintor se mantuviera callado durante buena parte de nuestro desplazamiento, lo que facilitó mis explicaciones sobre el lugar y facilitó que me dedicara toda su atención.

-Aquel edificio es la almazara y el que está a su lado es donde guardamos los aperos. En el lado opuesto están las cuadras, los corrales y la casa de los guardeses. El espacio de nuestra izquierda es donde ponemos los carros y sus vestimentas. Esta que se ve enfrente es la Casa Grande, donde va a alojarse el tiempo que permanezca aquí. Adelantaos y buscad a María. –Dije a los pequeños mientras balanceaban el equipaje del pintor- Pedidle que prepare la habitación pequeña, la del palomar. Estamos en plena campaña de recogida, y no tenemos mucho sitio disponible para… para visitantes. Pero no se asuste, en el palomar estará bien. Además de bien acompañado, claro.

-En peores sitios he habitado. –comentó en la que fue su primera frase desde que había llegado a nuestro rincón de Jódar.

-No lo pongo en duda, caballero. Pero, créame cuando le digo que es mejor tener la compañía de las palomas que la de braceros brabucones pasados de vino. ¡Ni se imagina las ganas de pelear que tienen siempre! Claro que supongo que es normal cuando todos los jornaleros viven en un mismo lugar y al mismo tiempo.

-¿Todos?- preguntó sorprendido el pintor.

-Para ser precisa, casi todos. Los que no caben aquí o vienen con sus familias suelen ocupar el ala norte del edificio principal.

-¿Con la familia?

-¡Claro! ¿Pero por qué se sorprende tanto? Aquí hay trabajos de sobra.

-¿También para las mujeres?

-¡Sobre todo para las mujeres! En la casa y en el campo. ¿Sabía que somos las mejores ordeñando olivos? Y no lo digo por decir; que el año pasado hicimos una apuesta con los hombres y la ganamos.

-¿Tú también trabajas?

-¡Claro!

-Pero eres la hija de la dueña.

-Y del dueño cuando vivía. Pero, cómo explicarle… el olivar es una forma de vida. Cierto es que vivo en el edificio principal, que duermo en una cama grande, y que voy a misa los domingos con un vestido precioso, pero siempre que puedo trabajo en los campos. Algún día heredaré estas tierras y quiero saber cómo se hacen todas las tareas. No se puede producir el mejor aceite de la zona sin saber cómo o dónde se puede mejorar.

-Me sorprende.

-Espero que para bien. Pero no crea que siempre ha sido así; no. Hubo una época en la que quise… se va a reír de mí, pero ¡Qué más da! Quise ser artista, pintora como usted.

-Bueno, yo todavía no soy pintor. Aún tengo que hacer el examen.

-Seguro que lo aprobará. Ya ha escuchado lo que dice su maestro…

-Bueno, pero hay que hacerlo. Y no crea que es sencillo…Pero es que no me imagino haciendo otra cosa.

-Eso es porque no ha perdido a su padre. Cuando falleció el mío, mi madre tuvo que ponerse al frente de la almazara. Un trabajo que conocía, pero que se le presentó duro. No por las maneras en las que se desarrollaron las cosechas; o por los ajustes que hubo que acometer en el molino, sino por los impedimentos que encontró en las mentes de muchos. A nadie le entraba en la cabeza que fuera ella quien encabezará la empresa familiar. Hubo quien incluso intentó localizar a un tío mío que se fue a Las Indias para evitar lo que llamaban “un ataque a la moral y a las buenas costumbres”. Por eso necesitamos el retrato. Para demostrar que ella –que nosotras- también podemos representar a la tradición.

 

Formas y color

La relación de Diego con mi madre fue siempre excelente. La observaba, la acompañaba, la escuchaba. Incluso la ayudaba a tomar decisiones relacionadas con los negocios. Poco a poco el artista fue empapándose de la Hacienda, de la oliva y de todo lo que conllevaba hacer aceite. De ahí que, en apenas unas semanas, el pintor comenzara a hacer bocetos. Dibujos de gran precisión en los que se percibía el respeto que sentía por mi madre; pero, sobre todo, dejaban constancia de que cuanto había subrayado el maestro Pacheco era cierto. Sus creaciones parecían tener vida y quererse salir del papel.

Sin embargo, lejos de ser este el fin del encargo artístico, fue el inicio de una empresa mayor. Y es que si bien Diego había encontrado las formas, el color se le resistía. Tenía claras las tonalidades de los campos, de nuestras pieles tostadas, de cada una de las herramientas que usábamos, pero el color del aceite lo descolocaba. Se le resistía en la paleta. Buscaba un verde concreto, especial. Ese que hablara de lo importante que era el olivar, la prensa, la cuenta de las aceitunas, el pesaje de los granos… Lo necesitaba –decía- para cubrir el vestido que luciría mi madre en su retrato. “Con ese verde en el cuadro no hará falta ningún elemento más que hable de la fuerza que tiene una mujer como ella” –repetía una y otra vez.

Ese verde que Diego calificaba como “determinante en el retrato” acabó por convertirse en desesperante para todos. Incluidas mi madre y yo, que observábamos este cambio de comportamiento con cierta preocupación.

-Esperemos que no se acabe volviendo loco.-decía mi progenitora cuando lo veía buscar hojas y flores por los campos en barbecho como si un curandero se tratara.

 

La fijación del pintor con este tono era de tal envergadura que se olvidó de atender sus necesidades básicas. Incluso dejó de bajar del palomar. Ni siquiera para comer. Al principio pensamos que era una fase propia del proceso creativo que pasaría pronto. Pero, pasadas varias jornadas, la inanición en un cuerpo tan joven comenzó a preocuparnos seriamente. Especialmente cuando comenzó a comunicarse con nosotros lanzando notas desde el ojo de buey de su habitación. Y no, en ellas no pedía comida; solicitaba pigmentos, resinas, aceites… Productos que debía depositar en la puerta de su habitación, pues tenía vetado el paso a toda persona ajena al proceso creativo.

Esta ausencia prolongada al comedor y a la vida social de la Hacienda disparó la alerta de doña Catalina, quien haciendo uso de la autoridad que le concedía la edad, me encargó subir a verlo con la excusa de llevarle un poco de leche.

-A ver si así se le abre el apetito y baja a comer algo.-me dijo la buena mujer.

-¿Y si no quiere?- le respondí

-Haz que quiera.

-Pero…

 

No pude terminar la frase. Pues la sola mirada de Catalina me recordó que no había argumento para evadir la orden. Que, simplemente, debía hacerlo, y nada más.

Con el vaso de leche en la mano llegué hasta la puerta del palomar que, extrañamente, estaba entreabierta. Aproveché para asomarme en silencio antes de que Diego pudiera reparar en mí. Parecía el almacén de una botica. Por el suelo, el catre y la mesa se repartían decenas de frascos, morteros, pruebas de color verde. También acerté a ver a Diego, que completamente ausente que se movía de un lado para otro con gesto de confusión.

-Buenas tardes Diego, te traigo un vaso de leche fresca.-dije sin más presentación.

-¿Cómo? ¿Qué? ¡Ah! Leche… sí, gracias.

 

Para mi sorpresa, el muchacho se acercó, tomó el vaso y se lo bebió de un único trago.

-Vaya, si lo llego a saber antes te traigo una jarra… o la vaca entera.

 

Mis intentos por sacarlo de su aislamiento y conseguir que se riera no fueron muy fructíferos y solo obtuvieron silencio como respuesta. Así que, cansada de esperar, decidí acercarme y tocar cuanto me rodeaba. Especialmente, las pruebas de tonalidades verdosas con las que había empapado cientos de fragmentos de papel.

-Veo que sigues buscando.

-Sí.

-Algunos son realmente bonitos. Yo creo que incluso son únicos. Vaya, este de aquí parece una hoja de verdad… ¿Y ninguno te vale? Mira que a mi madre no le va a importar que optes por uno u otro. No me lo ha dicho pero estoy segura de que cualquier cosa que le propongas le parecerá bien. Creo que te ha cogido cariño. Como llevas tanto tiempo con nosotros… Además de que tu idea le ha gustado, no digo yo que… Pero, ¿me estás escuchando? Diego, Diego… Mira, no puedes seguir así. Y no lo digo yo, sino todas las personas de la Hacienda. Tienes que intentar calmarte y…Oye, ¿Y si te ayudo? Recuerda que fui pintora.

 

Algo de cuanto dije debió parecerle gracioso porque, de repente, comenzó a sonreír. Tanto, que soltó alguna risa.-Tienes razón –dijo quitándose el delantal que vestía.- Lo mejor será que dé la búsqueda por finalizada. Luego elegiré el que considere más apropiado y terminaré el retrato. Me muero de hambre.

 

El huevo

En cuanto aparecimos por la cocina, la señora Catalina le dio un abrazo.

-Jovencito, te creíamos muerto. –le dijo sin más la anciana.

-No señora, hay mucha belleza aún por retratar. 

-¡Pero para eso hay que ir a Sevilla! Y si no comes no veo la manera en la que vas a llegar.

-¿En Sevilla? ¿Y por qué en Sevilla? ¿Acaso no hay aquí cosas dignas de ser retratadas?

-Hombre claro, están la señora y la señorita…

-Gracias- dije tratando de participar en la conversación.

-No, no me refiero a ese tipo de belleza. Me refiero a otro tipo de belleza. A la que se encuentra en las cosas cotidianas, a estas cebollas, a esta alforja, a los hatillos de hierbas que cuelgan de la pared, a este huevo…

-¡Ah no! Ni se te ocurra referirte a este huevo porque ahora mismo va a ir al fuego y te lo vas a comer frito.

 

Divertidos por la aguda intervención de la cocinera, Diego y yo nos sentamos esperando a que arrojase el huevo a la cazuela de barro en la que se calentaba el aceite de oliva que previamente había dispuesto en su interior.

-¡Ahí está! –dijo de repente Diego.

-¿Qué dices? –le pregunté.

-El verde.

-¿El verde? ¿De qué hablas muchacho? –insistió Catalina con cara de preocupación.

-¡Eres la mejor cocinera del mundo!

-No te entiendo Diego.-dije asustada.

-¡El verde, el verde aceite! Es ése.

-¿Ah sí?

-¿No ves lo singular de ese tono?

-¿De cuál?

-Del que tiene el aceite caliente. Del que rodea al huevo. Tanto tiempo buscando y estaba aquí, en la cocina. Gracias señora Catalina. Rápido, ¿dónde puedo encontrar una tinaja de ese aceite?

-Pues no lo sé. ¿Es aceite de Picual, de Manzanilla, o Carrasqueño? – pregunté a la cocinera poniéndome en pie

-De ninguna.

-¿Cómo?

-Este aceite lo hacemos con Cornezuelo, con los tres olivos de esta variedad que tu bisabuelo sembró cuando compró estas tierras.

-¡Vaya! Con razón tiene ese color tan especial. ¿Y sería tan amable, Catalina, de darnos un poco de este verde para que yo pueda preparar la base de mi verde aceite?

– Por supuesto, pero después de que ambos se hayan comido los huevos fritos. ¿O es que vais a dejar a la vieja friendo huevos como si estuviera loca?

 

Dos noches pasaron hasta que Diego y yo (esta vez sí me dejó ayudarle) conseguimos dar con el tono de verde que deseaba. Una mezcla de polvo de aceituna, alpechín y alguna cosa más que ahora no recuerdo con el que no solamente pintó el verde del vestido de mi madre, sino muchos más cuadros.

De hecho, años después de aquella estancia en Nuestra Señora de las Roscas recibí una carta suya en la que me contó que había superado el examen de pintor y que acababa de terminar un cuadro en el que aparecía una mujer friendo un huevo. “Es mi homenaje a Catalina, a quienes trabajáis en la Hacienda y al aceite de oliva. Y por supuesto tiene lo que queda de nuestro verde aceite”.