154. Ni una llamada

Diana Natividad Fernández Fernández

 

Ni una llamada, Bertica

¡Ni una llamada, Bertica, ni una llamada!
Bertica no sabe qué decir, mientras aprieta su bolso contra el cuerpo. El rostro de la suegra en balanceo continuo, la obliga a mover los ojos en vaivén. Bertica conoce ese sillón desde que era una niña, desde que era solo «la vecinita de al lado». Si de repente no lo viera más, sentiría una mutilación de sus recuerdos. Las maderas brillan lisas, sobre todo en los brazos. La mujer allí sentada, lo acaricia con las yemas de sus dedos, porque el sillón está ligado a toda su vida, a sus más felices momentos y a los más negros. En él fueron mecidas sus siestas de almidón y violeta en las batas de la madre española; en él lloró sus pérdidas; recostó sus desvelos; meció a su hijo, su hijo que creció tan pronto y que se esfumó. «Pero es en vano mi sufrimiento, porque Bertica no entiende». «A Bertica solo le importa el macho», así dice la suegra. ¡Y mira que se lo advirtió!: «Bertica, al que se hace de miel se lo comen las hormigas». Bertica siempre detrás de Anselmo, los labios temblorosos, entreabiertos, anhelantes, solplándole su aliento en la nuca al hombre. El deseo casi asaltando. «¡Esa Bertica, empavesándose de aceite a cada momento, para cuidar su piel!».

En la casa destacan entre los adornos de porcelana, tres grandes frascos antiguos con sus tapones de cristal. Tres frascos finamente tallados, que pertenecieron a la abuela española de Anselmo. Las formas a relieve del vidrio resaltan el tono dorado del líquido que contienen: aceite de oliva. Uno, en el baño, sobre la encimera del lavamanos, para el cuerpo entero tras ducharse; otro, en la habitación de Bertica y Anselmo, para los brazos, la cara, el cuello y el escote, antes de dormir, otra pasadita; el tercero en la cocina, para las manos y aderezar algunos platos y ensaladas porque es sano .
Bertica no entiende, no. No entiende ese rostro contraído, amargado que tiene que ver cada día, cuando se levanta para desayunar, y cada tarde o cada noche cuando regresa del trabajo.
No se vuelve cuando la suegra le habla. Permanece junto a la puerta, casi sin haber entrado del todo.
Habla a todas horas se queja más bien, y Bertica, para tratar de no escucharla frota y frota y acaricia su cuerpo, como le enseñó la abuela de Anselmo: «Niña, no gastes ni un céntimo en cremas, no: aceite de oliva para tu piel y tu cabello».
En la tardes se sienta a veces en el butacón junto a ella para hacerle compañía y en tanto, recorrer con sus manos suaves y aceitadas primero, el escote hasta el cuello; luego, la cara. La suegra escucha el sonido de la fricción y entrecierra los ojos antes de que fluya la crítica: «Sigue, sigue, Bertica, embarrándote con esa porquería. Tanto cuidarse y gastar dinero para qué. Siempre pensando en el sexo».
Ahora la mira por encima de las gastadas armaduras de sus espejuelos. No la había visto, parece. «Estás empapada, le dice». De repente enmudece la vieja señora, pero no detiene el sillón. ¿En qué estaría pensando? ¿En el hijo? Mece sin cesar su tristeza. «Irse sin avisar, hum».
«Yo no sé por qué te matas trabajando así». «¡Una profesional fregando en un hostal!». «Limpiando pisos para comprarse cuatro mierdas y el bendito e imprescindible aceite de oliva ese» «¡Y en dólares, como todo aquí!» .
Afuera continúa cayendo cerrado el aguacero, no se ven ni las casas de enfrente. El flamboyán va a soltar todas sus flores naranja y quedar pelado contra el cielo, los brazos mojados, descarnados, pidiendo auxilio. Bertica se compara al flamboyán. Las gotas de lluvia se escapan entre sus dedos hasta el piso. «¿Qué tú crees si lo quemamos, Bertica? ¡Mira cómo está el portal lleno de flores!» Hasta las flores sobre el pavimento de la calle le molestan. «Todavía si fuera un olivo, otro gallo cantaría. Porque los olivos, sí. Y no tendrías que gastar tanto dinero en tu aceitico. ¡Pero cómo se iba a dar un olivo aquí!», suspira. «Mi madre vivió en tierras de olivares, hasta que vino para acá. Pero decía que aquí no se daban, que si el clima de Cuba es muy húmedo, que si los olivos necesitaban tener cerca árboles de lavanda y no sé qué más que aquí no hay». Pausa. Silencio. Algún nuevo o quizás uno de sus repetidos y oscuros pensamientos la estará rondando. Y ahí va la sentencia: «Ella le dio la nacionalidad a tu marido, pero ese sinvergüenza, que gracias a ella, ¡y a mí!, ¡y a mis primos!, está en España y tiene trabajo en los olivares, tan malagradecido, no escribe ni una letra, ni en memoria de su abuela, ¡vaya!». «Mi madre vino para acá y él se fue para allá. Mira, tú cómo es la vida».
«¡Ni una postal por el Día de las Madres, Bertica, nada!»
Bertica de pie, chorrea agua y escucha los comentarios, las quejas de cada día. La vieja vive en el pasado. Que si cartas, que si postales. ¿Qué responderle? ¿Que ya nadie escribe por correo postal? ¿Que todo se mueve a través de un móvil? ¿Que ella también extraña a Anselmo? ¿Que de noche acaricia la sábana, el espacio vacío, que imagina su cuerpo fuerte y ávido acostado junto a ella, y que apenas puede contener su libido, harta, reprimida por más de un año? ¿Que en la madrugada se despierta ardiente tras un sueño erótico con su Anselmo y se acaricia hasta el orgasmo sin tener que inventarse fantasías? Si le dijera algo así, la suegra-espejuelos, temblaría tras sus cristales.
Anselmo es especial, sabe amarla, pedirlo todo y que una se lo dé todo; sabe estimular el deseo y que no esté cansada por las noches después de tanto trabajo. Él mismo la masajeaba con aceite de oliva, para relajarla, decía, todo el cuerpo, hasta el último rinconcito, pero en realidad solo lograba excitarla para una tarde, o una mañana, o una noche ardientes.
Recordar las horas con Anselmo es igual a perdonárselo todo. Hasta su inesperada partida, casi una fuga. Por eso nada hará que Bertica deje de embellecer su cuerpo. Se prepara para el reencuentro con su marido. No importa la marca ni de dónde sea, aceite de oliva es aceite de oliva. Y ella sale a buscarlo, recorre las tiendecitas, los mercaditos del barrio y regresa a casa con su tesoro, cada día de pago. Diciembre pinta ante ella como un cuento de hadas, la meta para tener los euros de su pasaje. Cada noche repasa su piel lustrosa ante el espejo. Los músculos ejercitados destacan más, y los senos, y los bordes de sus caderas. Y piensa en la suegra que nunca fue feliz con su marido y que vertió todo su rencor sobre el hijo. Bertica conoce y ha vivido toda la historia. Para la mujer-recuerdo-sillón, no existió la plenitud. Felicidad, alegría, no figuran entre sus sentimientos. Sola tuvo que criar al hijo. Sola tuvo que enfrentarlo todo. Bertica sabe su dolor de madre que no recibe mensajes, ni llamadas: «Y Anselmito, ¡bien, gracias, yo que se lo di todo y él viviendo su vida por allá, en España, Dios sabe con quién, y esta idiota de Bertica todavía lo espera!».
Bertica observa el ceño fruncido de la otra y aunque no adivina sus silenciosos monólogos, presiente que se hunde sin remedio, en un dolor que no liberará jamás. Con ella fue muy dura. «Bertica, me imagino que el espejo frente a la cama, ya no te hará falta, ya puedes mudarlo de sitio, a no ser que a solas también te guste solazarte». A Bertica no le importó y dejó el espejo allí, aunque a la «doña» le pareciera obsceno, al fin y al cabo eran su espejo y su cuarto. «¿Tus amigas no te preguntan por qué no te divorcias? ¿No? ¡Qué raro!» Bertica a veces desearía estrangularla. No le extraña que Anselmo no la quiera llamar, ni un segundito, ni para un saludito, no tenía que ser ni una video llamada, bastaba un mensaje de audio. Al principio ella le insistió, pero él nada, quizás no le nacen las palabras de amor para la madre-posesión. En el fondo la quiere, a pesar de que ella se limitó a imponerle cosas, a refunfuñar, a quejarse de continuo y a cuidar de que cada detalle material remplazara el amor en la existencia del hijo. «Anselmito, te planché la camisa a cuadros que tanto te gusta». «El zípper del pantalón beige ya está arreglado». «Te hice pudín de coco, Anselmito, como a ti te gusta, porque si esperas a que te lo haga otra…» Siempre minimizando a Bertica e intentando predisponer al hombre contra ella. Siempre el comentario sutil, mal intencionado. Siempre egoísta, obsesiva e insustituible en todo lo que quisiera, excepto en la cama de Anselmito, claro. Y eso le provocaba rabia cuando los dos pasaban horas enteras en el cuarto que levantaron en el patio, «altar de la lujuria para su gata siempre en celo», decía la pobre mujer-angustia-del sillón.
«Dile que le mando un beso y que tengo mucho trabajo». «No le cuentes que llamé, Bertica, dile que no tengo teléfono y que te mandé recado con Agustín». Eso le pedía Anselmo. Bertica sentía culpa por ocultarse de la suegra para hablar con el esposo cada día. Solo en la calle y tarde en la noche, en la oscuridad de su cuarto, podía hablar con él y a veces, hasta mucho más que hablar por el móvil. Sonríe para sus adentros pensando en cómo sería esta noche. Si la suegra fuese capaz de imaginar todo cuanto podían hacer a través de un simple teléfono se escandalizaría y moriría de indignación.
El balance rechina sus maderas contra los bordes de los mosaicos y trae y lleva a la mujer-obstinación, que en realidad ni mira al flamboyán, ni a ninguna otra parte, que no siente ya nada más que su encono contra el hijo y Bertica, «que no sé qué hace que no se divorcia y se busca otro». En la cocina refulfge bajo los rayos del sol la bella botella de vidrio sobre la meseta. La anciana percibe los destellos y resopla. No entiende cómo Bertica puede seguir ahí, obstinada en conservar su piel hermosa a golpe de aceite. No entiende. Total, ¡para qué!
«¡Bertica, ni una postal por el Día de las Madres, Bertica!» ¿Pero qué le va a responder Bertica? La mira ya sin dureza. ¿Qué va a ser de esa mujer cuando ella no esté? Porque ella se va. En cuanto él tenga el dinero, se va. Al principio sintió ira contra su marido. Su partida había sido un desastre. Luego, tras las primeras llamadas, todo se calmó. Más tarde ella se dijo que aquí no se quedaba, No soportaba la ausencia de Anselmo, no, con el resentimiento rondando cada rincón, arruinando la vida de ambas mujeres. Siente pena de la suegra, del vacío que le espera. Piensa que Anselmito debía poner a un lado todas sus encontradas emociones contra la madre, y hablar con ella de vez en vez. La señora-balanceo ya no es joven, y la desesperanza devora cada minuto del tiempo que le queda. Ahora le ha dado por aferrarse a ese sillón el día entero y mirar por la puertaventana hacia la calle, y lamentarse con todo el que pasa, y con Bertica cuando llega del trabajo. Se asfixia. Bertica a veces se asfixia, no puede más.
«Debe tener mucho trabajo allá», murmura casi la anciana, «en los olivares». «Los olivos son bellos, ojalá tuviera uno aquí». «Mi madre decía que dan buena sombra».
La mujer joven se aproxima. «Vieja, no te aflijas, tu hijo te quiere y nunca te olvida, de eso estoy segura, fíjate que se ocupa de ti todos los meses. No te falta tu dinerito para tus cosas, ni tus medicinas», dice y le pasa la mano por el brazo a la suegra, con cierto cariño, a pesar de todos los malos ratos vividos por su culpa. La anciana deja de balancearse por primera vez, deja de mirar la lluvia que cae, y vuelve a Bertica sus ojos llorosos tras los cristales: «No me toques con esas manos frías chorreantes de agua. Dale, ve y sécatelas y ponte “tu aceite”». «Y, fíjate, no por eso vas a hacer que Anselmito regrese y se vuelva a enamorar de ti. ¡Loca, estás más que loca, y viciosa!» «¡Y pa qué coño quiero el dinero, sin una llamada por el móvil ese o una carta o una postal por el Día de las Madres, Bertica!, ¡para qué!».
Bertica la mira compasiva, aprieta contra la cadera el bolso húmedo de lluvia, siente bajo el cuero suave la nueva botella de aceite de oliva que rellenará los bellos y añejos frascos y su móvil con todos los mensajes amorosos que Anselmo le manda desde hace un año; y se muerde los labios, callada, porque no puede decir nada. Aunque, la verdad es que, Anselmo podría…
«¡Nada, Bertica, ni una llamada! Yo no sé cómo tú te conformas!»