153. BALAOVE

ISMACARL

 

El autobús dejó a Carla en la entrada de un viejo camino empedrado, bordeado por olivos centenarios que custodiaban el camino. Había oído mucho hablar sobre el Balneario del Cerro de Agras, ubicado en un idílico lugar entre dos ríos, escondido entre montañas que se alzaban imponentes sobre ella. El aire de aquel lugar era distinto, más limpio, casi embriagador. Un perfume a tierra húmeda y olivas maduras flotaba en el ambiente, transportándola a una dimensión donde el tiempo parecía correr a otro ritmo.

El aire modernista del edificio principal que alberga el hotel, se refleja en los balcones y balaustradas, visibles a través de las cortinas entreabiertas se dejaban ver interiores cálidos y acogedores, su sala de ocio – antaño un casino – y el comedor principal, el Salón Columnas, amplia sala de esbeltas columnas perfectamente decorada por lámparas de estilo neoclásico realizadas en bronce, diseñados para ser un lugar tranquilo de descanso. Carla, que había llegado con la esperanza de encontrar un lugar calmado y tranquilo que le sirviera de refugio del ajetreo de la ciudad en la que vivía, sintió cómo su respiración se hacía más lenta a medida que sus ojos recorrían el bello paisaje.

A pesar de todo el paisaje que le rodeaba, lo que realmente capturaba su atención eran los olivares. Se extendían en todas direcciones, como un manto verde que llegaba hasta la frontera con las montañas. Olivos centenarios, cuyos retorcidos y rugosos troncos parecían estar allí desde el principio de los tiempos.  Había oído hablar de la longevidad de estos árboles, pero no fue hasta que estuvo allí, frente a ellos, que comprendió su majestuosa presencia. Cada uno de esos árboles parecía estar cargado de cientos de historias, secretos que solo ellos conocían.

Carla respiró profundamente, sintiendo el aire repleto del suave aroma terroso de las olivas, y por primera vez en años, sintió una profunda paz en su interior, como si aquellos árboles fueran capaces de absorber sus preocupaciones.

Una mujer joven de mirada tranquila, con el cabello desatado y movido por la brisa, salió a su encuentro. Se presentó como Elena, la encargada de su recepción y atenciones. Su sonrisa era cálida, pero había algo en sus ojos que transmitía un sentimiento que iba más allá de las palabras.

—Bienvenida, Carla —dijo con una suave voz—. Aquí, en el balneario Cerro de Agras, todo gira en torno al aceite de oliva. No solo lo usamos para tratar el cuerpo, sino también para nutrir el alma.

Ella asintió, curiosa. La promesa de paz y equilibrio que buscaba resonaba en cada palabra de Elena. Durante meses había estado atrapada en una rutina agotadora y estresante, sintiendo que la ciudad la estrangulaba poco a poco. No era solo el ruido, el tráfico o el trabajo; había algo más profundo que no lograba identificar, una especie de vacío que no lograba llenar de ninguna manera. Y por eso, había decidido cambiar de aires, desconectar y permitirse un tiempo para ella misma.

Elena la guio al interior del edificio principal, un lugar donde cada rincón parecía diseñado para encontrar la paz y tranquilidad necesarias. Grandes ventanales permitían que la luz natural inundara el espacio, mientras los muebles de madera antigua ofrecían una hogareña sensación. No pudo evitar notar los pequeños detalles que la rodeaban: las ramas de olivo decoraban las paredes, mientras que pequeños frascos llenos de diferentes aceites eran el centro de las mesas allí dispuestas. Mientras le contaba que el lugar donde se ubicaba el balneario había sido descubierto por un médico cazador, que al percatarse de que junto al manantial que alberga actualmente el edificio principal, se habían encontrado aves muertas y por ello decidieron hacer un estudio de las aguas, el resultado sorprendió a todos, ya que se trataba de una antigua boca volcánica que emanaba aguas mineromedicinales, que fueron declaradas de interés público en 1.902, fue a raíz de ese descubrimiento y aprovechando el entorno cuando surgió la primera idea de balneario.

Cuando llegó a su habitación, Carla se sorprendió por su sencillez. Un espacio acogedor y luminoso, decorado con tonos suaves que imitaban la belleza del paisaje que la rodeaba. En el centro, una cama de madera rústica cubierta por sábanas de fino lino. A un lado, una jarra de agua fresca y un pequeño cuenco de aceitunas negras la esperaban, acompañados de una etiqueta escrita a mano: «Nutre tu cuerpo, escucha a tu alma».

Esa tarde, después de deshacer su equipaje, Elena la guio a la primera sesión del tratamiento. Carla no sabía qué esperar, así que se dejó llevar por la experiencia. La sala estaba impregnada de una luz suave y aromas de distintas hierbas medicinales. En el centro, una gran mesa de piedra lisa sostenía un cuenco de un aceite casi dorado, que brillaba bajo la tenue luz.

— Este aceite ha sido extraído de nuestros olivos más antiguos —dijo Elena, acariciando el borde del cuenco—. Aquellos que han vivido cientos de años. Cada uno de ellos es testigo de las generaciones pasadas. Algunos dicen que cada gota de su aceite lleva la sabiduría de todos sus años. A nosotros nos gusta llamarle el “Oro líquido”, debido a su color y la gran cantidad de beneficios, como son su hidratación y reparación de tejidos, debido a las amplias propiedades que posee. Contiene numerosas vitaminas, además de prevenir ojeras y arrugas gracias a sus características exfoliantes y limpiadoras.

Carla se tumbó en la mesa de piedra, mientras el aceite tibio se derramaba lentamente sobre su cansada piel. El contacto era tan suave y delicado que casi sentía que el aceite se fundía con su cuerpo. Elena comenzó a masajearla con movimientos lentos, profundos, que parecían despertar una sensación de alivio en cada fibra de su ser. Cada masaje, cada caricia, parecía diluir las capas de tensión acumuladas a lo largo de los estresantes meses en la ciudad. Era como si el aceite no solo lubricara su piel, sino que penetrara hasta su alma, aliviándole no solo los músculos, sino también sus pensamientos.

—Cuenta la leyenda — dijo Elena mientras seguía masajeando el cuerpo — que estos olivos no son solo simples árboles. Son los guardianes de estas tierras. Dicen que si les prestas atención puedes oírlos susurrar.

Carla sonrió ante aquella historia. No era supersticiosa, pero había algo en el entorno, en esos árboles centenarios, que parecía llevarla a confiar en lo imposible.

Aquella noche, después de su tratamiento, decidió salir a pasear por los olivares. Era tarde, pero el cielo estaba despejado y la luna brillaba claramente, iluminando todo el paisaje con una luz pálida. Mientras avanzaba entre los árboles, una suave brisa comenzó a soplar, haciendo que las ramas de los olivos se mecieran y susurraran entre ellas, conforme se alejaba se veía más misteriosa si cabe la silueta del edificio principal, que según había leído había sido un hospital de campaña durante la Guerra Civil, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Por un instante, Carla sintió que no estaba sola. Se detuvo frente a uno de los olivos más viejos, con su tronco grueso y retorcido que parecía contener mil historias. Al apoyar la mano sobre el tronco, sintió un leve hormigueo, como si el árbol sintiera el leve roce de su mano. Cerró los ojos, permitiendo que el viento acariciara su suave rostro, y por un momento sintió una paz abrumadora que no había sentido en años.

Al día siguiente, mientras disfrutaba de otro masaje con aceite de oliva virgen extra, decidió contarle a Elena lo que había sentido en su escapada de la noche anterior.

—Es natural —respondió Elena con una cálida sonrisa—. Como te conté, estos olivos son más que simples árboles, en el entorno que nos rodea han sucedido múltiples historias y ellos son celosos guardianes de nuestra historia y nuestra tierra. Cada gota que extraemos de ellos es un regalo, y no sólo para el cuerpo, como has notado —exclamó sonriendo —.

Carla no estaba segura de qué pensar acerca de aquellas misteriosas historias. A lo largo de su estancia, se fue sumergiendo cada vez más en los diferentes tratamientos y experiencias con aceite de oliva que el balneario ofrecía, no solo experiencias físicas si no también gastronómicas, cada tostada con aceite o cucharada de los guisos preparados con esmero en las cocinas, transmitían la sabiduría de los años, ya que según se había documentado en las lecturas a las que tenían acceso los huéspedes del balneario, el AOVE es excelente protector contra diferentes enfermedades, ayuda contra el estrés oxidativo que favorece el envejecimiento de las células, favorece la salud cardiovascular, ayuda a perder peso si se consume con moderación y muchísimos más beneficios. Los masajes diarios, las exfoliaciones y limpiezas de cara, los baños de aceites… Todo formaba parte de un proceso que le parecía de transformación, el producto estrella hacía que se notasen casi de forma inmediata sus bondades por dentro y por fuera, como si cada día que pasaba, una parte de ella se fuera renovando y reconvirtiendo, dejando atrás las pesadas capas de estrés y agotamiento que soportaba antes de llegar a aquel especial lugar.

En su última mañana en el balneario, Elena la invitó a un paseo matutino por los olivares. “Quiero mostrarte algo”, dijo con una amplia sonrisa. Carla la siguió, intrigada. Caminaron en silencio, únicamente acompañadas por el crujido de las hojas bajo sus pies y el susurro del suave viento.

Llegaron a una pequeña colina desde donde se veía la gran extensión de campos de olivos. A lo lejos, el sol comenzaba a encumbrar las montañas que les rodeaban, iluminando a su paso las copas de los árboles, creando un espectáculo de luces y sombras. Elena señaló un árbol en particular.

— Este es el árbol más antiguo de todos —dijo con un tono reverente—. Tiene más de mil años. Lo llamamos «El sabio». La gente viene aquí, bajo su sombra, para reflexionar. Mucha gente cree que este árbol contiene las respuestas que ellos aguardan con esperanza.

Carla miró el árbol con respeto. Su tronco era tan ancho que se necesitarían varias personas para rodearlo por completo. Era imposible no sentirse diminuta ante su imponente presencia. Se acercó al olivo y, sin dudarlo ni un segundo, apoyó la palma de su mano sobre la corteza. El hormigueo volvió, pero esta vez ya no le sorprendía. Se sentó a los pies del árbol y entrecerró los ojos, dejándose llevar por aquel mágico momento.