151. Molek

Atticus Finch

 

A veces cuando estamos a solas, mi jefa, la Directora del museo, me susurra lo valioso que soy para la Institución. Conozco más sobre la historia de las piezas y las colecciones que albergamos en nuestro patrimonio, que cualquiera de los catedráticos que transitan por nuestra sala de conferencias, si se me permite la inmodestia.  Dentro de las funciones que desempeño   no   se hallan las de clasificar, restaurar o datar las piezas. Ordeno la correspondencia y me encargo de atender a los grupos que nos visitan a diario. Vamos, soy un conserje.  No poseo ninguna formación académica relacionada con la arqueología o ciencias afines. Pero tengo una habilidad… digamos especial. Esta facultad me permite discernir las falsificaciones de las piezas genuinas, como el oro de la paja. Créanme, he visto tallas, relieves y bustos tan logrados que casi he llorado cuando han sido destruidas. Puede resultar inverosímil, pero he tenido pedazos de arcilla en mis manos que durante años se han hecho pasar por tablas sumerias en prestigiosos museos internacionales.  Acreditadas galerías y coleccionistas particulares consultan mi opinión –off the record– antes de adquirir determinadas obras, les ahorro dinero y disgustos. De hecho, me llegan peticiones de todo el mundo.  Y no es extraño, poseo un ciento por ciento de infalibilidad.   ¿Como he   logrado alcanzar tal grado de concreción y precisión en mi trabajo? ¿Rayos X, carbono 14, colorimetría, termo-luminiscencia? No. Todos esos métodos y equipos son caros y aparatosos. Además, todos esos términos resultan huecos para mí. ¿Intuición, clarividencia? No exactamente.  Meramente soy poseedor de un Don, el Don si se me permite.

Recuerdo haber tenido esta facultad desde que tengo uso de razón, desde que era un niño. Solo tengo que posar las manos sobre un objeto, poner la mente en blanco y el tapiz, el relieve, un vaso campaniforme… cualquier objeto me revela su historia: qué manos la modelaron, labraron o tejieron.

Aunque me cueste reconocerlo, aquí en el museo, tengo mis predilectos: Afrodita, Mithras… pero mi debilidad es sin duda Molek, la criatura zoomorfa. ¿Por qué lo llamo así? Porque él me lo contó.

La primera vez que posé mis manos en su lomo calizo, pude sentir un calor latente casi imperceptible. Focalicé toda mi fuerza interior y fue como si viera a través de sus ojos, fue como ver el mundo de hace   dos milenios…

 

Molek fue capturado siendo un cachorro en un oasis del norte de África. Toda la camada fue vendida a comerciantes númidas que traficaban a ambas orillas del mar.  Apenas podía masticar carne cuando vio y cruzó por primera vez el Mare Nostrum. Corría por la cubierta del barco mordiendo los cabos y los pies de los marineros. Atado a un carromato y sin apenas poder mantener el paso conoció las estribaciones montañosas del sur de la tierra que llegaría a ser conocida como Hispania.

Como era costumbre, Sífax, el comerciante númida llegaba al poblado íbero a mediados de la canícula y partía al comienzo del otoño, antes de que las primeras nieves pudieran sorprenderlo en el camino de vuelta hacia la costa. Durante las semanas anteriores arribaban tribus vecinas a rendir tributo a Mbarka, el caudillo de la tribu más rica y poderosa de la región, para negociar sus partidas. Durante aquellos días habría celebraciones, danzas, excesos y se trocarían toda clase de materiales y artilugios que durante un año entero se habían estado fraguando para este momento: pieles curtidas, collares de dientes de animales salvajes, cerámicas, barras de cobre, de estaño que cambiaban de manos por salazones, cuchillos, hachas, cuerdas y paños nunca vistos y que parecían tejidos por los mismos dioses. Pero aquel mercader era el más sagaz de su familia, Sífax no en vano había cruzado el Mare Nostrum en todas direcciones y tenía un olfato digno de un fenicio. Apenas observó las laderas que rodeaban el poblado una idea comenzó a pergeñarse en su mente moldeada para el comercio.

Una mañana antes del gran banquete que daría por inaugurados los festejos, un pequeño séquito formado por Mbarka, su único hijo varón, un niño aún, llamado Anticles, y Sífax caminaban por unas laderas donde crecían un puñado de olivos. Parecían descuidados pero sus troncos gruesos y nudosos horadaban la tierra y se aferraban a ella como un niño al pecho su madre para extraer el néctar de la vida. Aun así, se apreciaban sanos y sus ramas cargadas con sus frutos redondeado aún por madurar pedían suplicantes ser liberados de aquella carga.

Sífax   abordó al jefe íbero con palabras en hebreo: zait, zaitum para referirse al fruto del olivo y al aceite sin éxito alguno. Tras probar con términos en diferentes dialectos fue el término   griego ελαια (oliva) el que hizo caer en la cuenta a Mbarka del tema central de la conversación. Al parecer aquel oro líquido eran tan escaso como preciado, apenas diez talentos era la cosecha de aquellos olivos, reservados para el uso exclusivo de los sacerdotes en ceremonias sagradas. El excedente, apenas dos o tres talentos, se intercambiaba por mercancías valiosas con tribus vecinas.  Fingiendo decepción el númida declaró que era una lástima, aquellas tierras hasta donde se perdía la vista rivalizaban en fertilidad con plantaciones de olivos que había visto en la isla de Creta. Era una pena mantenerlas en baldío. En pocos años aquellas laderas podrían rivalizar con los mejores olivares de Grecia. Suspirando, el mercader volvió a repetir su contrariedad, aquel oro líquido era muy apreciado en otros rincones del Mare Nostrum. Mbarka se encogió de hombros desdeñosamente, ellos eran una tribu de guerreros, tenían cierto aprecio por el pastoreo, pero casi despreciaban la agricultura. Las cosas estaban bien como estaban. Decidido a no contrariar a su anfitrión, Sífax postergó el tema hasta que los dioses le revelaran una mejor oportunidad. Esa oportunidad no tardaría en presentarse.

Como era costumbre, una vez que se había realizado el trueque y todas las mercaderías habían cambiado de manos y los días comenzaban a acortarse, se ofrecía un sacrificio a los dioses para pedir la protección de los viajeros en su viaje de vuelta. En el banquete    Sífax ocupaba un lugar destacado junto a Mbarka y a su familia en torno a una gran hoguera.

Sífax se presentó vestido con sus mejores galas. Trajo varios regalos para la familia del jefe: arcillas de colores para embellecer aún más a esposa e hijas, un cuchillo tallado en marfil en una sola pieza para Mbarka.  Anticles fue obsequiado con   una bolsa con yesca y dos piedras que al chocarlas hacían saltar chispas que servían para encender una hoguera. Pero Sífax no había acudido solo a la ceremonia. A su vera caminaba como fiel escudero Molek, el cachorro de león, que disciplinadamente se detenía junto a su amo cuando este dejaba de andar o se sentaba alerta vigilante a una señal con el puño. A pesar de ser todavía un cachorro, la fiera se movía con la prestancia de un príncipe. Lucía un collar de cuero con tachuelas de bronce que más que protección le daban un toque de fina coquetería.

Dirigiendo la conversación hacia los buenos augurios que los dioses iban a deparar en el  viaje de regreso, Sífax no prestaba atención a león, quien haciendo un esfuerzo sin límites permanencia quieto mientas el olor a carne asada torturaba sus sentidos. Todos los presentes observaban maravillados al felino. Ninguno de ellos había visto una bestia tan hermosa, algunos habían visto lobos, algún oso a lo lejos, pero no un cachorro de aquella belleza. Su pelaje desprendía un brillo mágico a la luz de la hoguera. Molek emitió un gruñido de queja dirigido a su amo, el hambre lo torturaba, pero el mercader lo desoyó con calculada indiferencia. Anticles atraído como una polilla al fuego no pudo evitar acercarse al cachorro y acariciar su lomo, sintió al momento una descarga electrizante al tocar su pelo, raudo Molek reaccionó, no mordiendo su mano sino propinándole un lametón. Riendo, Anticles se acercó a su padre y le habló al oído, mientras Sífax parecía no percatarse de lo que ocurría a su alrededor. El mercader arrojó un buen trozo de carne a los pies de Molek que impertérrito la miraba con ojos lastimeros. Hasta que el cachorro no escuchó la orden de su amo no comenzó a devorar con gula la carne. Al final del convite una vez que Mbarka y Sífax se habían deseado todo tipo de parabienes de cara a su regreso y su vuelta el año próximo, como si de un olvido se tratase Mbarka se dirigí al mercader.

-A mi hijo Anticles le ha gustado tu mascota, cree que sería un buen augurio para un futuro caudillo poseer un animal como ese.

Sífax, mantuvo la compostura, todavía el pez no había mordido el anzuelo, solamente estaba tanteando la carnada.

-Dioses, que contrariedad, Molek no es una mascota mi señor, es mucho más, es como un hijo para mí. A veces pienso me   entiende sin mediar palabras. Lo encontré abandonado en el desierto y yo miso lo salvé de la muerte alimentándolo con leche de camella y de cabra. Lo estoy adiestrando para enseñarlo a cazar. No podría desprenderme de él, sería como arrancarme un brazo.

Dijo estas palabras con mucho cuidado y casi bajando la voz, no quería propiciarle ocurrencias a un fiero guerrero que sin duda estaba acostumbrado a tomar lo que quería por la fuerza.

-Pon un precio en pieles, barras de cobre, oro…  por el cachorro.

-Mi señor no podría…poner precio a un hijo, a un fiel compañero…

Pero Mbarka era un hábil negociador y no se iba a dejar amedrentar por aquel mercader.

– ¿Y no sellan las padres alianzas con   jefes, con reyes uniendo a sus hijos para aumentar sus fuerzas?

Ya casi estaba, el pez había mordido el anzuelo, pero había que maniobrar con cuidado una última vez para que se lo clavara en el paladar y no lo soltase.

Sífax elevaba los brazos al cielo clamando en un tono lastimero, sobreactuado:

-Mi señor sois un gran jefe, valiente y sabio. Tenéis razón, hemos comerciado durante muchos años y siempre nuestra relación ha sido fructífera para todos. En honor a nuestra amistad de tantos años os voy a proponer un trueque que sin duda será provechoso para todos, si los dioses así lo quieren.

-Habéis dicho mi señor que pagareis un precio, os propongo que el precio sea el peso de un león adulto en aceite oliva. Llegado en este momento tuvo que utilizar varias palabras en otra lengua para hacer comprender el término al que se refería.

Mbarka arrugaba el ceño enfadado. Pero Sífax se había visto en peores entuertos y era un hábil negociador.

-Os propongo señor el siguiente acuerdo, casi un juego si queréis, el próximo año cuando regrese, si los dioses así lo quieren y volvamos a vernos, pondremos a Molek en un extremo de una balanza, en el otro vuestro excedente de la cosecha de aceite de ese año en una tinaja. Si el peso del aceite es mayor o igual que el de león, la deuda estará saldada y ese será el precio, si el peso de la tinaja es inferior al de la bestia, me quedaré con el excedente, y así sucesivamente año tras año hasta que el precio sea satisfecho.

Mbarka pensativo adoptó una postura grave, se sentía manipulado. ¿Cuántos años tardarían en poder producir el suficiente de aquel oro líquido?  Ellos eran guerreros no agricultores, no sabían nada de olivos. Los sacerdotes habían predicho buenos augurios para el regreso de la caravana y seria nefasto enemistarse con los dioses, derramando sangre, Sífax era un buen amigo, amante del oro, pero leal.

Sífax parecía vislumbrar los pensamientos del jefe así que trató de remachar su ardid.

-Estas tierras son fértiles, si seguís mis recomendaciones en poco tiempo producirán tanto de ese oro líquido que vendrán comerciantes de todas partes para tratar con vosotros y lloverá el oro y la plata.

Con una sonrisa taimada Mbarka declaró: de acuerdo, pero tú mercader te quedarás con nosotros hasta que dominemos el arte de sembrar y cosechar el aceite. Mbarka casi escupió las palabras pues no estaba familiarizado con algunas de ellas.

Pero Sífax había previsto ese movimiento.

-Me temo que yo se muy poco acerca de agricultura, mi señor, así que para complaceros dos de mis sirvientes que dominan estas habilidades se quedarán a vuestro servicio para enseñaros todo lo que saben. Como si hubieran estado esperando una señal convenida, dos hombres jóvenes se adelantaron con una reverencia.

-Bien, mercader tenemos un acuerdo entonces.

Con un gesto más teatrero si cabe, Sífax levantando una mano teatralmente, dijo:

-Aún, no mi señor. Falta el consentimiento de una tercera parte. Como os dije Molek es como un hijo para mí, solo si se queda voluntariamente accederé. Anticles, llama al león por su nombre con voz suave pero firme.

Anticles se agachó y llamó al cachorro: ¡Molek, ven! Y el león permaneció inmóvil como si no escuchara.

-Inténtalo de nuevo, no seas tan brusco, le animó Sífax.

Tendiéndole su mano Anticles volvió a dirigirse al animal:

-Molek, amigo ven.

Interpretando una señal imperceptible de su amo, Molek se incorporó y corrió a los brazos de su nuevo amigo.

Todos estallaron en gritos jubilosos, interpretando aquella señal como un buen presagio del futuro que esperaba al joven Anticles.

Al año siguiente por las mismas fechas, regresó la caravana de Sífax y allí encontró a Molek convertido en el príncipe de todas las bestias, aunque aún carecía de su característica melena. Prepararon el ritual como habían acordado, una balanza, en un extremo un enorme cesto donde a duras penas Anticles pudo convencer al felino para que se estuviese quieto y en el otro extremo una tinaja con el excedente de aceite anual. La balanza de inclinó del lado de león, el aceite era insuficiente. La deuda seguía sin saldarse.

Fue en el quinto año cuando Sífax noto cambios palpables en el poblado, el número de casas había aumentado, la empalizada que rodeaba la ciudad había crecido y se notaba un ambiente diferente entre las gentes, más vida, más bullicio.

En el centro del poblado habían construido una balanza especial, formada por dos brazos, el vertical era grueso como un árbol y el horizontal mas delgado pero resistente también. Sífax no puedo dejar escapar una exclamación al ver entrar en la plaza a Molek, ahora si caminaba como un rey, con su melena negra flameando al aire. Se presentó con un rugido que hizo temblar a todos los presentes. A todos menos a uno, un adolescente de unos catorce años que se permitió acariciarle el cuello y hacerlo ronronear como si fuese un gatito. Molek acostumbrado a la liturgia anual se situó en una plataforma de madera construida exprofeso para la ocasión y a continuación varios esclavos comenzaron a llenar la tinaja situada en el lado opuesto con aceite de oliva. Vasija a vasija la tinaja se llenó, se añadió otra y otra y hasta ambas plataformas quedaron igualadas: en un lado Molek y en el lado opuesto las tinajas de aceite.

¡La deuda estaba saldada! Todos los presentes estallaron en gritos de júbilo pues consideraron aquel gesto como un pronóstico de buena suerte y prosperidad.

Hasta Sífax aplaudió pues ya tenía lo que quería: aquellas laderas tapizadas en verde por olivos jóvenes y que empezaban a dar fruto y que seguirían dándolo hasta que sus huesos y los de sus tataranietos no fuesen nada más que polvo. Miles de olivos en plena producción que iban convertir aquellas gentes en agricultores y comerciantes. Y aquella mente moldeada para los negocios comenzó a pergeñar un nuevo plan…

El león creció fuerte y poderoso haciendo honor a su nombre: Molek– el Rey-. Molek y Anticles crecieron y se hicieron inseparables. El fiero león dormía a la entrada de la tienda de su señor como el más leal cancerbero.

Cuando el niño se convirtió en el caudillo de su tribu, el vínculo entre ambos era ya inquebrantable, marchaban juntos ya fuera de cacería ya fuera al combate. En el invierno de su vida Molek pasaba las noches   tumbado a los pies de su amo cerca del fuego. Cuando murió, aquel poderoso guerrero íbero, derramó tantas lágrimas como si se tratase de un hermano y por ello mandó hacer una escultura del poderoso león en todo su apogeo, agazapado, fauces abiertas, con la lengua colgando. Así cuando llegase su hora, Molek velaría su tumba igual que lo hiciera en vida. Mandó enterrar al león en la montaña más alta de su señorío, rodeado por millares de olivos, pues de esa forma se cerraba el circulo que vinculaba a Molek con aquella tierra, en la vida y en la muerte.

Sin un objeto no tiene una historia que contarme puedo deducir sin temor a equivocarme que se trata de una imitación.

 

No puedo evitar sorprenderme cuando atiendo a las hipótesis de nuestros ponentes acerca del origen de algunas de nuestras obras. Me gustaría interrumpirles y decirles: Disiento señores, eso no es del todo exacto o están totalmente en un error.

 Pero claro, solamente soy un conserje.