
150. La ambición tentó y el aceite obró
“La maldita droga. Así es, en las buenas no encontrarás mejor amiga, tu más fiel compañera de aventuras, aquella que siempre te dará ese empujón que necesitas para hacer rodar tus ocurrencias más autodestructivas de interminable diversión que, aunque desemboquen en risas, a la larga te van arañando alientos y pulsos. No encontrarás amante igual, no habrá sensación de placer y culminación semejante. Incluso, más allá de días largos de varias lunas y noches que continúan aún con la presencia del sol, cuando lo necesites también hallarás en ella la más absoluta calma.
Ahora bien, en las malas también estará contigo, de indudable fidelidad, no te librarás de ella y una vez hayas terminado de odiarte a ti mismo, de mostrar más lamentos que una Misa de domingo, de mirarte al espejo y detestar como a nada lo que ves una vez han pasado las maravillas y la lujuria, será a ella a la primera que culpes. El motivo de tus penas, de errores que no se podrán solventar y de haber elegido caminos que topan con un alto muro en el que aparecen dibujados graffitis que ilustran todas aquellas ocasiones en las que fallaste.
Una jodida montaña rusa que nunca se detiene, porque siempre encuentra un impulso para volver al alcanzar la cima de la subida, siendo justo ahí cuando ya no encuentras la manera de frenar… Maldita desgraciada, la amo a la vez que la odio. Cuanto más pienso que la quiero echar de mi vida más entiendo cuanto la necesito. Joder, ¿qué si estoy enganchado? Totalmente. Eso sí, una cosa te digo, sean las historias más rocambolescas o envidiables, o las que me presentan como la más miserable de las personas, ¡qué buenas anécdotas me deja! ¡La amo!”
Así, tal cual, definía Carlos a su querida amiga, una de tantas veces que pronunció este discurso que Andrés ya se sabía de memoria. Lo hacía cuando se ponía filosófico o poético, como decían sus amigos cuando se juntaban en las tascas de Jaén a tomar unas cervezas. Andrés no reía tanto con este pregón de su hermano como lo hacía sus colegas, pero no por ello podía dejar de admirarle, pero no era por sus fiestas de nunca acabar lo que le llevaba a fijarse tanto en él.
Si no fuera por sus vicios, Carlos hubiera sido la mejor representación del orgullo de una madre. En su adolescencia, sus resultados en las notas competían a la par con los que obtenía como corredor de montaña. Era una figura envidiable, allá donde tuviera que mostrar sus habilidades sobresalía por encima del resto; que no bajara del notable alto en los exámenes del instituto y que sus competiciones deportivas fueran de nivel casi profesional no quería decir ni mucho menos que fuera un ermitaño aislado. Su vida social también era muy activa y nunca dejó de ver a sus amigos, ni perdió la oportunidad de pasar ratos con ellos en las calles de Jaén al tiempo que disfrutaba de sus entrenamientos por las zonas del Neveral, la Mella y Jabalcuz.
Carlos se hacía notar, sí, pero era una persona muy llana. Por fortuna, en casa de Carlos y Andrés nunca hubo dificultades económicas, ambos hermanos pudieron disfrutar de una buena educación, que quisieron enfocar al ámbito empresarial, siguiendo los pasos de su padre como propietario de una reconocida almazara jienense. Bueno, en realidad más bien era Carlos quien tenía claro cuáles debían de ser los siguientes pasos a dar en su vida, Andrés, simplemente, le seguía admirado por las habilidades que mostraba y los aplausos que provocaba. No es que fueran la noche y el día, pero a Andrés siempre le costó un poquito más encontrar las respuestas adecuadas que a su hermano.
El currículum de Carlos comenzaba a ser envidiable. A pesar de su juventud, no dejó pasar un verano si hacer prácticas de empresa mientras estudiaba su doble grado. De hecho, llegó a darle alguna buena idea a su padre sobre oportunidades que se abrían para el aceite de oliva. Tenía claro que quería conocer el terreno lo antes posible, para ir entendiendo cómo aplicar los conocimientos que le transmitían los profesores en unas clases a las que rara vez faltó, aunque la asistencia no fuera obligatoria. Incluso, tras las noches universitarias de los jueves, se presentaba en las aulas de la universidad para atender después de una ducha y un contundente café. Era de los pocos que hacía acto de presencia las mañanas de los viernes. No solían llegar a quince alumnos, siempre lo concibió como la oportunidad de tener, prácticamente, unas clases particulares.
Eran muchos los aspectos que Andrés admiraba de su hermano, pero el que lo hizo convertirse casi en un Mesías para él fue lo que logró durante la pandemia. Inmerso en los estudios de su segundo máster, vio cómo las empresas de reparto se volvieron vitales en aquellos días de horas atrapados en casa y alcanzó a apreciar que el alto volumen de trabajo de este sector no bajaría y que iba a mantenerse tras el paso de la COVID.
Fue así como una noche de miércoles, sentada la familia a la mesa tomando un poco de embutido, siempre en gran sintonía con un rico pan de pueblo mojado en aceite, Carlos pidió a sus padres una ayuda para adquirir dos furgonetas con las que poder iniciar el proyecto en el que veía un sólido pilar sobre el que apoyarse para su futuro. Prometió devolver el dinero, no tardó. A los seis meses los padres de Carlos encontraron en su cuenta bancaria la cantidad que habían prestado a su hijo y un pequeño pico como agradecimiento.
Sin embargo, no fue ahí cuando Carlos daría un giro completo a su vida. Pasó dos años centrado en encontrar nuevos caminos para su empresa y reinvirtiendo casi todos los beneficios. Prestaba también gran cuidado a sus clientes, tenía algo en el trato con la gente que embaucaba a los demás.
La empresa comenzó a crecer a un ritmo descomunal, pero siempre buscaba dar pasos controlados que encontraran suelo firme. Un caminar que la llevó a ser la más importante de la provincia y una de las principales en Andalucía.
Ahí ya sí, Carlos dejaría de ser el niño modelo y se dejaría atrapar por las redes del desenfreno. Tenía dinero, tenía tiempo, amigos que se apuntaban a un bombardeo, la vitalidad de la juventud… Lo que en conjunto venía a ser un cóctel molotov. Nunca había coqueteado antes con las drogas, tardaría en hacerlo. Como no, antes tendría que pasar unas cuantas noches viendo el techo moverse de un lado a otro después de haber ingerido una considerable cantidad de alcohol. Empezaron a quererlo mucho en los restaurantes de la ciudad de Jaén y en las discotecas no había fin de semana en el que no se le pudiera encontrar en los reservados, después de haber invitado a una copa a todo aquel que le había caído bien.
La modestia que mostraba durante el día en sus horas de lucidez, se desvanecía con la llegada de la noche. A pesar de ello, Carlos construyó unos pilares más que firmes, tanto que siendo consciente del alto volumen de clientes que tenía asegurados para años venideros, comenzó a invertir en otros negocios. Su don de gentes le había permitido acercarse a otros empresarios y disponer de su amistad, por no decir que el capital que tenía a sus espaldas lo convertía en un interesante socio. Así, el hermano de Andrés se volvió una figura popular, aunque sin abandonar la personalidad que le acompañaba desde la adolescencia. Siguió siendo una persona que daba gran valor a su familia y amistades cercanas, a pesar de las numerosas horas que dedicaba al trabajo y sus diversiones extravagantes.
Por ello, cuando falleció su padre, Andrés quedó sorprendido por la postura que adoptó Carlos un tiempo después. Ni mucho menos es que se alegrara por su muerte. De hecho, fue de los que más lloró la pérdida temprana.
En sus últimos días en el hospital había pedido a sus hijos que ambos tomarán el timón de la almazara yendo de la mano. El trabajo por ubicarla en el punto en el que se encontraba había sido duro, pero los frutos habían llegado y, ahora, las miras no se ponían únicamente en hacer que la rueda siguiera girando, sino también en ser portadores de las virtudes de una tierra a la que su padre tenía gran cariño y nunca había sentido lo suficientemente querida o reconocida más allá de sus fronteras. Pedía a sus hijos ligar en la promoción de su aceite a la provincia que le vio nacer, aprovechando la fuerza que la dieta mediterránea estaba tomando mundialmente y la importancia que en ella tiene este ingrediente al que llaman oro verde.
Entre sollozos, ambos prometieron a su padre dejarse la piel en esta tarea, cuidar con sumo mimo lo que, además de su familia, había sido toda su vida, a la que tanto se había dedicado y que ellos sabían había dado pie a poder cumplir todos los sueños y deseos que en su casa habían surgido.
No obstante, un par de meses más tarde llegaría la sorpresa. En una comida en la mesa de la cocina, que distó mucho de ser los agradables momentos en familia que solían compartir, Carlos anunció a su hermano la sólida intención que tenía de vender la mitad que le correspondía de la almazara. El grito de perplejidad de Andrés pudo llegar a los oídos de algún vecino.
¿Cómo podía plantearse algo así? ¿Qué manera era aquella de faltar el respeto a todo lo construido por su padre? Andrés estaba haciendo grandes esfuerzos por adaptarse a su nueva posición como principal mando de decisión en los caminos que debía seguir la almazara, poniendo gran cuidado en no hacer tropezar a tan grande entidad. Aunque ni mucho menos fuera una persona torpe, no disponía de la misma facilidad que su hermano para saber dónde estaba el acierto a la hora de tomar cada decisión. Le estaba resultando un proceso complejo, al que dedicar jornadas de trabajo de nunca acabar y en el que hallaba una ayuda por parte de su hermano que no pasaba de la justa, pues él debía atender a varios frentes ante lo diversificado que estaba su capital en numerosas inversiones, además de su empresa de transportes, que seguía en continuo crecimiento.
Andrés estaba viviendo días muy complejos al tener que afrontar un reto de tal magnitud. Apenas un año antes había concluido sus estudios, comenzaba a ganar experiencia como trabajador en una empresa dedicada a la maquinaria de construcción, cuando el fallecimiento de su padre le llevó a verse dirigiendo una almazara de gran peso en la provincia y que exportaba internacionalmente. Fueron jornadas con las emociones a flor de piel y un estrés al que nunca se había visto sometido, por lo que la declaración de su hermano Carlos fue como lanzarle a una olla de agua hirviendo.
Cerca estuvo la familia de romperse, la madre de ambos tampoco veía con buenos ojos la decisión de Carlos. Andrés veía el mundo venirse sobre él, sabía el enorme peso que tenía vender la mitad de la almazara de cara al futuro. Fue en ese momento cuando más se asemejó a su hermano. Si Carlos había sido capaz de arriesgarse tanto en su juventud para levantar su primer proyecto, Andrés consideraba que era el momento de dar un paso al frente, pues era consciente de la solidez de la almazara y el futuro que seguía teniendo. Un día más tarde de aquella acalorada conversación en la cocina de su casa, donde solo faltó escuchar cómo se rompían platos y vasos, Andrés fue a visitar a Carlos al ático en el que vivía en la avenida de Madrid, de la capital jienense. Le costó conseguirlo, pero después de, prácticamente suplicarle, logró convencerlo de rechazar la oferta que había recibido tras la unión de tres empresarios de la ciudad y venderle a él su mitad.
Andrés no disponía del dinero y la cantidad no era fácil de abordar, pero Carlos terminó por aceptar que fuera pagándole a plazos, lo que permitía que continuara siendo un negocio exclusivamente familiar.
A pesar de la solución encontrada, hubo semanas de gran tensión en la familia. Carlos y Andrés llegaron a no dirigirse la palabra y abandonar los encuentros que mantenían casi a diario. Sin embargo, ambos hermanos sentían un enorme aprecio el uno por el otro, siempre habían estado para ser el apoyo que necesitaban en momentos complicados y las aguas terminaron por calmarse.
Dos años después de aquello, Carlos recibía sus pagos de manera puntual. Andrés terminó por adaptarse bien a su posición y estaba manteniendo el rumbo que su padre había marcado para la almazara, al mismo tiempo que abría otros caminos que estaban trayendo importantes beneficios.
Por su parte, la figura de Carlos en el empresariado de la tierra seguía creciendo. Los buenos resultados continuaban llegando a la empresa de repartos, lo que le permitía continuar haciendo inversiones en otros sectores, siendo su presencia cada vez mayor en diferentes ámbitos.
El reconocimiento a ambos hermanos era cada vez mayor, aunque, por así decirlo, la “superestrella” fuera Carlos. Cada vez más respetado y admirado en su entorno, pero también despertando miradas de odio por las dimensiones que comenzaba a adquirir su sombra. En más de una ocasión sintió que ocurrían cosas extrañas y Andrés, en las noches que lo acompañaba a tomar alguna cerveza, tenía el presentimiento de que algo no estaba yendo bien del todo, incluso alcanzó a reconocer a tres hombres con los que comenzaban a coincidir en los bares con más frecuencia de la habitual.
Si bien, los buenos resultados seguían llegando y la vida les sonreía. Tanto que Carlos nunca abandonó la vida de excesos a la que tanto cariño tenía. De hecho, ese discurso de apología de la droga que Andrés se sabía de memoria, terminó por volverse en su contra, al menos esa fue la versión del forense.
El suceso que a todos los que acudieron al entierro les había llegado desde la prensa local fue una triste muerte por sobredosis. Sin embargo, Andrés podía observar allí que algunos de los presentes sabían que la realidad era distinta. El hermano de Carlos veía cómo absolutos reptiles rodeaban su ataúd. Sin sentimientos algunos, observando a un amigo que se había convertido en presa. “Bien valdrían para actores”, pensaba Andrés, mientras veía caer por sus rostros lagrimas vacías que hacían esconder sonrisas de regocijo.
Él había sido testigo de todo y era perfectamente conocedor de que el forense había sido el primero en mentir en sus palabras. La noche en que murió Carlos, Andrés estaba con él, nadie podía intentar siquiera rebatirle lo ocurrido, pues presenció cómo exhalaba sus últimos alientos en el suelo de un pub.
Era una noche de esas en las que llegaban a sentir nerviosismo porque encontraban caras que reconocían a su alrededor, y no precisamente de amistades. Aquella noche habían cenado en uno de los bares de la conocida zona del bulevar de Jaén y optaron por subir a tomar una copa a la plaza del Pósito. Nada terminaba de encontrarse del todo bien cuando entraron al pub. A pesar de ello, obviaron sus presentimientos y tomaron asiento. Antes de pedir, Carlos acudió al cuarto de baño. Andrés sabía de sobra a lo que iba, ya ni mostraba intención de frenarle.
Les tomaron nota al volver Carlos, que se encontraba, como de costumbre, en buenas condiciones. Sí, le gustaba la marcha, pero sabía poner límites. “Andrés, tú un Ginson con limón, ¿no? Para mí un Lendrix, también con limón, por favor”, pidió al camarero, un tanto desorientado, podía verse que era su primer o segundo día.
Ambos hermanos continuaron su conversación, estaban pasando buena noche. Hasta que Carlos bebió su tercer trago y la garganta se le cerró por completo. No hubo tiempo a que llegara la ambulancia, la asfixia fue absoluta, muriendo en los brazos de Andrés, que alcanzó a ver cómo dos de las caras que encontraba últimamente allá donde iban, abandonaban el pub como si nada hubiera ocurrido.
Así se encontraba allí en el entierro, aguantando una tremenda rabia al observar los falsos respetos que mostraban a su hermano y cómo las palabras de cariño que le dedicaban eran discursos baratos probablemente copiados de internet.
Aquella noche se hizo larga para Andrés, el recuerdo de su hermano yéndose en sus brazos le impedía dormir. Sin embargo, más allá de ello, había algo a lo podía parar de dar vueltas a la cabeza mientras comía unas tostadas bañadas en el aceite de oliva que su almazara prepara: ¿por qué querían matarlo a él?
Una y otra vez, sentado en la silla de la cocina, revivía el momento en el que ese camarero, que veían por primera vez en aquel pub al que tanto acudían, llevó las copas a la mesa. “Perdona, no nos queda Ginson, te he traído Tanco, es parecido”, le dijo sin dar opción de réplica a Andrés, pues se marchó rápidamente al dejar las copas ante la llamada de otra mesa.
Carlos, que no le veía convencido al no tomar trago, le preguntó si no le hacía gracia. “Es que lo de parecido no sé yo de dónde se lo saca”, comentó Andrés, “es bastante más fuerte”. “Bueno, el Lendrix te gusta, ¿no? Tomate la mía, no me importa”, le dijo Carlos cambiando las copas, sin saber lo que estaba por venir.
Muchas incógnitas le surgían ahora a Andrés, estaba seguro de que no había intención de su hermano de matarle para quedarse con la almazara, si no, ¿para qué cambiar las copas si estaba envenenada? Era obvio que iban a por él, por lo que la respuesta giraba ahora en torno al aceite, pensaba mientras observaba caer el rico virgen extra sobre las tostadas.