
15. Flores de olivo
Siempre a la misma hora y bajo la sombra de aquel olivo milenario como testigo. Ese, que nos cobijaba y guardaba nuestro secreto, ese, que extendía su copa, nos abrazaba, detenía el tiempo y actuaba como cómplice de sus amantes. Ellos le susurraban y mostraban sus intimidades a aquel imponente arbusto, éste, escuchaba e iluminaba su pasión vespertina ante tanto jolgorio, todo, bajo aquel imponente paraguas verde lleno de vida y amor. Hablábamos del futuro: nuestros hijos venideros, nuestra casa a orillas del río, cómo contárselo a mi padre, su ilusión por ser militar, su ansia por ir a aquella guerra despiadada, nuestra vejez juntos y enamorados como el primer día; demasiada ingenuidad e inocencia entre dos olivos entrelazados.
Cuando oíamos voces llamándome, nos vestíamos con presura y nos dábamos el último beso del día, entonces, en cuclillas, veías como descendía por el valle y llegaba a casa. Por la noche, antes de irme a dormir, te imaginaba, inventaba historias para verte al día siguiente y evitar tu inminente salida para cumplir tu sueño de miliciano.
Él, jornalero, impulsivo y soñador. Yo, poderosa, enamorada y realista. Sabía lo que significaba jugar a ser soldado y conocía los riesgos de nuestro amor. Un caluroso quince de julio, él, partió rumbo a la trinchera, despedí a mi capitán, debajo de nuestro olivo, con los honores que se merecía, le di mi amuleto de la suerte, pero sabía que no volvería a verlo, lo presentía. Un diez de mayo, regresó, lo recibieron millones de flores de olivo, el árbol de la paz. Él, yace a la sombra de nuestro olivo milenario, donde él quería. Yo y nuestro hijo lo visitamos todos los días diez de cada mes. Hasta siempre, soldadito de madera de olivo.