147. La nana y el cielo

Fxjorge

 

(Yo los veía aparecer cada invierno. Madre Teresa los esperaba abriendo el gran
portón de madera cuando escuchaba el sonido de un coche subir por la empinada cuesta
de la aldea. Y padre Félix, sentado en una pequeña silla de esparto, fumaba un cigarrillo
liado con su mano temblorosa en la calle, tranquilamente, como quién no espera a nadie,
pero atento a todo con sus ojos entreabiertos. De un pequeño coche aparecían personas
y bajaban el equipaje. Se introducían en la casa grande y después venían a verme.
Abrían el corral y se acercaban a mí. Los gallos y gallinas saltaban entre la leña y se
mantenían nerviosos, inquietos, pero yo permanecía tranquila, expectante, esperando
saludarles. Padre Félix les abría la puerta, un triste cerrojo corredero era todo lo que
protegía el corral. Y entonces me saludaban).
Aquel invierno parecía más frío de lo normal y la chimenea se entretenía quemando
leña de olivo sin descanso. Desayunamos leche con bizcocho, y subimos a las
habitaciones de la cámara para dejar el equipaje y cambiarnos de ropa. Había sido un
largo viaje en un viejo trasto donde Jorge Negrete repetía sus canciones una y otra vez.
Nos vestimos con la ropa vieja de faena que aún conservaba los manchurrones de jugo
de aceituna del año pasado que sacamos de un viejo baúl y buscamos los mantones y
varas entre los trastos apilados de la cámara. Después sacamos los bártulos al patio
floreado donde todo lo cobijaba el viejo almez.
(La parcela de olivas a la que iríamos se encontraba cercana. Me cubrían con la
albarda y me ponían el cabestro y el ronzal. Cuando estuve preparada salí del corral y
cargaban sobre mí: alforjas, mantones, sacos de esparto y espuertas. Nos dirigíamos a
los huertos por el camino viejo, unas pocas olivas nos esperaban ansiosas de cosechar
sus apreciados frutos. Yo conocía perfectamente el camino viejo, era pedregoso y
cuesta abajo. Padre Félix me lo enseñó un día y siempre lo recordé. Yo sola caminaba
por el trecho sin ronzal. Descargaban el hato en la primera oliva donde está el mojón y
me dejaban cerca de la alberca y el cortijillo a mis anchas, para que pudiera mordisquear
las hierbas que se me antojaran. Más tarde, mirando de reojo observé que ya estaban
preparados algunos sacos repletos de aceitunas. Vendrán a por mí y me cargarán. Y así
sucedió, el niño de la familia estiró del ronzal y me acercó al surco. Los padres alzaron
un primer saco que el chico sujetaba por el otro lado para que no se cayese. Después,
un segundo saco que no me hizo ninguna gracia porque pesaba más que el anterior y
desequilibraba la carga. Ataron ambos sacos a mi barriga y estiraron fuerte hasta que
quedaron bien sujetos. Otro saco medio lleno se dejó caer también sobre mi espalda,
entremedias de los anteriores. Algo tambaleante estiré las patas y caminé por el sendero
y aunque la carga era pesada y volvíamos cuesta arriba pude con ella).
Aunque la Nana era fuerte, subió por el camino viejo con dificultad hasta llegar a las
primeras casas de la aldea.
-Paremos en el pilón –le dije a mi padre.
-Después, cuando volvamos.
Llevamos la aceituna hasta el portón de la casa de mis abuelos y allí la dejamos caer.
Padre Félix tenía preparada la criba para limpiarla. Y con una pequeña espuerta
distribuía el fruto por las rejillas que rodaba entre las varillas de madera con hendiduras
por donde caían las hojas verdes, marrones y amarillas. Piedrecitas, hojas y palotes se
amontonaban en un montoncito de residuos.
Monté en la Nana y mi padre estiró del ronzal, nos acercábamos de nuevo a los
huertos y fue entonces cuando paramos en el pilón donde bebió agua en abundancia.
Nuevamente bajamos por el camino viejo que rodeaba el pueblo y cuando llegamos, ya
estaban recogidos los mantones y espuertas. Bajé de la Nana de un salto y mi padre
empezó a organizar el hato. Cuando llegamos a casa madre Teresa tenía un buen
puchero de habichuelas con morcilla y tocino que había permanecido al fuego
lentamente durante todo el día. Yo previamente, me restregué las manos con aceitunas
que impregnaron la carne de un color morado y lila. Y un tanto aceitosas se las enseñé
a mi abuela que me increpó para que fuera a lavármelas con detergente a la pila del
patio del almez a la vez que me abrazaba de lo bien que había trabajado esa tarde.
(A mí me acercó al corral el padre; me quitó la albarda y el cabezal, me introdujo en
los pesebres y allí vació un capazo con avena sobre la paja cortada. Estaba cansada y
aunque trituré despacio la cena, pronto me tumbé sobre mi lecho y algo de estiércol. Un
gallo americano se acercó a la puerta y casi le doy una patada de lo pesado que era. Más
tarde padre Félix vino y me dio una palmada en el lomo, se bajó los pantalones y se
puso a cagar cerca de los haces apilados de leña y ramas para quemar).
Cuando acabamos con el puchero de habichuelas, al calor de la lumbre, el sueño se
apoderó de nosotros, pero era tan temprano, que decidimos sacar las cartas y jugar un
poco a la brisca. Mi padre sacó una botella de mistela que elaboraba madre Teresa de la
alacena que se encontraba debajo de la escalera y con un vasito de nada nos pusimos a
dormitar sobre las pequeñas sillas de madera y esparto, hasta que mi madre indicó que
nos acostáramos en los catres con colchones lana de oveja.
A la mañana siguiente nos despertaron temprano. Padre Félix ya estaba deambulando
por el patio del viejo almez con su cigarrillo en la mano tras desayunar leche mezclada
con un huevo crudo todo bien batido en un vaso. Ya preparó a la Nana que permanecía
en el corral expectante. Madre Teresa nos obsequiaba con unos mantecados riquísimos
y un trago de mistela para que entráramos en calor. La mañana era fría y nos vestimos
con tanta ropa que parecíamos esquimales. Cargamos los “apechusques” en la Nana y
salimos camino abajo hacia el puente del arroyo. Caminábamos ateridos por el frescor
de la mañana y unas nubes bajas nos saludaban con sus gotas de agua sobre el rostro.
(Yo caminaba despacio, conocía el terreno perfectamente y aunque permanecía
callada, los observaba ascender en fila india cuando accedimos a un estrecho camino
que serpenteaba las montañas en zigzag para evitar la pendiente. Los sacos, las
espuertas, las alforjas con los víveres, los mantones, permanecían perfectamente
agarrados a mis lomos pero con el vaivén de mis pasos se movían acompasados en un
ritmo lento, triste, aterido, y cruzábamos los olivares de aquella sierra entre pinos,
romeros y madroños).
Nosotros estuvimos recogiendo aceituna todo el día, mis padres se ocupaban de
extender los mantones y varear el olivar. El terreno era escarpado, aunque un arroyo con
un hilo de agua muy tenue recorría la finca y la dividía en otra parte más llana, donde
se podía pisotear el barro. Me dejaron hacer una lumbre con unos palos secos y unos
trozos de periódico que señalaban la reciente muerte de un tal Carrero Blanco. Y recorrí
la parte alta donde los olivos se juntaban con los pinos y el monte. Me gustaba
esconderme por allí o saltar sobre un montón de piedras vestigio de una vieja calera en
desuso. La Nana permanecía suelta, retozando a su antojo por entre las matas
mordisqueando por allí y por allá los matorrales. Se lo había merecido y me gustaba
verla transitar libremente por el campo.
(Espero que ese pájaro que revolotea por mis orejas no me provoque soltar coces
porque me está poniendo un poco nerviosa. Mientras me dejen tranquila no rebuznaré.
Ya huele a carne quemada en el fuego porque ellos también tendrán que comer. Yo
desconozco lo que estoy comiendo porque me está sentando fatal y no hay nada como el
pienso que me ponen en la cuadra: cebada, centeno o trigo. Las panochas de maíz
también me gustan, pero me conformaré con cualquier forraje tierno que no contenga
espinas porque me dañan los labios al masticar).
No hay nada como el tocino fresco pasado por el fuego en el campo. Aunque se haya
impregnado de ceniza esta le ha dado un toque exquisito que no la desmejora. La bota
con algo de vino y gaseosa la pasamos de mano en mano para que no pare de rodar.
A media mañana vino padre Félix, más rezagado por su edad, y se ha acercado a
comer con nosotros, después descansaremos un poco. Hemos recogido algunos sacos de
aceituna al vuelo y otros con las espuertas arrastrándonos debajo de los troncos entre las
piedras de esta pedregosa finca. Vimos alguna rapaz sobrevolar los montes y multitud
de pájaros pintorescos llenos de colores. Hasta descubrimos unas huellas de jabalí en el
barro que forma el arroyo en la parte llana y otros agujeros de alimañas. El mediodía
trajo algún rayo de calor que nos hará tumbarnos un poco en los sacos vacios de esparto.
(Me he tumbado en un surco porque no me encuentro nada bien. Estaré un rato así a
ver si se me pasa. He bebido agua pero el estómago me dice que algo no anda bien.
Temo que permaneceré postrada hasta que digan de irnos, pero no sé si podré cargar con
algo más que no sea mi propio cuerpo y la albarda. Me encuentro muy cansada y
pesada. Parece que no me podré levantar tan ágil como quisieran verme).
Padre Félix se ha acercado a la Nana. La hemos visto tumbarse y nos ha parecido
algo raro. Dice que no sabe qué le pasa pero que es muy mayor y estará cansada. Le ha
mirado la boca y le ha presionado el vientre. Le ha pedido a mi madre un poco de aceite
de oliva y ella le ha dado un bote pequeño que ha sacado de las alforjas. Ha conseguido
ponerla a cuatro patas y se colocó un trapo liado en la mano derecha impregnado en
aceite de oliva. No sé qué piensa hacer pero llamó a mi padre para que le ayudara a
sujetarle las patas a la burra.
(Cada vez me encuentro peor y estas personas se acercan a verme. La cabeza me gira
y da vueltas sin parar. No puedo mantenerme a cuatro patas como quisieran ellos.
Seguro que van a ayudarme, pero lo mejor sería que me dejaran un tiempo tranquila a
ver si se me pasa. No tengo claro si es ayuda o me quieren hacer daño, aunque no suelen
tratarme mal puede que se hayan dado cuenta que ya no sirvo para trabajar y que estoy
cansada y vieja. La caminata con los bártulos pesados cuesta arriba no ha sido nada
halagüeña. Espero que no quieran bajar sacos de aceituna esta noche porque sería una
locura cargar con peso en el estado en el que estoy).
Y lo hicieron, padre Félix le introdujo su mano derecha liada en un trapo impregnado
en aceite de oliva por el ano de la Nana y mientras mis padres la tranquilizaban, esta
soltó las patas traseras de tal forma que hizo saltar a mi abuelo y retroceder unos pasos
hacia atrás cayendo sobre la cuesta empedrada.
-¡Mala bestia! –exclamó enfurecido.
Todos corrimos para ayudarle mientras la Nana salió disparada corriendo hacia el
monte. Mi abuelo se encontraba aturdido pero, por suerte, no había recibido ningún
golpe, solamente al caer colocó la mano en una zarza cercana arañándose el brazo. La
Nana pronto trotó por la montaña y allí, al poco tiempo, empezó a defecar como si no
hubiera un mañana.
-Ya está mejor la “jodía”–sentenció padre Félix.
(Me han producido dolor, pero parece que estoy mejor, me tumbaré un poco en la
camada a ver si se me olvida lo que esta gente me ha hecho pasar. Aunque me encuentro
más suelta del estómago porque hace un momento me producía retortijones y espasmos.
Y esperaré a ver si nos vamos al pueblo).
Cuando acabamos, recogimos todo y buscamos a la Nana. Mi padre le acarició el
cuello y la tranquilizó lo que pudo para nuevamente cargarla. Hoy no le echaremos
ningún saco de aceituna, comentó. No está la burra como para cargar con nada que no
sean sus propios huesos. Y bajamos el camino de regreso buscando el sendero que ya
conocíamos entre las olivas, los pinos y romeros.
Al llegar, enseñé nuevamente las manos a mi abuela que previamente me había
restregado con unas aceitunas. Y me envío a la pila del patio del almez, no sin antes
llenármelas de polvos blanquecinos con puntitos azules de detergente.
Ya estaba preparado el cocido desde las doce de la mañana y allí estaba el puchero
vigilado por el morillo entre las ascuas de olivo. Teníamos hambre pero también
estábamos tan cansados que hoy no habría brisca. Eso sí, padre Félix contó la anécdota
de la Nana a lo que mi abuela exclamo:
-La Nana está ya “pa´ fenecer” –y añadió. No durará mucho.
Pero la Nana estaba descansando tranquilamente en su cuadra, rodeada de los gallos
y gallinas, bien alimentada en su pesebre y, aunque un poco aturdida, alguien dijo que
por la mañana estaría mejor porque ya había soltado al diablo que llevaba dentro de las
tripas. Y que el aceite de oliva, no solo servía para mojar pan, si no que era tan
benefactor, que hasta curaba los males de estómago de las bestias. Así aprendí que algo
tan sencillo había puesto remedio al mal del animal y le había salvado de visitar al
veterinario que, probablemente, hubiese recetado que la Nana ya estaba para hacer con
ella un buen salchichón de carne de asno.
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Pero años más tarde, como todos los inviernos, volvimos a la recolección de aceituna
y observamos que la burra ya no era lo que era. Su vida había sido dura desde que
siendo joven labraba las olivas con otra mula de un vecino con la que hacían yunta,
desde que cargaba hasta tres sacos de pesada aceituna o haces de ramas y leña con mi
abuelo o los cántaros de agua con las aguaderas. Ya su trote eran pasitos cortos y
aunque soportaba el peso, daba la sensación de que en cualquier momento se podría
caer y no se levantaría. Y aún así, subimos al olivar de un cerro perdido con ella y nos
volvió a guiar con suma maestría por los caminos bifurcados donde cualquiera se
hubiese perdido. Padre Félix ya no subió con nosotros. Estaba tan mayor y cansado
como la Nana o más y sus pasos ahora apoyados en un garrote eran torpes y lentos.
Además su visión había mermado bastante y se limitaba a sentarse en la pequeña silla
de esparto en la entrada de la casa, liar un cigarrillo del tabaco que él mismo cultivaba y
a mover las manos sin cesar de la enfermedad que paulatinamente le consumía.
Pero cuando salimos por la puerta del corral con la Nana para dirigirnos al campo,
intentando abrir sus ojos entreabiertos exclamo:
-Si le pasa algo no la traigáis, que se quede allí –sentenció.
Observamos que la burra alcanzó la cumbre cansinamente con sus cuatro patas. Le
estirábamos del ronzal despacio y a duras penas soportaba la carga. Tuvimos un día
bueno de aceituna. Mis padres habían trabajado duro con las varas y los pesados
mantones. Mis hermanas habían trabajado duro con las espuertas. Y yo pasé mucho
tiempo con la Nana porque se había sentado en la tierra y su mirada ya no era la que era.
Parecía querer decirme algo, pero yo me limitaba a acariciar sus crines y darle de comer
mondaduras de naranja.
-Déjala ya –me increpó mi padre.
Y tuve que abandonarla y acompañar a mi familia, cuando estos bajaban sendero
abajo, cargados con los mantones y las alforjas. Unos cuervos vinieron a nuestro
encuentro y mi padre les lanzó piedras. Volvimos la vista atrás y observamos que la
Nana se había estirado en el clareo entre dos hileras de olivos, allí donde la verde copa
de uno de ellos la resguardaba. Entonces observamos una rapaz sobrevolar por los
montes sobre el azul del cielo. Y bajo el azul del cielo la Nana se desplomó
descansando por última vez porque poco a poco perdía el conocimiento.
(Ya estoy aquí tirada. Parece que me han abandonado a mi suerte, pero me encuentro
tan, tan cansada, que no tendría fuerzas ni para rebuznar. Me tumbé porque me fallaron
las fuerzas y creo que la muerte se acerca a por mí porque solo veo tinieblas y se me
cierran los ojos. Está atardeciendo y observo a pequeños roedores que vienen a
saludarme. Ellos ya se marcharon camino abajo. No les guardo rencor porque es ley de
vida y me trataron bien a su lado. Tal vez sea mejor que me quede quieta y espere a que
anochezca. Creo que cerraré los ojos mientras tanto, pero antes intentaré rebuznar como
cuando era joven y briosa para despedirme de la vida).
Y así lo hizo y aquel alarido de muerte sonó como un estruendo entre las montañas
que todos pudimos escuchar cuando bajábamos al atardecer por los senderos.
Mi padre simplemente exclamó:
-¡Ya!
Mi madre abrazó a mis hermanas. Y yo, que en ese momento me quedaba rezagado,
tuve que sentarme y ponerme a llorar bajo el cielo y la Nana.
Pd-Durante muchos años perduraron los restos de los huesos esparcidos en el olivar
por las alimañas del monte. Al final fueron desechos y convertidos en polvo por el paso
del tiempo pero retenidos en nuestra memoria para siempre.