144. Un buen regalo
Soltó el bolígrafo, se quitó sus inseparables gafas “de cerca”, tomó un sorbo de cerveza y empujó su cuaderno hacia mí, deslizándolo con cuidado por la mesa. Supuse que era otro de sus intentos poéticos, intento porque las musas le eran absolutamente esquivas. Giré el cartapacio hacia mí, solo vi una estrofa:
Bajo tu sombra, imponente olivo,
un merecido descanso me tomé.
Sí, al varear con denuedo, me forcé…
para mi edad, esfuerzo prohibitivo.
No pude contener una estentórea carcajada. Mi amigo, llegado desde el norte para conocer mi tierra, me miró entre ofendido y avergonzado. Sofoqué a duras penas nuevas risas y tuve que confesarle que había sido todo uno leer el último verso y rememorar su cara sudorosa y congestionada, unas horas antes, tras varear ―más bien apalear― un pobre olivo en el oleotour con que le había obsequiado. El soneto había sido su forma de agradecerme haberle hecho sentirse un olivarero más y acceder a tantos secretos de este plateado mar de olivos.
Haciéndose el herido, pero sabiéndose ganador, exigió como reparación a la humillación sufrida otra ración de criadillas y como buen colofón a nuestro paso por las tascas, un Rossini. No pude decirle que no.