144. El guardián de olivo

Germán Gabari Lloréns

 

Como si nada hubiera ocurrido, Ali emprendió su viaje, una mañana más, hacia el corazón de la hacienda. Un anciano olivo se erguía sobre una isleta verde en medio del campo terroso. Bajo sus hojas, una dulce sombra protegía a la niña del agresivo sol de verano. Por los suelos había cientos de artilugios, palos con cuerdas atadas, como arcos, maderas de palé colocadas en forma de pequeña cabaña, en cuyo interior había una manta raída por el tiempo. Allí se sentó Ali, derrotada, como un caballero después de fracasar en un duro asedio. Oliós despertó, un día más, al sentir la dulce respiración de su discípulo. El corpulento olivo crujió, y su rostro cansado se inclinó sobre ella, pero Ali no le miraba. Oliós acercó la corteza de su mano, raspó la mejilla de Alicia. Comprendo que hoy no será un día fácil, dijo el gran olivo. Acostumbrada a la rutina, la joven humana había traído un pedazo de pan cortado por la mitad. Lo elevó, aún sin mirarle. Oliós alcanzó una de sus ramas y seleccionó un puñado de olivas, que prensó en su misma palma y mágicamente goteó aceite sobre el trozo de hogaza que llevaba la niña. En silencio, ella aprovechó ese último desayuno, y no se aventuró a confesar. Necesitaba tiempo, pero no lo tenía.

Alicia supo al instante que sus padres querían contarle algo que iba a detestar. A su vez, ellos sabían que en los últimos dos años, la pequeña había desarrollado una consciencia propia debidamente afilada por la soledad. No podía vivir toda su vida rodeada de olivos, discutieron semanas antes de aquel encuentro, mas el negocio familiar ya no podía esconder la herida mortal que arrastraba desde hacía largo tiempo. Pronto Alicia sería adolescente, su cuerpo cambiaría, su mente se vería azotada por la inseguridad. Cada mañana, Alberto y Gisela temían arrancarle un día más de bienestar en aquellos campos andaluces que fueron su hogar desde que podía recordar. Cuando por fin se sentaron para hablarlo, Alicia parecía haberlo anticipado todo. Hacía días que sus padres emprendieron la ardua tarea de recoger la casa, la granja y la fábrica. Cada mañana, cuando se adentraba entre los olivos para reencontrarse con su mejor amigo Oliós, no se cruzaba con su padre en la fábrica como era costumbre, y el molino de martillos, en silencio, subrayaba esa ausencia. Tampoco le acompañaba la presencia de su madre en el campo, pues hacía tiempo que no se recogían las olivas y la tierra se sentía aceitosa al pasar. Cuando Alberto y Gisela confirmaron que iban a vender la finca, Alicia no se estremeció. Sabía que algún día llegaría el momento. Pero viviremos en Córdoba, decía su madre, en la ciudad. Allí conocerás a más niños. Yo solo quiero estar aquí, con Oliós, repetía la pequeña. Él le había enseñado todo cuanto sabía. Era como un hermano mayor.

No quisieron decírmelo hasta que se escurrió el tiempo, confesó al día siguiente, y ahora no voy a poder despedirme de ti debidamente. Conmovido, Oliós se acomodó de nuevo en su escaño centenario. Buscó las palabras que pudieran reconfortarla, como siempre había hecho, pero el discurso de Alicia sugería que los tiempos dorados de aquel lugar llegaban a su fin. Narró la historia de su bisabuelo una vez más, quien dejaría caer una semilla en ese lugar más de cien años atrás, cuando el ancestro no era más que un niño. Oliós había sido desde entonces el protector del linaje de los Ruiz, nobles artesanos del mejor aceite de oliva andaluz. El inmemorial tallo de olivo pareció suspirar. Alicia le confesó que pasarían a vivir en Córdoba, la gran ciudad. Oliós comprendió que aquello era un salto enorme. Tu bisabuelo, decía Oliós, se asustó al verme, igual que sucedió el día que nos conocimos tú y yo. ¿Recuerdas temerme? Alicia asintió con timidez. Rescata esa sensación perdida y compárala con lo que sientes ahora, pues ambas son reminiscencias de un miedo mayor, el miedo al cambio, al propio tiempo. Ojalá ser un árbol también, declaró la niña, ser inamovible, como tú. El anciano esgrimió una terca sonrisa. Por contra, dijo, yo desearía ser como tú y poder usar mis veloces patitas para correr y correr, para viajar más allá de este lugar. Alicia le dedicó un gesto confuso. ¿Cómo podía desear abandonar el paraíso? El valle era un diminuto reino escondido en una bolita de cristal cuyos límites siempre fueron las colinas por donde se escapaba la vista. Y en ese mundo de juguete, Oliós era el centro de todo.

Pronto llegaría la hora del almuerzo y Alicia se mostró reticente a partir pese a la insistencia de su gran amigo. Al final, llegó Gisela hasta ella, cansada, arrastrando en sí una terrible mañana de mudanza. Oliós optó por ocultarse, pues la madre ya no podía verle. Alicia se preguntó si Gisela, descendiente directa de Ramón Ruiz, compartió sus días con Oliós como lo hacía ella. Gisela no mostró enfado. Sabía que era un momento terrible para su joven hija, que debía abandonar todo cuando había conocido. Alzó su mirada hacia el viejo olivo bajo el cuál Alicia había forjado su infancia. En ese instante, la niña creyó ver el poder del recuerdo en los ojos de su cansada madre.

Por la tarde, Ali tuvo que recoger su cuarto, empaquetando sus cosas en pequeñas cajitas de cartón. Sobre ellas, escribía con un rotulador verde un numerito que le ayudaría a reconocerlas cuando llegara a la nueva casa. Se preguntaba cómo sería. En su mente se dibujó una claustrofóbica cabaña gris, encajonada entre edificios más grandes, cuya puerta parecía ocupar toda la fachada. Era un hoyo, una tumba. Sacudió la cabeza y cayó rendida del cansancio. Cuando Alberto se asomó a su habitación, ya estaba dormida. Fue como una puñalada en el corazón. La imagen que tantas noches se había plasmado en sus retinas, la de su pequeña hija dentro de una enorme habitación decorada, contrastaba con el vacío que se pegaba a las paredes. Y una torre de cajas de cartón de variada estatura ocupaba el centro de la estancia. Esa noche tanto Gisela como Alberto fueron sacudidos por una pesadilla, pero jamás llegaron a confesarlo. Los miedos de los adultos se enquistan. Por contra, Alicia cayó en un profundo sueño que reparó sus huesos y le dotó de la fuerza que necesitaría para despedirse de Oliós al día siguiente.

Un día más, el último, la pequeña se adentró en el corazón de la finca. Oliós ya estaba despierto. No quería perderse nada. Al acercarse, Alicia acarició su cansado tronco. ¿Por qué tus hermanos y hermanas no despiertan nunca? El viejo olivo apretó la corteza de sus labios. Créeme, respondió, ahora mismo lloran. Alicia, conmovida, volvió a darse la vuelta y solo pudo sentir el canto del viento entre un millar de hojas. A sus ojos, aquel lugar rebosante de vida parecía ya un cementerio, una procesión silenciosa. No se sentía preparada para viajar al bullicioso mundo de los humanos. Alicia descubrió esa mañana que no sabía decir adiós. En su interior parecía albergar la ridícula esperanza de volver, algún día, por tarde que fuera. Un abrazo, aún fuerte, se sentía como una débil conclusión para tantos años de amistad. Oliós se alegró de que la chica no volviera la vista atrás. Prefirió que no le viera llorar. ¿Quiénes serían sus siguientes amos? ¿Cómo podía imaginar una vida sin los Ruiz? El cansancio se apoderó de su médula y se sentó de nuevo, quizá por última vez en mucho tiempo.

El camión había partido, y ya solo quedaban las cajas de Alicia por meter en el maletero del coche. Esperaron hasta el final, como si sus pequeñas pertenencias se resistieran a abandonar el lugar como hacía ella. Ella estaba paralizada, inerte. Aún albergaba esa quimérica esperanza en su interior que le susurraba “volverás”. Fantaseó con que sus padres le decían que ella podía quedarse para siempre. Alberto se acercó hasta ella. Todo estaba listo. Pronto llegarán los compradores, dijo su padre, quizá quieres dar un último paseo por la casa. Alicia negó rotundamente. Sus coletitas se sacudieron como látigos enfurecidos. Abrazaba su almohada, olía bien, y eso la mantenía tranquila. Era el olor de los sueños, y también su escudo contra las pesadillas. Apretó los párpados y pidió a los cielos que todo aquello no fuese más que una ensoñación. El aullido de un motor le obligó a volver a la realidad. Los compradores habían llegado. Era una furgoneta serigrafiada. Frunció el ceño. De su interior desembarcaron unos hombres bien vestidos, con manos finas e indignas de un trabajador del campo, rostros impolutos, cabellos engominados. Resultó evidente a simple vista que algo no encajaba. Comprendió que esos hombres no buscaban perseguir el negocio familiar. Horrorizada, plasmó en sus ojos la imagen de su padre, que le estrechaba la mano un empresario trajeado y a sus espaldas brillaba el logo de Energías Aura sobre el furgón blanco. Era traición, venía el armagedón. Cuando Gisela quiso darse cuenta, la almohada de su hija yacía en el barro, frente a la entrada de la casa. En un acto reflejo, la llevó a su nariz e inhaló. Le sobrevino el terror absoluto. ¿A dónde había ido Alicia?

Oliós estaba enroscado sobre sí mismo, y había dejado caer todas sus aceitunas. Alicia se detuvo a pocos metros del anciano, buscando recobrar el aliento. Se acercó hasta él y le abrazó. Sorprendido, Oliós giró sobre sí mismo, y el crujido de su corteza pareció reiterar su condición casi antediluviana. El olivo no alcanzaba a entender por qué había vuelto, pero la sabiduría que sólo arrastran los años le garantizó que no debía tratarse de algo bueno. Jadeaba como un perro asustado. Cuando Alicia le confesó lo que había visto, Oliós asintió con severidad. ¿Qué harán con la finca? El anciano no supo cómo responder. La sinceridad sería devastadora. En ese momento comprendió que jamás había usado otro tono que el de la verdad con ella, y quizá aquel debía de ser su primer paso hacia la madurez. Llegarán y arrasarán los campos hasta que solo queden los cielos. Y la tierra quedará inerme y vacía, los peces del río y los animales de la tierra huirán del páramo que se habrá convertido en la tierra del progreso. Pero Alicia sacudía la cabeza. Aquello no podía ser. No puedes permitirlo, dijo, Oliós, no debes permitirlo. El veterano olivo se encogió de hombros, algunas ramas de su cuello y espalda se quebraron. Debes luchar Oliós. Debes hacerle frente a esas personas. Él solo podía sonreir. ¿Pero no ves pequeña que luchar es lo tuyo? Yo soy estatismo, soy eternidad, tú eres juventud, eres la primavera. Viajarás lejos y conocerás el orbe. Alicia abandonó el altar arbóreo de Oliós llena de ira. Y lo último que el anciano supo fue que la había decepcionado. Los Ruiz abandonarían la hacienda sin mirar atrás, y en ese instante, la propiedad cayó en las garras de Energías Aura. Desde su trono, el vetusto olivo podía escuchar cómo se derrumbaba la casa y la fábrica, y en sus raíces sentía como todos los seres de la tierra reptaban para cobijarse bajo el domo de sus hojas. El miedo había invadido la hacienda, pero Oliós, anclado a la tierra, se sabía incapaz de tomar partido en la matanza. Pasaron los días y pronto empezó a escuchar los llantos de sus hermanos y hermanas, y se volvió insoportable. Finalmente, el añejo olivo se agarró a un mástil de madera que trajo la pequeña Alicia tiempo atrás, y lo usó como bastón. Hizo acopio de todas sus fuerzas hasta que logró arrancarse de sus propias raíces. Al fin, el viejo olivo pudo caminar. Al principio, el mero hecho de ver cómo el mundo se movía a su alrededor le suscitó unas terribles náuseas. Pronto se dió cuenta de que la magia que le rodeaba era producto de su andar. Aquello que había sido un grave telón durante toda su vida se escurría como un pequeño escenario por el que podía avanzar. Se arrastró con ayuda de su cetro por uno de los pasillos, aquel por el que siempre venía Alicia, y Gisela antes que ella, su padre Mateo y Ramón, el primero de los Ruiz. Cuatro generaciones habían confiado en él. Y la menor, la última, le suplicó que protegiera todo cuando habían creado. Oliós se arrastraba pese a su dolor. Qué sufrimiento le provocaba llevar a cabo lo que para ella era natural, pensó. Los Ruiz le habían dado un hogar, y ahora devolvería el favor.

Cuando los trabajadores entre los escombros de la fábrica vieron emerger a un gigantesco árbol, pensaron que se trataba de el humo movido por el viento. Pronto se percataron de que un olivo de ocho metros de altura caminaba hacia ellos, armado con un enorme bastón de madera.

Alicia creció en Córdoba, y allí conoció también la felicidad. Adhirió nuevos rostros a su elenco y cuando sobrevino la adolescencia, agradeció la compañía de otras chicas de su edad. Sin embargo, no podía dejar atrás el eterno recuerdo del viejo olivo que había sido como un abuelo para ella. Y cada día desayunaba el mismo pan con aceite reservado únicamente para ella, en botellas que su padre guardó de la última decantación que haría en la fábrica, más de diez años atrás. Meses antes de cumplir la mayoría de edad, Alicia había conocido a un chico de origen madrileño que vivía en Córdoba. Cuando supieron que su amor era real, el chico la invitó a la capital para conocer a sus padres y hermanos. Viajaron juntos en autobús, y mientras escuchaba una lista con sus canciones favoritas, creyó reconocer unas montañas doradas desde su ventanilla. Al atravesar dicha frontera, vislumbró un enorme campo plateado, que como una sierra formada con espejos azules, cubría la totalidad del valle. Se estremeció y supo sin dilación cuál había sido el destino de Oliós. El progreso había vencido, una vez más. Mas ella se preguntaba a qué precio. El chico jamás comprendió a qué se debían las lágrimas sordas que percibió a través del reflejo en la ventana. Y en su corazón, Alicia supo que el viejo Oliós no cayó sin luchar.