142. Por la familia
El sol entrando por la ventana. Otro día más, para nada. Desde que se jubiló, hace ya más de ocho años, los días han ido perdiendo su interés. El declive quizás comenzó un poco antes, cuando murió su hijo mayor. Aún le quedaban otros dos, y 4 nietos. A todos los quería con locura, pero conforme pasaba el tiempo se iba sintiendo como una carga innecesaria.
Todo lo que ha podido conseguir en su larga vida lo ha sacrificado por su familia. Ha sido su mayor logro, su sueño hecho realidad. Las decenas de fotos repartidas por las paredes y muebles de su pequeño comedor atesoran momentos inolvidables, y le sirven de resorte todos los días para recordar tiempos más felices. Pero a veces también más duros.
Nació en el sur de España, en un pueblecito cuya existencia giraba en torno a los olivos. Su vida comenzó, sin embargo, cuando se casó. La muerte prematura de sus padres siempre le hizo anhelar la familia que desde pequeño se le negó. Hasta que conoció a su mujer nada tenía sentido, todo le parecía soso. Sin sabor. A partir de entonces lo dulce era más dulce y, como aprendería por las malas, lo amargo más amargo.
Tras años intentándolo, él y su mujer lograron concebir. Gastaron todo lo que tenían en curanderos y charlatanes, pero al final lo consiguieron. Después del primero vinieron dos más, en muy poco tiempo y casi de improviso. Tenían tres hijos, y con el jornal de un aprendiz del maestro de almazara no iba a ser suficiente. Y en la ciudad su mujer podría conseguir también un trabajo. A los treinta años ambos dejaron su vida atrás, por sus hijos. Por su familia.
Pronto consiguió trabajo en un taller mecánico, donde acabó por jubilarse media vida después. Durante muchos años bromeó repitiendo un mantra que ponía en relieve la cruel broma del destino: “el aceite de motor no es tan bueno para las tostadas, pero es lo que hay”. Por su familia.
Hoy, un día más, se calza las sandalias que dejó preparadas anoche a los pies de la cama. Como cada noche, de forma vehemente, para evitar tocar el suelo a toda costa. Años de práctica habían conseguido un récord del que sentirse orgulloso. Él no le daba importancia a este tipo de cosas, su experiencia de más de 30 años en el mismo puesto de trabajo, le había concedido el don de la costumbre y la maldición de la falta de capacidad para sorprenderse.
Después de hacer sus necesidades se lavó profusamente las manos y la cara. Cogió la cuchilla de afeitar de la estantería, y el bote de espuma. Siempre se acordaba de cuando aún usaba brocha y jabón, y cuánto le costó a su hijo convencerle de que la espuma era más práctica. Le costaba cambiar sus hábitos, y aún más si el cambio venía de la mano de otra persona, pero sus hijos siempre han jugado con ventaja para convencerle.
Ya no toma café, por la tensión. Ni le pone sal a las tostadas con aceite del desayuno, pero lo disfruta igual. De todas formas, no se ponía mucha… así que cuando se la prohibieron no le dolió tanto por lo que perdía como por el hecho de que le obligaron. Dejó de cenar un tiempo, para castigar a su médico. Hasta que se dio cuenta de que era más feliz comiendo que impartiendo justicia.
De la cena podía pasar, pero el desayuno no lo perdona nunca. Desde que tiene uso de razón, pocas veces se ha saltado su cita personal con sus raíces. Cualquier trozo de pan le sirve y, gracias a un viejo compañero de trabajo, nunca le ha faltado el aceite de oliva.
Media barra de pan, sobrante de la comida de ayer, ligeramente tostada en una vieja sartén que para pocas cosas más servía. Un vaso de leche, directamente de la nevera. Algunos días completaba el desayuno una pieza de fruta. Una naranja si era temporada. Si no, una manzana o un plátano. Hoy no saca ninguna. Necesita tres viajes a la cocina para prepararlo todo, dejando para el final la pequeña aceitera que rellenaba religiosamente cada noche, antes de acostarse. Le daba para el desayuno, y para el pequeño cuenco de ensalada que a veces le acompañaba a la hora de comer. Como parte del ritual también ha sacado el salero, pero sin ninguna intención de utilizarlo.
Se sienta en su silla, presidiendo una mesa que prácticamente llena el pequeño comedor. Esa mesa que siempre está preparada por si alguno de sus nietos viene de visita. Ese comedor, un templo a toda una vida, lleno de recuerdos. La estantería atesora desde recuerdos de los pocos viajes familiares que ha disfrutado, hasta una enciclopedia animal comprada por fascículos. Inacabada, pues cuando sus hijos perdieron interés en la colección él no vio motivos para seguir. También suele dejar ahí el teléfono móvil, donde antes había tenido el fijo. No repara en él más que un par de veces a la semana, cuando algún hijo o nieto le llama para ver qué tal está. Tampoco le presta mucha más atención a la televisión, que ocupa una pequeña mesita al lado del mueble. La enciende cada mañana, más por costumbre que por interés, y permanece sintonizado el mismo canal hasta bien entrada la tarde, cuando va a la cocina a prepararse la cena.
El olor a pan tostado del desayuno apunto está de saciar su hambre. No lo ha hecho, igual que apuntarte al gimnasio no te hace perder peso inmediatamente. Coge la aceitera, y vierte aceite sobre las tostadas con un par de movimientos, lentos pero seguros.
No le gusta manchar de aceite el plato bajo las tostadas, por lo que pocas veces se excede. Si alguna vez pasa, se levanta una vez más para coger un último trocito de pan con el que rebañar el plato. De las pocas indulgencias que se permite. Mejor eso que desperdiciar una sola gota.
Hoy, nada más terminar de desayunar, le vienen recuerdos del pasado. Intenta no regodearse en ello, aunque siempre tiene presente a los que ya han faltado. Su hermano, que murió en un accidente de coche hace ya más de veinte años. Su mujer, después de una corta pero fulminante convalecencia. Su hijo mayor compartió destino al poco tiempo, volviendo a abrir la herida de su alma cuando apenas había podido sanar.
Se le humedecen los ojos, sin llegar a brotar las lágrimas. En los momentos cotidianos es cuando más los echa de menos. Ya no lloraba por haberlos perdido, por no volver a verlos, sino por no haber exprimido al máximo el tiempo que pasó con ellos.
Siempre ha sido muy orgulloso y cabezón, y desde la privilegiada perspectiva que el tiempo suele proporcionar demasiado tarde, se da cuenta de las cosas que se ha perdido por una causa tan nimia como ha sido el querer tener razón siempre. Aunque muchas de esas batallas estuvieron perdidas desde el principio.
Antes de recoger los restos del desayuno de la mesa, en un gesto que ha convertido en costumbre, echa un vistazo a las fotos que le rodean. Las grandes, colgando de las cuatro paredes, de él y su mujer el día de su boda y de las comuniones de sus hijos. También de las bodas con sus actuales parejas. Tuvo que quitar la de su hijo pequeño cuando se separó de la madre de su nieta, y sustituirla por otra de estudio de “padre e hija” un par de meses después. En la estantería, fotos de grupo en cumpleaños y celebraciones varias. Sin un orden determinado, recorrer sus baldas a menudo le rapta durante largos espacios de tiempo que no puede controlar.
Por lo general después de recoger un poco permanece un rato en el pequeño comedor, dejando que el televisor y sus noticias de la mañana lo enerven. Hoy, sonando de fondo la voz tremendista del presentador enumerando una lista de los datos sobre guerras y catástrofes, se ha quedado prácticamente embobado mirando la foto de la última vez que estuvo con todos sus hijos y nietos. La familia que le queda. Hace más de un año de eso, y le duele que haya pasado tanto. No es que hayan discutido, ni que se lleven mal, simplemente viven sus vidas. Seguro que si él se lo propone, puede organizar algo para volver a juntarse todos. Es un pensamiento recurrente, pero no ha pasado a la acción por miedo a equivocarse. Siempre ha preferido convencerse de que tiene razón a actuar y exponerse a que le golpee la verdad.
Pero a veces un animal de costumbres como él, con el adecuado estímulo y la suficiente fuerza de voluntad, consigue superar sus autoimpuestas limitaciones.
Coge el teléfono, que tiene siempre enchufado porque si no se le descarga, y lo desbloquea como puede. Los dedos le tiemblan mientras busca en la corta agenda del teléfono, pensando a quién llamar primero. Porque ya lo ha decidido, va a llamarles a todos. Sin excepción. Seguro que cae pronto algún cumpleaños, o cualquier excusa familiar. Aunque con algunos se tenga que tragar su orgullo, no piensa cejar en su empeño. Y va a ser por ellos. Por la familia.