140. No te olvides del olivo
Mis compañeros de clase (por nombrarles de alguna manera) me llamaban Aceituno. Supongo que para un crío gordo, despeinado y de tez morena, aquel era un mote original. Ahí comprendí que la maldad, además de ser detestable, también puede ser creativa. Ahora suena a una realidad lejana, casi a una pesadilla que un día coloreó mi alma de un gris triste, pero a veces, cuando estoy solo y lo recuerdo, lloro. Aunque, si soy sincero, también me río. Como os digo, reconozco esa cruel originalidad que brota de los niños cuando apenas saben el dolor que son capaces de causar. Los días que el menú escolar ofrecía aquella repulsiva ensaladilla rusa, tenían su gracia. Volaban aceitunas por el comedor, y la mayoría aterrizaban en mi plato. “¡Aceitunas para el Aceituno!”, gritaban. Ja. Qué gracia.
No tenía muchos amigos, pero sí suficientes. Juanillo y Pedro. Ellos no poseían mote, pero sufrían el hecho de ser amigos del Aceituno.
–Se meten contigo porque te tienen envidia –me decían a modo de consolación.
Sabía que sí. Me envidiaban porque yo tenía el mejor abuelo del mundo. Al salir de clase, siempre venía a buscarme. Con las manos cruzadas tras la espalda, se paseaba de aquí a allá a la espera de que el timbre sacudiese el edificio y los alumnos saliéramos a toda pastilla. Juanillo, Pedro y yo corríamos hacia él y nos fundíamos en un abrazo. No eran sus nietos, pero les quería tanto que así lo parecía.
–¿Qué nos vas a enseñar hoy, abuelo? –le preguntaba con una curiosidad insaciable.
–¿Os apetece aprender de mitología griega?
Aquella respuesta siempre nos llenaba, era nuestro tema favorito. Cada tarde la dedicaba a enseñarnos un dios o una leyenda nueva. Con las mochilas rebotando en nuestra espalda, a paso alegre, caminábamos unos metros por delante. Él trataba de seguir nuestro ritmo, pero su pequeña figura encogida no le permitía gozar de demasiada velocidad.
–¡La Virgen! Id más despacito, que me sofoco.
Nos reíamos y enseguida reducíamos la marcha. Atravesábamos la plaza de la Constitución sintiéndonos como en un cuento, de esos con mil historias enrevesadas en los que los protagonistas pasan por quinientas hazañas diferentes. Mengíbar siempre me pareció bonito, y la palma se la llevaba, sin duda, aquella placita. Varios bancos se nos mostraban, apetitosos, bajo la sombra de los árboles, con vistas a la fachada de sillería del ayuntamiento. El abuelo se sentaba en el bordillo de la fuente. De vez en cuando, su cuerpo se tambaleaba sugiriendo una graciosa caída al agua. Nosotros, ensimismados en los relatos que brotaban de su boca, escuchábamos atentamente desde el suelo, sentados con las piernas cruzadas y disfrutando de una exquisita bolsa de pipas con sal.
Hablaba de Zeus, Hera, Poseidón, Ares, Hermes, Afrodita, Atenea, Artemisa… Mencionaba tantos nombres, tantas curiosidades, que resulta imposible relatarlo en estas escasas páginas. Pero, de entre todas aquellas figuras mitológicas, su favorita era, sin duda, Apolo.
–Es un dios muy importante. Es, nada más y nada menos, que el dios de la música y la poesía. Él se encarga del arte.
Su devoción por Apolo se debía, quizá, a su gran amor por la música. No pasaba un solo día sin que acomodara la banqueta frente al piano y acariciara las teclas. Yo, desde el sofá, contemplaba su graciosa chepa y sus movimientos de cabeza. Hacía suyos los nocturnos de Chopin. Las melodías corrían por sus manos con una intensidad casi tangible. Su música me llevaba de aquí a allá, me invitaba a bailar por un viaje de emociones que, en más de una ocasión, me provocó el llanto. No podía evitar imaginar a Apolo, con su característica lira, flotando por encima de su cabeza y regándole la inspiración en silencio.
Mi abuelo no dejó de tocar, ni siquiera cuando el Alzhéimer aterrizó en su vida para teñirla de olvido. Al principio desatendía cosas tontas, insignificantes, como recogerme del colegio o comprarnos pipas, como solía hacer. Un día, sin embargo, me miró a los ojos y supe que no me reconocía.
–Abuelo, ¿también te olvidarás de mí?
Él apretaba muy fuerte los dientes hasta que su rostro casi se unía en un solo pliego.
–No, no, chiquito. Es solo que me hago viejo y me cuesta un poco.
Algunos días me veía llorar. Preocupado, se acercaba rápidamente y me preguntaba qué sucedía. ¿Cómo iba a decirle que su enfermedad me estaba afectando más a mí que a él? Le engañaba (aunque, siendo sinceros, tampoco era del todo una mentira) y respondía que mis compañeros de clase se reían de mí llamándome Aceituno. Me consolaba con un abrazo. Y un día, de pronto, tuvo una idea.
–Vamos a plantar un olivo, así verás la belleza de ese apodo tonto que te han puesto.
Recolectó varias aceitunas y desprendió de ellas la carne, asegurándose de que no quedaban restos. Colocó los huesos en un recipiente con agua y las dejó a remojo durante un día entero. Después, seleccionó los huesos que permanecieron en el fondo y desechó los que se quedaron flotando. Ayudándose con unas pinzas, liberó varias semillas rompiendo la carcasa leñosa.
–Ahora buscamos un envase de vidrio, ponemos algodón, lo humedecemos con agua y colocamos las semillas.
Así planté mi primer arbolito. Juanillo y Pedro venían todos los días a casa, después del colegio, y permanecíamos horas de pie en el jardín, esperando a que creciera. Desde el exterior, se podía escuchar al abuelo tocando a Frédéric Chopin.
–La música le ayudará a crecer rápido –decía.
Pero de aquello también se acabó olvidando. Cada vez que me veía llorar, me preguntaba, de nuevo, qué sucedía. Y yo, una vez más, le repetía que en clase me llamaban Aceituno.
–Vamos a plantar un olivo, así verás la belleza de ese apodo tonto que te han puesto.
Le cogía de la mano y le llevaba al jardín.
–¿Ves, abuelo? Ya lo plantamos el otro día. No te olvides del olivo, no te olvides del olivo…
Suspiraba y reprimía las ganas de llorar. Sabía que algo no iba bien.
–Siento que el pasado se vuelve humo, que soy incapaz de regresar, que ya no recuerdo, solo imagino –lamentaba.
Pasaron los años y él empeoró. Pero continuó tocando el piano, incluso el mismo día que falleció. Espero que, desde arriba, Apolo siga dotándole de inspiración. Lo cierto es que escribo estas memorias sintiéndome eternamente agradecido por todo lo que aprendí del abuelo. A menudo pienso en algo: ojalá pudiera ver lo que desencadenó aquel pequeño olivo que plantamos.
Cuando alcancé la treintena, un arrollador espíritu de emprendimiento se apoderó de mí. Miraba el olivo, en busca de inspiración. Y entonces creé Aceitunas Apolo. Con Juanillo y Pedro como socios, me lancé a la aventura y compré un extenso terreno. Jaén era un buen lugar donde poner en marcha nuestro negocio, ¿no? Nunca lo dudé demasiado. Quizá por eso crecimos rápido y aprendimos tanto.
«Aunque pueden crecer prácticamente en todo tipo de suelos, los olivos los prefieren planos o con pendiente leve, bien drenados y sin humedad excesiva…», ya nos sabíamos la teoría de memoria. Así, poco a poco, nos sumergimos en nuevas inversiones y proyectos. Cuando lo hacíamos, Pedro, Juanillo y yo alzábamos la vista al cielo en una mirada cómplice. Sabíamos que el abuelo nos guiaba.
Recorríamos el terreno hasta casi rozar la infinitud del horizonte. Aquellos niños que en el pasado escuchaban atentamente hazañas sobre héroes y dioses, ahora protagonizaban su propia historia. Y la verdad es que nunca más me molestó el apodo de Aceituno. A veces imaginaba la envidia de mis antiguos compañeros de clase al conocer en qué había derivado aquel estúpido mote. Cuando paseaba por Mengíbar, algunos vecinos me señalaban.
—¿Qué tal van las tierras, Miguelito?
–¡De maravilla, Carmen! Pásate esta tarde y te doy unas aceitunitas, ya verás que buenas.
Cuando el otoño acechaba, el pueblo se peleaba por ayudar en la recogida de la aceituna, a pesar del arduo trabajo que supone.
–Se llaman «aceitunas» porque se cogen de una en una –les explicaba a los niños que también deseaban participar.
Equipado con unos guantes, unas escaleras y varios cubos, les enseñaba a deslizar las manos por las ramas para retirar las olivas.
–Creo que es la mejor técnica, porque así no se dañan. Pero también existen otros métodos, como el vareo –puntualizaba, sintiéndome un maestro exponiendo un tema ante toda la clase.
Al llegar la noche, después de comprobar que todo en la compañía funcionaba correctamente y que los terrenos continuaban rozando el horizonte, siempre hacía lo mismo. Desde la muerte de mi abuelo, adopté una costumbre que sentía como algo similar a un ritual. Me tapaba hasta arriba con una manta, salía al jardín, buscaba las nocturnas de Frédéric Chopin en el móvil y prendía un cigarrillo mientras observaba aquel arbolito que planté con él. «No te olvides del olivo, no te olvides del olivo…», me repetía, al igual que solía hacer con él. Nunca quise dudar de la felicidad que ha tintado mi mundo. Todo lo que tengo y todo lo que soy se lo debo a mi abuelo, que me enseñó que la vida cabe en un árbol, que de todo lo feo puede nacer algo bello, y que la música no es solo DoReMiFaSol. Hoy dibujo nuestra historia contemplando ese primer olivo que plantamos juntos. Y, por si acaso necesita que se lo confirme, suspiro: Mi abuelo murió de olvido, pero no olvidado.