139. Raíces de olivo

Eva Álvarez Rodero

 

Natividad se levantó antes del amanecer, como lo había hecho cada día de los últimos cuarenta años. El frío de la mañana, aún se filtraba por las ventanas de la cocina, mientras preparaba café en la vieja cafetera de hierro que había heredado de su difunta madre, también Natividad. Fuera, las primeras luces del alba se mezclaban con el aroma a tierra húmeda y a olivos, esos árboles eternos que custodiaban el paisaje desde que tenía memoria. El olivar de la familia, ese que había pasado de generación en generación, se extendía hasta el horizonte como un océano verde y plateado. Eran cientos de árboles, cada uno con una historia, cada uno con un vínculo casi sagrado con su vida.

Manolo, su marido, seguía dormido en la pequeña casa de campo que habían construido juntos con tanto esfuerzo. Era un hombre bueno, trabajador, y aunque los años se le notaban en la espalda encorvada y las manos endurecidas, aún mantenía la alegría que le caracterizaba desde joven. A menudo, bromeaba con que si no fuera por el aceite que producían sus olivos, no tendrían ni un euro ahorrado. Pero, detrás de sus chistes, ambos sabían que el olivar era más que un negocio: era el alma de la familia.

Cuando el café estuvo listo, Natividad salió al porche de la casa, su sitio favorito para reflexionar. Se sentó en su vieja mecedora de madera, y mientras bebía pequeños sorbos del café caliente, pensó en su hija, Nati. Hacía unas semanas que había vuelto al pueblo con su nuevo marido, un hombre brasileño llamado Gustavo. Se veían felices, pero había algo en los ojos de Nati que inquietaba a Natividad. No sabía si era nostalgia o una especie de tristeza oculta, pero esa mirada le recordaba a la suya cuando, años atrás, tuvo que elegir entre su vida en la ciudad o regresar al olivar para cuidar de sus padres.

Natividad nunca había querido que Nati sintiera la misma presión. Le había dado la libertad de decidir su futuro, algo que ella misma no había tenido. Sin embargo, siempre había pensado, en algún rincón profundo de su corazón, que su hija algún día se haría cargo del olivar, continuando la tradición familiar. Había invertido tanto tiempo y amor en esos árboles, que le costaba imaginar que pudieran caer en manos de extraños.

De repente, un ruido la sacó de sus pensamientos. La puerta delantera se abrió con suavidad y Nati apareció en el umbral. Llevaba puesta una bata ligera y el pelo recogido en una trenza, igual que cuando era niña. Su hija le sonrió, pero Natividad notó algo diferente en su gesto, algo nervioso.

-Mamá.- dijo Nati, con un tono que Natividad reconoció de inmediato.- ¿Podemos hablar un momento?

-Claro, hija. Siéntate conmigo.- respondió Natividad, indicando la silla a su lado. Nati se sentó y quedó en silencio por un instante, mirando el horizonte. Finalmente, soltó un suspiro y empezó a hablar.

-Mamá, Gustavo y yo hemos estado hablando sobre lo que queremos hacer con nuestras vidas. Brasil es un país con muchas oportunidades, y él tiene familia allá que nos podría ayudar a establecernos. Sabes que he estado soñando con algo así desde hace tiempo.

Natividad asintió lentamente. Sabía que su hija era ambiciosa, que siempre había querido más en la vida que lo que el pequeño pueblo podía ofrecerle. Aún así, lo que Nati expuso a continuación, hizo que su corazón se encogiera.

-Queremos vender los olivares, mamá.- soltó Nati, sin poder evitar que sus manos temblasen.- Con el dinero, podríamos empezar de nuevo en Brasil, comprar una casa allá, montar un negocio… Es lo que Gustavo y yo queremos.

Natividad sintió como si el aire se le escapara del pecho. Se quedó en silencio, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. El olivar, su vida entera, su legado, se desmoronaba en esa simple frase. Todo lo que habían construido, lo que generaciones de su familia habían cuidado con tanto esfuerzo y amor, podría desaparecer para siempre.

-¿Vender los olivares? -preguntó Natividad, con voz temblorosa.- ¿Es eso lo que quieres?

Nati bajó la mirada, incapaz de sostener la de su madre.

-Mamá, sé que es difícil de entender, pero… Los olivos ya no son como antes. Cada vez es más difícil mantener el negocio, y con la competencia de los aceites industriales, es complicado obtener beneficios. Sé que los amas, pero nosotros necesitamos pensar en nuestro futuro.

Natividad se quedó callada. Miró el campo, ese mar de árboles que siempre había sido su refugio. Recordó los días de cosecha, las manos negras de aceite, el aroma del oro líquido fluyendo de la almazara, las historias de sus abuelos sobre cómo esos árboles les habían dado sustento en tiempos de guerra y miseria. Y ahora su hija, su propia sangre, quería deshacerse de todo eso.

-¿Y Manolo sabe de esto? -preguntó Natividad, con la voz rota.

-No… -contestó Nati, avergonzada.- Pensábamos decírselo cuando todo estuviera más encaminado, pero queríamos asegurarnos de que tú estuvieras de acuerdo primero.

Natividad se levantó lentamente de la silla, caminó hacia el borde del porche y miró sus olivos en silencio. Sentía una mezcla de dolor y confusión, pero también algo más profundo, una determinación que creía olvidada. No podía permitir que se vendieran los olivos. No era sólo un negocio, no era sólo dinero. Era su vida, su historia, su legado.

-Nati.- dijo finalmente, girándose para mirar a su hija a los ojos-, no puedes vender los olivares. No entiendes lo que significan. Son más que árboles, son parte de nuestra familia. Tus abuelos, tus bisabuelos, todos trabajaron estas tierras para que tú tuvieras algo que heredar. No es sólo aceite, es nuestra vida. Y si los vendes, estarás dejando atrás una parte de ti misma.

Nati pareció conmoverse por un instante, pero rápidamente recuperó la compostura.

-Mamá, ya no estamos en esos tiempos. El mundo ha cambiado, y nosotros tenemos que cambiar con él. No puedo quedarme aquí y ver cómo se marchitan. No quiero vivir atada a algo que ya no tiene futuro.

-¿Y qué hay de tu padre?- preguntó Natividad, acercándose a ella.- ¿Le vas a decir que el trabajo de su vida no tiene futuro?

Nati se quedó en silencio, mordiéndose los labios. Finalmente, murmuró:

-Sabía que sería difícil decírtelo…

El sonido de la puerta abriéndose bruscamente interrumpió su conversación. Manolo apareció, con la marca de la almohada aún marcada en la cara, pero alerta al oír las últimas palabras.

-¿Qué es lo que sería difícil, Nati?- preguntó, cruzando los brazos.

Nati intentó responder, pero el nudo en su garganta se lo impidió. Natividad dio un paso al frente y se adelantó.

-Manolo, nuestra hija quiere vender los olivos. Quiere irse a Brasil y empezar una nueva vida.

El silencio que siguió fue denso. Manolo miró a Nati y luego a Natividad, y una sombra de tristeza se dibujó en su rostro.

-¿Es eso cierto? -preguntó con suavidad.

Nati asintió con la cabeza, incapaz de mirar a su padre a los ojos.

Manolo suspiró y caminó lentamente hacia el borde del porche, donde tocó con la mano el tronco del viejo olivo que crecía junto a la casa. Era el más antiguo, el que su abuelo había plantado cuando aún era un niño. Manolo acarició la corteza áspera, como si fuera la piel de un ser querido.

-Estos árboles han estado aquí más tiempo que cualquiera de nosotros —pudo vocalizar en voz baja.- Han sobrevivido a guerras, sequías, plagas. Y ahora, porque el mundo cambia, ¿debemos abandonarlos?

Nati, con lágrimas en los ojos, finalmente habló:

-Papá, no es que no los ame. Pero no puedo vivir aquí. No puedo pasar mi vida en este pueblo, en esta finca. No es lo que quiero.

Manolo asintió, comprensivo, pero su tristeza era palpable.

-Hija, no quiero que te sientas atrapada aquí. Si quieres irte a Brasil, vete. Pero no necesitas vender los olivares. Puedes dejárselos a alguien que los cuide, que los valore. Porque estos árboles, esta tierra, son más que dinero.

Natividad se acercó y tomó la mano de su marido. Juntos miraron a Nati, ofreciendo una solución que quizá ella aún no había considerado.

-Puedes tener tu vida allá- añadió Natividad-, pero no hace falta destruir lo que otros construyeron aquí.

Nati, entre sollozos, finalmente entendió. Se abrazó a sus padres y murmuró:

-Lo pensaré. No quería haceros daño, sólo quería un futuro mejor.

-El futuro siempre estará aquí para ti, hija.- respondió Natividad.

Nati permaneció abrazada a sus padres durante un largo rato, tratando de sofocar los sollozos que le brotaban del pecho. Sentía el calor de las manos de Natividad y la firmeza de Manolo, esos dos pilares que siempre habían sido su refugio. Ahora comprendía que las decisiones que había estado considerando, no sólo afectaban a su vida, sino también a la de ellos y a la historia que su familia había tejido durante generaciones. El peso de esa responsabilidad la abrumaba.

Finalmente, se apartó con suavidad, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Sabía que debía pensar con calma, que no podía tomar decisiones impulsivas. Gustavo, su marido, no había presionado para vender los olivos, pero ella había asumido que era la única salida para financiar su sueño de una nueva vida en Brasil. Ahora, comenzaba a dudar.

-Voy a hablar con Gustavo -resolvió Nati con un ssuspiro.- Sé que entenderá lo que significa todo esto para vosotros… Para nosotros. Necesito tiempo para procesarlo.

Manolo asintió y, con una sonrisa paternal, la miró con ternura.

-Tómate el tiempo que necesites, hija. Aquí estaremos, siempre.

Natividad, por su parte, se sentía aliviada de haber hablado abiertamente. Aunque la decisión aún estaba en el aire, al menos Nati comenzaba a entender lo que estaba en juego. El olivar, la tierra, no era sólo un bien que se podía comprar o vender, era una herencia emocional, una conexión viva con el pasado.

Nati se retiró a la casa. Sabía que la conversación con Gustavo no sería fácil, pero era necesaria. Mientras caminaba hacia la habitación, sentía el peso de la incertidumbre en su pecho, pero también la chispa de una nueva perspectiva. Al día siguiente, al amanecer, buscaría un momento para hablar con él y discutir cómo podrían organizar su vida sin tener que desprenderse de los olivares.

Esa noche, en la oscuridad de su habitación, Nati repasó mentalmente su vida en el pequeño pueblo y la visión de un futuro en Brasil. Siempre había anhelado más: más oportunidades, más experiencias, más libertad. Sin embargo, se daba cuenta de que esa búsqueda del más, le había hecho perder de vista lo que ya tenía, lo que había estado frente a ella durante toda su vida: una historia rica y profunda, enraizada en esos campos de olivos.

A la mañana siguiente, Gustavo ya estaba despierto cuando ella salió al comedor. Tenía una taza de café en las manos y una expresión serena en el rostro.

-¿Dormiste bien? -preguntó con su ligero acento brasileño.

Nati lo miró, y por primera vez en semanas, sintió que necesitaba sincerarse completamente con él.

-Tenemos que hablar, Gustavo -le anunció, sentándose frente a él.- Ayer les conté a mis padres nuestra idea de vender los olivos.

El rostro de Gustavo no mostró sorpresa, pero sus ojos se suavizaron, invitándola a continuar.

-Sé que habíamos hablado de venderlos para financiar nuestra vida en Brasil. Pero… Ahora me doy cuenta de lo que realmente significan para mi familia. No sé si podemos hacerlo.

Gustavo tomó un sorbo de café antes de responder.

-Nati, yo nunca te he presionado para vender los olivares. Sé lo importantes que son para ti, aunque no lo hayas dicho en voz alta. Brasil es mi hogar, sí, pero también entiendo que este lugar es el tuyo. Podemos buscar otra solución. No necesitamos vender los olivos para vivir allá. No tiene que ser todo o nada.

Nati sintió que las palabras de Gustavo le devolvían el aire. No lo había dicho antes, pero una parte de ella temía que su marido no entendiera la magnitud de lo que significaba este lugar para ella, para su historia.

-¿Estás seguro? -preguntó, buscando en su mirada alguna señal de duda.

Gustavo sonrió y, tomando su mano, le respondió:

-Siempre estuve seguro de ti, Nati. Podemos hacer que funcione, tanto allá como aquí.

Con esa conversación, una gran parte de su angustia se disipó. Esa tarde, Nati decidió acompañar a sus padres al olivar, algo que no había hecho desde que era una niña. Al caminar entre los árboles, sintió algo nuevo, una especie de reconciliación con la tierra y con sus propias raíces. Los olivos, con sus ramas retorcidas y sus hojas plateadas, parecían susurrarle historias antiguas, recordándole lo que significaban para tantas generaciones de su familia.

Mientras caminaba, se encontró con su madre, quien observaba con detenimiento uno de los árboles más viejos, acariciando la corteza rugosa.

-¿Sabes? -le confió Natividad sin apartar la mirada del árbol-, este olivo en particular lo plantó tu bisabuelo, cuando apenas era un muchacho. Lo hizo después de regresar de la guerra. Le dijo a tu abuela que, mientras el olivo creciera fuerte, la familia también lo haría.

Nati se acercó y, sin decir una palabra, tocó la corteza junto a su madre. Sintió la fuerza de esa historia, de esa conexión. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió el lujo de sentir orgullo por su legado.

-No quiero venderlos, mamá.-Confesó Nati con voz quebrada.- No puedo.

Natividad la miró, con una mezcla de alivio y tristeza. Sabía que su hija necesitaba encontrar su propio camino, pero también que ese camino no debía borrar el pasado.

-No tienes que hacerlo, hija.- respondió Natividad con suavidad- Podemos encontrar una manera de que estos árboles sigan siendo parte de tu vida, incluso si decides vivir lejos. Los olivos no necesitan que estés aquí todo el tiempo, pero sí necesitan que los cuiden con amor.

Esa noche, Nati y Gustavo hablaron sobre cómo podrían dividir su vida entre Brasil y el olivar. Descubrieron que existía una opción viable: el oleoturismo. El pueblo había comenzado a atraer turistas interesados en la cultura del olivar, en la producción artesanal del aceite de oliva, en el contacto directo con la tierra. Podrían convertir parte de la finca en un pequeño proyecto turístico, ofreciendo visitas guiadas, degustaciones de aceite y estancias en una casa rural reformada. Nati se encargaría de supervisar desde Brasil, pero la finca estaría en manos de una familia local que conocía los olivos y que podría gestionarla.

La idea entusiasmó a Nati. No sólo no tendrían que vender los olivos, sino que también podrían asegurar su preservación y darle un nuevo propósito a la finca. Sería su manera de mantener el legado familiar mientras que ella y Gustavo construían su vida juntos en otro lugar.

Pasaron los meses, y el proyecto de oleoturismo comenzó a tomar forma. La vieja almazara fue restaurada, y la casa rural fue adaptada para recibir a turistas interesados en aprender sobre la producción de aceite de oliva. Las primeras visitas llegaron con éxito, y Natividad y Manolo se encargaban de guiar a los curiosos por el olivar, compartiendo anécdotas y enseñando el proceso de cosecha y molienda, como lo habían hecho sus antepasados.

Nati y Gustavo se instalaron en Brasil, pero visitaban el pueblo con frecuencia, especialmente en la época de la cosecha. Nati se convirtió en una suerte de embajadora del aceite de oliva de su familia, exportándolo a Brasil y abriendo un pequeño negocio de distribución allí. Los turistas que llegaban al olivar, no sólo se llevaban consigo botellas de aceite, sino también historias, recuerdos y una conexión más profunda con la tierra.

Un día, ya con el negocio de oleoturismo en marcha y prosperando, Natividad y Nati caminaron juntas por el olivar, como tantas otras veces.

-¿Sabes?- comentó Nati, mirando a su madre-, al final no tuve que elegir entre mi vida allá y mi vida aquí. Creo que encontré la manera de honrar a nuestra familia y también de seguir adelante.

Natividad sonrió y, con la serenidad de quien comprende los ciclos de la vida, asintió.

-Eso es lo que siempre quisimos para ti, hija. Que encontraras tu propio camino sin olvidar de dónde vienes.

Y así, bajo la sombra de los viejos olivos, ambas mujeres caminaron juntas, sabiendo que esos árboles seguirían siendo testigos de nuevas historias, raíces profundas en una tierra que nunca dejarían atrás.