139. El olivo de la memoria

JC. Vega

 

Era el último olivo que quedaba en pie. Los demás habían sido arrasados unos por el fuego, otros habían sido consumidos por la sequía, otros por la codicia. Pero él resistía, orgulloso y majestuoso, en medio de la nada.

Él era el guardián de la memoria. Su genoma conservaba el vestigio de todos los olivos que habían poblado el mundo. Desde el momento en que Atenea tomó un olivo del Olimpo para regalárselo a la ciudad de Atenas y lo plantó en ella, consagrándolo y confiriéndole las cualidades de la diosa, la sabiduría, paz, armonía e inspiración como legado, sus anillos de crecimiento guardaban siglos de historia. En su tronco se podían ver las cicatrices de los años formando las arrugas de su rostro, sus golpes, sus heridas.

El olivo recordaba cómo se había sentido protegido al vivir en inmensas hileras en el campo, cuando eran una familia, una comunidad, una fuerza. Los veranos abrasadores en los que el sol secaba la salvia, calentando hasta el último nervio de los troncos, y las hojas brillantes se volvían de un verde opaco, casi amarillento, todos juntos, emprendían la tarea de transportar el agua del río a través de sus raíces. Traspasándola de una raíz a otra, escalando bajo la tierra, hasta que el fluido llegaba al olivo más alto de la montaña. En comunidad se nutrían todos. A través de las mismas raíces que se entrelazaban con las vidas de generaciones de hombres y mujeres que habían cuidado de él y de su fruto. Pero este verano sería diferente, porque no estaba allí su comunidad para solapar la tierra, y la tierra tampoco podría protegerle a él. Y si algo había peor que caer por los efectos de una plaga o arder por un incendio, era estar lleno de vida y consumirse en soledad. Percibía la falta de vitalidad, ya no podía crecer y sus ramas más altas se encogían.

Recordaba cuando sus copas se atestaban con los nidos de los pájaros, sus trinos musicales y el plumaje suave de los sueños. Y llenas de sensibilidad eran capaces de detectar el incendio que se producía a varios kilómetros de distancia. El olivo guardaba en su memoria que había sido el mensajero del fin del diluvio, cuando una paloma solitaria se posó en su copa, arrancó con su pico una rama, y voló con ella para devolverle a la humanidad la esperanza en la vida, la victoria en los momentos más difíciles, anunciando que siempre hay un futuro. Ahora sus ramas no percibían a ningún compañero, ningún olivo hermano con quien compartir las dudas y la desolación. Todo en él se quebraba con facilidad. Su sistema vascular apenas tenía fuerzas para conducir el agua a sus reviejos y haraperas. Y sabía que, sus flores y sus frutos nacerían abortados esperando el desprendimiento.

Ya no vendría nadie a aliviar el peso de sus ramas, a provocar, con el rítmico claqué de las piquetas, el desalojo de sus huéspedes generosos portadores de su herencia. Portadores del perlado aceite con el que se ungieron los grandes reyes, sacerdotes y los atletas cuando eran coronados con sus ramas en la victoria. Tiempos en los que, la mayor ofrenda que se podía hacer a un dios, era llevarle una rama de olivo a su altar. Ahora sentía que él era la última ofrenda de la tierra. Que sus tejidos se estaban deshidratando y su corteza, agrietada, necrosada, desprendida del tronco, caía a sus pies junto a sus cañamones secos y las hojas retorcidas apergaminadas.
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Jamás había temido el invierno. Cuando azotaban los vientos, se defendían unos a otros inclinándose, resistiendo el embate de las ráfagas. Después, las tormentas derramaban el agua límpida de la que todos se empapaban, se nutrían, se regocijaban y agradecían la frescura. Se sentían seguros y felices, rodeados de vida, eligiendo los líquenes, las esporas y los hongos con los que cubrir sus troncos para defenderse del frío y de las alimañas. Y cuando un olivo advertía que le llegaba su fin, poseedor de genealogía consciente, cedía su última savia a la tierra para compartir con los otros sus genes y su memoria. Ahora consideraba que el único invierno era esto, dejarse sucumbir sin más.

De nada le había servido ser el testigo del tiempo. Él, había visto nacer y morir a reyes y a mendigos, a santos y a pecadores, a héroes y a villanos. Había presenciado guerras y paces, alegrías y tristezas, triunfos y fracasos. Había escuchado risas y llantos, canciones y lamentos, juramentos y maldiciones.

Pero doblegado, olvidado y maltrecho en esta llanura inmensa, todavía era la encarnación de la magnificencia, Él era el símbolo de la vida. El que, a pesar de las adversidades, seguía dando su aceituna, su madera, su oxígeno. A pesar de la soledad, seguía ofreciendo su compañía, su protección, su sabiduría. A pesar de la muerte, seguía albergando en su interior la semilla, la posibilidad de un nuevo comienzo, la promesa de un futuro, la continuidad. Como símbolo de la vida, en su corazón se guardaba la esperanza, la paz, la alegría, la gratitud. Pero el olivo llevaba ya meses que solo sobrevivía, recordaba y resistía.

Imbuido en su memoria estaba, cuando dos voces desconocidas se acercaron a él.

– ¿Ves este olivo, hijo? Es el único que queda en el campo. Los demás se secaron por la sequía y la plaga.

– ¿Y por qué no se secó este, papá?

– Porque este olivo es especial. Tiene una historia muy antigua. Dicen que fue plantado por los fenicios hace más de dos mil años. Y que desde entonces ha dado aceitunas y aceite para muchas generaciones.

– ¡Qué bonito, papá! ¿Y cómo lo sabes?

– Porque lo he leído en este libro que encontré en la biblioteca. Mira, aquí está la foto del olivo. Y aquí dice que es el olivo más antiguo del mundo, tal vez el último.

– ¡Qué impresionante, papá! ¿Y por eso has comprado esta tierra? ¿Y podemos comer sus aceitunas?

– Claro que sí, hijo. Pero no solo eso. También podemos usar sus semillas para plantar nuevos olivos. Así podremos recuperar el campo y hacerlo verde otra vez.

– ¿De verdad, papá? ¿Podemos plantar el campo entero con este olivo?

– Sí, hijo. Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a coger unas ramas de este olivo y las vamos a separar en trozos que contengan dos nudos grandes. Así podremos tener muchos olivos iguales a este. Y también podremos conservar su historia y su sabor.

– ¡Qué bien, papá! Me gusta mucho esta idea. ¿Y cuándo lo regamos?

– Enseguida lo regarás tú. Vamos a cuidarlo muy bien. Haremos un pozo cerca.

– ¿Me dejas ayudarte, papá?

– Por supuesto, hijo. Tú eres mi mejor ayudante. Vamos a empezar ahora mismo. Voy por una tijera y cortaremos una rama de este lado.

Entonces el olivo sintió una caricia en su corteza. Era una mano pequeña y suave, que le transmitía calor y ternura. Le recordó otras manos que con delicadeza lo habían defendido, abrigando con suavidad sus tiernas raíces en una primera tierra enriquecida, y le habían ofrecido su primera agua. Entonces. Cuando él era un incipiente esqueje que desconocía la vida y el mundo. Era una mano que le recordaba a otra mano, que hacía mucho tiempo que no sentía.

 

Epílogo

Con el paso de los años, el campo que una vez estuvo desolado se convirtió en un vergel de vida. Los olivos nuevos, nacidos de las ramas del olivo antiguo, crecieron con fuerza y vigor. Sus hojas brillaban bajo el sol, y sus ramas, llenas de aceitunas jugosas, se convertían en el néctar dorado del aceite de oliva. La comunidad, que había participado en la restauración del campo, celebraba cada cosecha como un regalo de la naturaleza.

El niño que una vez acarició la corteza del olivo anciano se convirtió en un hombre, un hombre que llevaba consigo la sabiduría transmitida por su padre y la historia compartida con aquel árbol centenario. Cuidó de los nuevos olivos con la misma devoción que su padre le había enseñado, asegurándose de que las futuras generaciones también pudieran disfrutar de la riqueza que la tierra y el olivo proporcionaban.

El olivo antiguo, vivía en la memoria de todos. Su genoma, sus historias y enseñanzas se transmitían en un legado eterno. Cada vez que alguien miraba hacia el horizonte y veía el campo de olivos, recordaba al anciano olivo que una vez estuvo solo pero que, gracias a la acción de una familia, había dado vida a un nuevo comienzo.

El campo, que una vez estuvo cubierto de tristeza y desolación, ahora era un testimonio de la perseverancia, la comunidad y la memoria. El olivo antiguo había cumplido su destino, no solo como un árbol, sino como un símbolo de la vida que continúa a través de las generaciones, un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay una chispa de esperanza que puede encenderse para iluminar el camino hacia el futuro.

En este rincón del mundo, la vida florecía una vez más, y el olivo seguía siendo el guardián de la memoria y la fuente de inspiración para todas las generaciones venideras.