138. El milagro

Montserrat de la Cruz Domenech Garrido

 

─Marina. Ese debería ser tu nombre. Como mi madre, como la madre de mi madre y como la hija que siempre quiso tener ­─proclamó alzándola sobre las ramas de su olivo ancestral─. Pero te llamaré Milagros, porque nunca le tuve miedo a los muertos.

Pepe, aquella mañana de verano, tras la violenta tormenta que los obligó a refugiarse en la finca durante la noche, solo iba en busca de destrozos entre sus campos, pero al acercarse  a su olivo predilecto, el que presidía el enorme patio central del cortijo y acariciar sus ramas mojadas, creyó escuchar unos maullidos de gato. Buscó ansioso entre las ramas, mientras la fuerza de ese sonido, cada vez más extraño, lo adentraba al corazón del árbol. Y al incorporarse en su interior quedó completamente perplejo al descubrir, que era un bebé lo que lloraba sobre el tronco árido del olivo.

Diríase que se llamó Milagros, por la rebeldía siempre presente en Pepe, pero sobre todo porque era un verdadero milagro, que esa niña sobreviviera a aquella terrible noche. En el cortijo, pocos fueron los que pudieron dormir aquel día. Los truenos se sucedían unos a otros sin descanso, los cristales de las ventanas crujían intentando resistir las embestidas del agua, mientras la chimenea daba paso a alaridos y quejas en nombre de la naturaleza.

Al igual que era un milagro, que entre las manos ásperas e inexpertas de Pepe, se acurrucara una criatura recién nacida y pareciera sonreír. Precisamente él, el hombre más solitario de toda la campiña, él que siempre hizo oídos sordos de las órdenes de su difunta madre, cuando le decía: «¿A qué esperas para buscarte a alguien, con quién darme a mi nieta? ¿A qué me muera?», a él que no sabía lo que era abrir su casa al mundo. Solo sus empleados eran bienvenidos, tanto era así, que no tenían que hacer uso de las diminutas habitaciones situadas en el patio, junto a la cocina, sino que vivían en la casa grande al igual que el patrón y hacían uso de la despensa siempre que lo deseaban.

─¿Es verdad eso que dicen Charito? ¡Qué D. José tiene una hija que le ha salido de pronto! ─Le preguntaban a Rosario, la cocinera de La Atalaya Alta, en cuanto llegaba al pueblo.

─¡Déjate de chismes y despacha, niña! Que eres muy chica para interesarte tanto por las vidas ajenas ─Se quejaba Charito, mientras compraba leche en polvo, cremas y galletas.

Y es que cuando sucedía algo en la finca de los Márquez, en el pueblo siempre era motivo de alboroto. Pero esto…, esto no se había escuchado en la vida.

Algunos decían, que era una hija que Pepe, el dueño de La Atalaya Alta, rechazó en su día y que ahora alguien buscaba fortuna. Otros que había buscado una heredera para no tener que ceder sus terrenos a la Iglesia, como dictaminó su madre en su lecho de muerte, si no dejaba descendencia en la familia, de una niña a la que debía llamar Marina. Y también, había quién lo entendía como un asunto de brujería, pues las habladurías decían que la niña había surgido del tronco de un olivo en mitad de una tormenta y al encontrarla estaba completamente seca.

El caso es que, poco a poco, todos fueron conociendo a la niña… Algunos la vieron gateando en la cocina de Charito al entregar un pedido, otros pasear a caballo por los campos de olivos junto a Pepe, y todos… Todos los que pasaron por la casa de La Atalaya Alta, la vieron trepar, columpiarse y saltar en el olivo del patio. Así fue, como Milagros se fundió con su olivo. Hablar de la finca en el pueblo era hablar de Milagros.

Cada noche de invierno, después de la jornada de trabajo, como fue costumbre desde que el luto entrase a la finca, Pepe encendía una gran hoguera en el patio junto al olivo y todos los trabajadores acudían a calentarse y disfrutar de los guisos de Charito. Pero desde que Milagros llegase a la casa grande, esas noches bajo la luna se cubrieron de magia. La niña, se pasaba la noche bailando y cantando junto a su olivo. Se descalzaba y con sus pies desnudos, sus largos cabellos color azabache movidos por el viento y su piel color aceituna brillando bajo el reflejo de las estrellas…, danzaba feliz, mientras todos la acompañaban al son de las palmas.

Con el paso del tiempo, la niña se hizo presente en el campo. Siempre de la mano de Pepe, que le enseñaba como el padre abnegado, que vela por el futuro de sus retoños:

─¿Habrase visto esta criatura todo el día entre los olivos? ─se  comentaba en el despacho de pan ─dicen que se pasa las noches descalza por el campo, como si fuera un animal.

─Parece ser que D. José le ha enseñado a conducir el tractor, ¿dónde se ha visto eso? ─decía un anciano.

─Pues vosotros diréis lo que queráis,… ¡¡Pero esa niña tiene algo!! Desde que llegó a La Atalaya Alta, no hay olivar más próspero en toda la campiña. Ha doblado la cosecha cuando en años malos los demás no cogemos ni para cubrir los gastos, ─se quejaba otro vecino del pueblo─.  Mi hijo, la vio abrazada a un olivo seco y dice que empezaron a brotarle hojas como si fueran lágrimas.

─Que se lo digan a Juanito “el brevas”, que ya se veía sentao’ en el sillón de Dº José, después de que la doña se fuera pa’ el otro barrio. Tenía el fajo de billetes preparao’ en el bolsillo, a la espera de engañar al hijo, que lo tenían por señorito, pero… ¡Ya ves tú! Vive con la camisa remangá’ como si fuera un peón más en su propia finca ─apuntaba un jornalero.

Era un secreto a voces, que recorría las esquinas  de cada calle, los bancos en la plaza y cada una de las mesas en la cantina; Dº José, en su afán de progreso en el campo había invertido todo cuanto tenía. Y es que Pepe, por imperativo de Dª Marina, se había convertido en un gran hombre de campo. Grande, porque amaba el campo en el que nació y donde su padre le enseñó cuanto sabía, pero también porque se había pasado su vida estudiando en la capital. A costa de crecer solo, sin el calor de la familia y el arraigo que ésta merece. Entre las altas esferas del sector, acabaría convirtiéndose en un perito agrónomo respetado, con más conocimientos en agricultura ecológica que cualquier otro patrón en toda la provincia de Jaén. Todo un pionero, un revolucionario en la agricultura… Lo que sirvió para que todos en el pueblo lo tomaran por un loco y un señorito. Aunque para él solo era la causa por la que siempre se había sentido absolutamente abandonado.

 

“Madrid, 3 de Noviembre de 1963.

 

Querida madre,

Le escribo para informarle de que este año volveré a la finca antes de lo previsto. Tengo mis estudios muy avanzados, así que podré ayudar durante las festividades de Navidad en la recogida de la aceituna. Por otra parte, sabrá que hace dos semanas fue mi cumpleaños, no se preocupe usted, ya se sabe que desde la finca el correo se hace complicado.

Dígale a padre, que con las pocas aceitunas verdes que me traje, he conseguido una pequeña cantidad de aceite, de un color verde vivo y con mucho aroma,  aunque parezca difícil de creer, ese aceite es un auténtico manjar.

Hasta pronto.

Un abrazo, madre”.

 

Y es que Pepe, el único hijo de Dª Marina Soler Márquez y Dº José María, a pesar de todo, nunca perdía la esperanza de encontrar una carta en el buzón de su residencia de estudiantes, a la que contestar y de paso, presumir de sus descubrimientos.

 

“Jaén, 8 de Diciembre de 1963

 

A mi hijo José,

¡Qué alegría saber que contaremos contigo en esta cosecha! Este año vas a hacer más falta que nunca, tu padre está de sus bronquios peor que cualquier invierno y como siga a este ritmo, nos deja tirados en plena campaña. ¡Cómo si no hubiese año para morirse!

Vuelve pronto.”

 

Y así en pocos años, sin remordimiento alguno y una vida nueva que iniciar, en cuanto tuvo que tomar las riendas de la finca, desechó toda idea convencional establecida a través de los mandatos de su madre y se dedicó en cuerpo y alma a poner en marcha su sueño.

En el pueblo hablaban de él como un auténtico demente. Un acaudalado ermitaño, que por tal de llamar la atención no sabía qué hacer. Muchos de los peones rehusaban trabajar en La Atalaya Alta, porque el olivo se mimaba tanto, que suponía un alto nivel de esfuerzo y trabajo durante su jornada laboral. Además, los rumores de ruina en la familia iban en aumento.

─¡Si Dª Marina levantara la cabeza y viera estas camadas de hierba, al señorito se le caería hasta el apellido! ─gruñía un jornalero.

─D. José dice que hay que mantener el equilibrio en la naturaleza ─añadió Eusebio, el capataz de la finca.

─Con la poca cosecha que tiene sin utilizar abonos, ¡no sé cómo nos va a pagar este año la campaña! Más nos valdría irnos a otra finca, como han hecho todos Eusebio. Aquí hay mucho trabajo y poco beneficio, ¡las cuentas no salen!

─¿Y abandonarlo en el momento más importante del año? Ya sabes que para D. José es importantísimo que la aceituna se coja en el momento oportuno. ¡El fruto del suelo no llega a su molino! ¿Serías capaz de dejarlo tirado como un perro, con la de veces que nos ha sentado en su mesa?

─¡¡Es que Juan De la Torre está ofreciendo el doble a todos los empleados!!

─¡Ese trápala puede ofrecer la finca si quiere! Nadie da duros a cuatro pesetas. ¡Si te vas no vuelvas! ─sentenció el capataz.

Pepe sabía que cuidar el árbol era imprescindible. Estaba convencido de que la aceituna verde daba mejor aceite y que la campaña debía empezar temprano, aunque fuese en perjuicio de los litros de aceite obtenidos y exigiera un mayor esfuerzo. Pero los cambios siempre necesitan su tiempo, y este otoño se avecinaba complicado.

─D. José, cada mañana vienen menos jornaleros al almuerzo, ¿Qué está pasando en el campo? ─preguntó una mañana Charito a su jefe, mientras le preparaba su almuerzo preferido; pan de pueblo tostado con pisto y piñones.

─No te preocupes Rosario, ya conoces las malas artes de las que se sirve nuestro vecino Juan, ¡el nuevo señorito del pueblo! Es cuestión de tiempo que vuelvan.

─Tenía que haber imaginado que todo era culpa de «el brevas», ese que creció a base de los higos que robaba su padre en las huertas ajenas y que hizo fortuna jugando a las cartas, ¡si esta vida fuese justa!

─Rosario, ¡para que te conozco y te pierde la boca! ─reía Pepe.

─¡Hoy mismo me voy a recoger aceituna! Y llevaré conmigo a más mujeres del pueblo. Ellas han trabajado siempre en la aceituna y no temen a la dureza del verdeo en el campo, ─se impuso Charito, al acercarle la alcucilla de aceite para el pan tostado.

─¡¡Ni lo sueñes Charito!! Tú, no… ¿Puedo llamarte así, no? ─le suplicó con la mirada mientras rozaba su mano─. Tú, que me cuidabas en esta cocina. Y desde que volví de la ciudad parece que lo olvidaste. Me pusiste el don y perdí a la única mujer que me ha querido en esta vida.

─Era apenas una niña y mientras ayudaba a mi madre en la cocina, me encargaba de usted, ¡y tan contenta! ¡qué al verlo cada mañana tan pequeño y desvalido, me hacía olvidar que debería haber estado en la escuela!

─¡Es verdad! Siempre he valido poco. Quizás por eso mi madre nunca me quiso. Para ella, mandarme a estudiar fuera, debió ser un consuelo. Ella siempre quiso una hija sana y fuerte como ella, pero llegué yo.

─No digas eso Pepe, ¡por lo que más quieras!

Y sin darse cuenta, entre tanto desconsuelo, el espacio que los separaba se había esfumado, sus alientos erizaban la piel del otro y en la habitación solo se escuchaban sus respiraciones acompasadas al galope.

─¡D. José! ¡D° José! ─entró a la cocina gritando Eusebio.

─¡Qué pasa! ¿A qué viene tanta alarma? Eusebio, ¿cuándo vas a llamarme Pepe de una maldita vez?

─Es la niña.

─¿Qué le pasa a mi Milagros? ─quiso saber Charito.

─Hemos encontrado su cesta tirada en el final del camino, el que baja hacia el río. ¡Pero ella no aparece!

En ese mismo instante, con la sangre helada y un pálpito en el pecho todos fueron corriendo hacia el río.

Llevaban unas semanas de ordeño en las olivas más jóvenes, pues para ellas cualquier tipo de herramienta durante el verdeo era un proceso demasiado duro, cuando Milagros comenzó a sentirse observada. Con su cesta de mimbre cruzada en el pecho, ojeaba entre las ramas a  cada momento, para ver quién la miraba a escondidas. Estaba tan ofuscada, que llegó la hora del almuerzo y no acudió a la habitual llamada de Eusebio. Su instinto la mantenía alerta, miró a su alrededor y se encontró completamente sola, pero al mismo tiempo, había algo entre los olivos que la asustaba. Mientras decidía qué hacer, escuchó el crujir de unas ramas y sin detenerse a pensar, salió corriendo despavorida. En plena carrera dejó caer su cesta en el camino que llevaba hasta el río, para avanzar con mayor rapidez. Intentaba no mirar atrás, pues entre sus jadeos escuchaba los pasos de alguien corriendo tras ella. El sudor bañaba su rostro y le provocaba un escozor en los ojos que no la dejaba ver con claridad. Comenzó a zigzaguear entre unas hileras de olivos y otras para intentar escabullirse, pero sabía dónde quería ir…, conocía la finca como la palma de su mano. Cuando notó el cansancio en sus muslos redireccionó sus pasos y lanzó sus zapatos en la camada que se dirigía a los establos, para intentar despistar a su acosador. En el siguiente olivo volvió a girar  para retroceder y dirigirse a la finca. Se agachó y espero a escucharlo pasar. No transcurrieron ni unos minutos cuando divisó cómo había caído en su engaño y aprovechó para cruzar el patio del cortijo y con un ágil brinco se encaramó a lo alto de su olivo. Solo allí se sentía segura. Se ocultó entre sus ramas y se camufló entre el follaje, el aroma a aceite que desprendían las aceitunas que rozaban sus labios le produjeron una dulce y serena sensación de calma y hogar.

Continuaba buscando a su verdugo entre los recovecos de las puntiagudas hojas de olivo. Intentaba alejar su vista por encima de la muralla que custodiaba la casa grande, para descubrir quién la perseguía, cuando alcanzó a distinguir las llamas que salían desde una antorcha. Poco a poco iba iniciando distintos focos del incendio con el que pretendía cobrarse lo que no pudo con su sucio dinero. Lo observaba atemorizada cuando, Juan de la Torre, cayó al suelo entre las llamas, al lanzarse Pepe sobre él. Rodaron por el suelo y utilizaron toda clase de artimañas para intentar zafarse el uno del otro. La mirada azul de Juan traspasó su alma más allá del dolor que le producía la injusticia y la impotencia. En ese preciso instante, sus manos dejaron de apretar el cuello de su enemigo y corrió como alma que lleva el diablo hasta el olivo centenario de su finca.

Sabía que allí encontraría a Milagros. Apartó las ramas y la vio cobijada como un  animalillo salvaje y asustado. Con su larga melena azabache alborotada, sus pies descalzos y sus peculiares ojos claros, que lo miraban aterrados por el miedo.

Entonces, encontró lo que estaba buscando. Confirmó la amenazante idea que se le cruzó por la cabeza al ver el miedo a la muerte en los ojos de Juan. Se lamentó al comprobar que estaba en lo cierto, por fin había descubierto a quién le había recordado siempre la mirada cristalina de Milagros. Se apretó la cabeza con ambas manos para comprobar que todo seguía en su sitio y que solo era producto de su imaginación que ésta hubiese estallado en mil pedazos. Ahora, comenzaban a cuadrar las piezas de su puzle, ese que llevaba años sin lograr resolver. Recordó mentalmente el plano de la finca de Juan, mientras observaba su dibujo en sus paseos a caballo. Desde la colina se podía comprobar fácilmente cómo a lo largo de los años,  había recreado La Atalaya Alta en sus nuevas tierras. Una noche de tormenta, un camino de tierra que llegaba a parecer un laberinto, rodeado de tantos olivos similares… a derechas o a izquierdas, al fin y al cabo una tierra extraña y ajena. Cualquiera podría haber errado al tomar la dirección correcta. Y un olivo…, un olivo con cientos de años a sus espaldas, siempre esconde historias verdaderamente inverosímiles, que nunca podrá confesar.

Rodeó a Milagros entre sus brazos y acarició su piel sudorosa, color aceituna.

─¡No temas hija mía! Nunca dejaré que te hagan daño ─le juró Pepe, mientras observaba su finca, invadido por el miedo.

Con el tiempo, cada vez llegaban más encargos. Charito se encargaba de revisar la calidad de toda la mercancía que llegaba desde La Atalaya Alta y de dar indicaciones a Eusebio. Mientras tanto, Pepe se ocupaba de mejorar la producción de su aceite temprano: con ese color verde esmeralda tan característico, que cautivaba a todo el que lo probaba. Y pensaba constantemente, lleno de remordimientos al observar a Milagros, en la manera de devolverle su felicidad. Ella necesitaba volver y poder fundirse con su olivo.

Tenía derecho a conocer su verdad.