
137. El niño y el viejo olivo
Hacía, con una pequeña pala de juguete de las que se usan en la playa, un agujero bajo la sombra de aquel viejo olivo.
El niño escarbaba poco a poco, concentrado en la tarea, sin descanso. Las aceitunas ya tenían un tamaño considerable y en un par de meses comenzarían a ser recogidas para transformarlas en aquel preciado líquido que había visto siempre sobre la mesa de casa. Era el olivo favorito de su abuelo, bajo el que siempre se sentaba a leer o dormitar.
El pequeño era ajeno al proceso de la molienda, pero sabía que aquel árbol era importante para su familia.
Tocó algo duro con la herramienta y sonrió.
Colocó el pequeño pájaro muerto, con sus manos, en el agujero; un jilguero amarillo y negro, con tonos verdosos. El ave llevaba en casa del abuelo desde que él recordaba. Una vez puesta en su lugar, tomó una medalla de oro con una cadenita y la depositó junto al pájaro.
Antes de comenzar a poner de nuevo la tierra encima dudó en destapar la caja. Con rapidez, abrió la tapa y miró, casi a hurtadillas, en su interior.
Vio una especie de polvo grisáceo, «cenizas» le habían dicho sus padres.
«Ya están los cuatro juntos de nuevo», pensó el niño.