137. El hilo de oro

Olivia

 

La mujer apenas miró al marido y contempló el salón inmenso. Una excursión preciosa porque era en Minas, un rincón de Uruguay que parecía un retazo de Suiza.

Se regodeó en los manteles blanquísimos con sus servilletas a cuadros, dobladas como flores, las arañas de brazos retorcidos. Las mozas se afanaban. Qué bueno no tener que hacer nada ella. Detrás del ventanal flameaban al sol otros manteles, desafiando la perfección del resto, como si fuera una casa de campo.

Sirvieron el menú, y el marido de pronto la vio: la mesa de los aceites de oliva, y se le esfumó lo demás: las puertas de roble, que hablaban de que el edificio tenía muchos años, pero estaba bien hecho, al modo de su padre, con un personal educado, que no atendía desganado y por obligación.

Pero la mesa de los aceites era especial, como si una pequeña luz iluminara el comedor. Había aprendido a valorar el aceite de oliva con su abuelo José. Por eso le dijo a su mujer, luego de alcanzarle la botella elegida:

-Y que caiga despacito, en hilos finos, que no es echarlo de cualquier modo, porque no hay apuro.