
137. Antepasados que atrapan
Nunca imaginé cuando bajé de aquel autobús imaginario, en aquella población tal vez también imaginaria, lo que me esperaba. A veces la vida nos zarandea, nos vuelca y en ese juego de tira y afloja nos coloca en un escenario que nunca habíamos previsto. Aquel vocablo conformado por cinco letras si lo citamos en singular o seis letras si lo transformamos en su forma plural, se quedó enganchado como una nota más en la sinfonía que adquiría mi recién estrenada vida. Por la noche cuando Morfeo me visitaba para caer en sus redes estas cinco letras se reiteraban en un juego del subconsciente que al llegar el día tomaban forma consciente.
Como toda historia, esta también tiene un inicio, pero del fin no estoy tan seguro. Pues todo comenzó con aquella carta misteriosa, sí misteriosa, porque no guardaba ningún remite, ninguna conversación coherente en el cuerpo del texto, ningún mensaje clarificador o sí. Casi lo realmente claro era el destinatario “ Sr. Juan Francisco Martínez Poza”, el ascua había caído en mi persona y me tocaba apagarla. Entre toda la mezcolanza de pensamientos que me acribillaban, el más inmediato me llevaba a ver la carta como una posible broma de mal gusto, pero miré la fecha en el calendario de propaganda que todos los años me regalaba la sucursal bancaria y ni era el día de los inocentes ni estábamos próximos a dicha fecha. Ya más sereno me senté cómodamente en mi sillón, pues siempre escuché por parte de la jerga popular, que para recibir cualquier noticia que pueda ser medianamente sorpresiva uno debe de estar sentado, no me pregunten por qué, tal vez sea por el hecho de caer redondo ante dicha noticia inesperada, qué tontería, total que yo creo que una vez acomodado pude ver el mensaje algo más oscuro, porque empezaba a complicarse todo, deduje una ubicación, era supuestamente un posible pueblo de Jaén, una fecha y hora para la cita, unas pertenencias y esas cinco letras desordenadas que yo tenía que ordenar y formar una palabra con sentido “LAVIO”. Sin embargo esta palabra tenía sentido, existía, solo que mostraba una enorme falta ortográfica, lo mismo el que la escribió fue poquito al colegio y no aprendió la diferenciación entre b y v, o simplemente lee bien poco, en definitiva ahora empezaba mi trabajo cognitivo de hacer combinaciones de letras. La curiosidad me empujaba a no obviar esta carta, me arrancaba a ponerme en marcha, total pronto llegaban mis vacaciones y desde que vivía solo, no tenía que rendir supuestas cuentas ni actos a nadie.
Busqué en internet la situación de ese hipotético pueblo, se llamaba Las Torres de Don Pedro Gil, pero no llegaba a encontrar nada, parecía un pueblo fantasma o sacado de épocas pasadas. Tras varios intentos de investigación fallidos, me vestí y guardé la carta bien dobladita en el bolsillo del pantalón, como si con cada doblez quisiera salvaguardar una información confidencial.
Eran las cuatro de la tarde, seguro la afluencia de viajeros era mínima y por tanto sería buena hora para dirigirme a la estación de autobuses y preguntar por mi posible destino. Mi curiosidad desmedida se apoderó de mis pasos, en menos de diez minutos había llegado a la estación, era hora de la siesta y pocos viandantes osaban caminar con los casi treinta grados que marcaba el mercurio. Cuando me adentré en sus instalaciones el silencio era turbador, casi paralizó mis pasos, ¿me habría equivocado?, todas las taquillas estaban cerradas, me dirigí al patio destinado a los andenes y un solo autobús de dimensiones reducidas con el motor arrancado y el fingido conductor apoyado en uno de sus laterales me miraba y alzaba una mano, ¿a modo de saludo?, ¿era a mí? , ¿ a modo de incitar alguna presencia?, ¿era a mí? Inmediatamente examiné mi alrededor, pero no existía más presencia que la mía. Me acerqué titubeando.
-Buenas tardes, Señor Juan Francisco Martínez Poza, le estaba esperando, cuando desee puede subir y acomodarse, la estancia está totalmente aclimatada.
No daba crédito, de manera atropellada le formulé varias preguntas:
– ¿Conoce usted un municipio de Jaén llamado las Torres de Don Pedro Gil?- Claro.
-¿Me puede informar de días y horarios de salida?- Ahora mismo.
-¿Podría ser mañana, una vez que prepare mi maleta?- No necesita ningún equipaje.
No recuerdo cómo, pero sí el cuándo. Aquella misma tarde viajé a bordo de aquel pequeño autobús sin más pasajeros que el conductor y mi persona. Atento en todo un trayecto que no sabría decir si duró uno o dos días, pues alternaba periodos de letargo con horas de vigilia. Llegué a mi destino cuando el alba arrancaba.
Los colores que mostraba el paisaje ante mí, como si de una acuarela de un consabido pintor se tratara, eran verdes, blancos y amarillos. El verde lo trazaba la uniformidad de unos pequeños árboles de no más de cuatro metros de altura, de copa ancha y tronco grueso y retorcido, habría cientos, no qué va, miles. Mi vista no alcanzaba el fin, se perdían como los confines de la tierra. El amarillo tostado lo coloreaban algunas fortificaciones, donde destacar una ermita, una majestuosa Iglesia y un par de sendas torres, una de forma cuadrada y otra hexagonal. El blanco lo otorgaban viviendas generalmente de planta baja y fachadas encaladas.
Mi recorrido visual general finalizaba a la vez que me apeaba en un paseo custodiado por una fuente y un templete. Allí alguien me esperaba, ¿por qué sabían de mi llegada?, ¿quién había ultimado mi viaje?, ¿qué estaba ocurriendo?
Aquel caballero, de complexión fornida a la vez que estatura considerable, pulcro en el vestir, peinado hacia atrás y rostro sonriente me ofreció un cálido apretón de manos.
-Bienvenido Señor Juan Francisco Martínez Poza, deseo que su estancia en nuestra pequeña y acogedora villa sea de su agrado, mi nombre es Pedro Gil de Zático. Por lo que estimo, ha leído la misiva que recibió en días pasados, daremos un paseo hasta llegar a las Torres Oscuras, allí en una sala acondicionada nos reuniremos, es de largo y tendido tiempo la información que tengo que departir con usted.
No supe qué contestar, mis labios habían quedado sellados y rendidos a unos estímulos externos que me adentraban en una época sumida en la historia que nos contaban nuestros abuelos, mujeres vestidas de negro luto, calles empedradas, hombres montados en mulos con los arreos para una jornada en el campo, cántaros en fuentes preparados para recoger el agua necesaria para los quehaceres diarios. Ensimismado en todo este tropel de pensamientos acompañé los pasos del señor Pedro y sin apenas ser consciente nos adentramos en una fortificación donde las dos torres que me recibían en mi primera vista panorámica, ahora eran una realidad, tras la subida de un tramo de escaleras maltrecho por el paso del tiempo, nos reunimos en una sala rectangular.
-Señor Juan Francisco, le he reunido aquí a fecha y hora acordada para hacerle saber que ha recibido por parte de la línea sucesoria de uno de sus antepasados unas propiedades de las que debe encargarse de sus cuidados, pues de ellos depende el sustento en general de las familias de esta población.
Me quedé absorto, no era capaz de entender ni digerir aquello que escuchaba, ¿antepasados?, ¿propiedades?, ¿sustento de familias?, durante cerca de treinta años nadie de mi familia se había dignado a informarme de nada, ¿a cuento de qué me encontraba en este lugar con alguien que nunca habría reconocido y recibiendo unos cargos inesperados?
– Señor Juan Francisco, no sé si ha tenido tiempo de descifrar la palabra clave que aparecía en el cuerpo del texto de la carta, para hacérselo más fácil subiremos a la parte superior de la torre donde las vistas le darán una grata pista.
No lo había olvidado, esas cinco letras LAVIO. Obtenía diversidad de combinaciones, pero ninguna me llevaba a nada; viola: instrumento musical, Ilova: localidad de Croacia, valió: tercera persona del singular del pretérito perfecto simple de indicativo de valer o de valerse. La verdad es que no había dedicado excesivo tiempo a explorar, pues mi objetivo era averiguar la veracidad de este posible encuentro.
Ante nosotros las vistas las conformaban esa inmensidad de campo cubierto de la que no sabría cifrar la cantidad, tal vez miles de árboles completamente iguales.
-Como puede observar nos rodean cientos de hectáreas de olivas, en torno a unas noventa mil.
Esa era la palabra clave OLIVA, y yo que tenía entendidas las olivas como el plato que me servían a veces de aperitivo con la cerveza en el bar de la esquina.
-Es usted el dueño de todas ellas. Tiene que gestionar sus cuidados estableciendo con cuadrillas formadas por trabajadores del pueblo todos los quehaceres que conlleva para obtener agraciadas cosechas de aceituna y por ende considerables cantidades de aceite. Hablamos de su poda, proceso de abonado, desvaretado, recolección y obtención del aceite en la fábrica.
Aquella noche dormí en una estancia que me habían preparado, también herencia de ese supuesto tatarabuelo Don Pedro Gil de Zático. Por cierto, se llamaba igual que quién me había recibido y que ya nunca más volví a ver. Como ya les dije al inicio, toda la noche la pasé en duermevela, acompañándome en dichos desvelos las cinco letras, “oliva”.
Se sucedieron los días y las noches, conocí aquellos campos, recorrí sus camadas, organicé grupos de hombres y mujeres que mimaron y cuidaron este tipo de árbol, la oliva u olivo. Descansé al frescor de su sombra, me acompañó al abrigo de amaneceres y atardeceres, disfruté de sus cambios estacionales y quedé enganchado a su custodia y protección. Han pasado los meses, los años y sigo aquí, no sé si este pueblo existe, si existió e incluso no sé si yo mismo existí en realidad, lo que sí es veraz es que cinco letras cambiaron mi vida, caprichos del destino.
Hoy debajo de la sombra de una de mis olivas centenarias, le vuelvo a contar esta misma historia a mi nieta, deseo que ella también ame esta tierra, que como el personaje del cuento se enamore de nuestros campos, pues será la única manera de cuidarlos para que sus trabajos perpetúen en el tiempo y sigamos deleitando nuestros sentidos con este maravilloso mar de olivos.