132. Una disputa divina

Valois

 

Zeus, envuelto en relámpagos y nubes majestuosas, se erguía en la cumbre del Monte Olimpo, desde donde el rey de los dioses observaba la épica contienda que se iba a desplegar ante sus divinos ojos. Poseidón, con su grandiosa figura ceñida por las olas embravecidas y su tridente en mano, representaba la fuerza indomable de los mares y la furia desatada de los terremotos. A su lado, Atenea, portadora de una armadura y un escudo adornado con la sabiduría del universo. Los dos dioses, imbuidos de una pasión desenfrenada, se enfrentarían en un duelo de proporciones titánicas. El rugir de los océanos y el chirriar de las armas divinas resonarían en el aire, mientras los mortales, maravillados y temerosos, observarían desde la distancia el preludio de la batalla que decidiría su destino. ¿Qué dios ganará su respeto y será venerado por ellos?

Zeus (con una sonrisa irónica): ¡Bienvenidos, queridos dioses y mortales, a la competición celestial más grandiosa! Hoy presentamos: «Una disputa divina».

Poseidón (mientras agita su tridente): ¡Prepárate, Zeus! Mi poderoso tridente hará temblar los cielos y los océanos.

Atenea (con sarcasmo): Ni tridente ni tridenta. Mi escudo tiene más sabiduría que tú y tus océanos juntos.

Zeus (riéndose): ¡Oh, hijos míos, siempre tan dramáticos! Pero vamos al grano, ¿no? ¿Alguien trajo palomitas para este espectáculo celestial? ¡Qué aburrido sería ser inmortal sin un poco de drama! Hoy peleáis por la humanidad y todo eso. Sigamos con el espectáculo. ¡Ah, la tragedia! Siempre tan necesaria para equilibrar la comedia divina. Pero en serio, ¿alguien tiene palomitas?

Atenea (suspira): A veces me pregunto por qué nos eligieron como dioses.

Zeus (sonríe): ¡Porque somos el mejor espectáculo en el Olimpo! Y ahora, mis queridos dioses, ¡que comience el show! ¡Rayo versus tridente! ¡Sabiduría contra furia! ¡Que rujan los cielos y tiemblen los mares!

El Olimpo se estremecía ante la magnitud que anticipaba aquel enfrentamiento, pues los dioses inmortales podían luchar con una ferocidad que solo ellos podían desatar. Los relámpagos iluminaban el firmamento, revelando destellos fugaces de la gloria y el poderío que emanaba de cada uno de ellos. Zeus, contemplaba el despliegue de fuerzas divinas con una mezcla de fascinación y preocupación. La grandeza de sus hijos era tan deslumbrante como aterradora, y su papel como árbitro de esta contienda le imponía una responsabilidad colosal. Sabía que la decisión que tomara tendría repercusiones trascendentales para los mortales y para el orden del mundo.

Zeus (suspirando): ¡Ay, divinidad! ¿Por qué mis hijos siempre tienen que causar tanto alboroto? La grandeza de sus poderes es tan deslumbrante como aterradora.

Atenea (con sarcasmo): ¡Oh, gran Zeus! ¿Preocupado por tu papel de árbitro en nuestro pequeño desacuerdo familiar?

Poseidón (frunciendo el ceño): No es un desacuerdo, Atenea. Es una cuestión de principios divinos.

Zeus (frustrado): Principios divinos, desacuerdo familiar, ¿qué más da? Saben que mi papel como árbitro me impone una responsabilidad colosal. Cada decisión que tome repercutirá en los mortales y en el orden del mundo.

Atenea (riéndose): ¿Repercusiones trascendentales? ¡Vaya drama, padre! Como si el mundo sólo dependiera de nuestra pelea.

Poseidón (serio): Pero lo hace, Atenea. Nuestras acciones afectan a todos los reinos y criaturas. El equilibrio está en juego.

Zeus (burlón): ¡Ah, sí! Por supuesto, el equilibrio cósmico y todo eso. ¿No podemos resolver esto como una familia normal?

Atenea (rodando los ojos): Normal, dice. En nuestra familia, una simple discusión es una tormenta y no precisamente en un vaso de agua.

Zeus (suspirando): La rivalidad entre ustedes resuena en cada rincón del vasto mundo. Hasta las criaturas más humildes nos observan con reverencia y respeto. ¿Realmente quieren que decida quién tiene la razón?

Poseidón (firme): Algo debe hacerse. Esta lucha ha perdurado demasiado.

Zeus (reflexivo): Lo sé, lo sé. Pero también sé que cualquier decisión que tome tendrá consecuencias trascendentales. El destino de los mortales y el orden del mundo penden de un hilo divino. Estamos hablando del tejido mismo del cosmos. ¿Listos para el combate?

Atenea y Poseidón (a coro): ¡Si padre!

Zeus (murmurando): Y yo que solo quería una tarde tranquila en el Olimpo…

Esta rivalidad llegaba incluso a las criaturas más humildes del mundo, desde los peces que nadaban en las profundidades marinas hasta los árboles que se mecían al viento en los bosques más remotos. Nada ni nadie quedaba al margen de la tensión que llenaba el aire. En todas partes, se hablaba de las hazañas y los dones de Atenea, la diosa de la sabiduría, y de Poseidón, el temible dios del mar. Cada uno tenía sus seguidores devotos que clamaban por su favor en este conflicto divino. Los humanos, en particular, temían que la furia de los dioses pudiera desencadenar catástrofes que afectaran sus vidas y sus ciudades.

¿Crees que deberíamos construir un refugio anti-dioses? preguntaba el ciudadano 1 al ciudadano 2.

En el Olimpo, la morada de los dioses, Zeus como guardián de la justicia, comprendió que debía encontrar una solución equitativa que pusiera fin a esta rivalidad y garantizara la armonía entre los dioses y la seguridad de la ciudad. Fue entonces, cuando Zeus convocó a Creops, el valeroso rey de la ciudad, al palacio celestial, un lugar donde la majestuosidad de los dioses se manifestaba en todo su esplendor. Allí, el monarca mortal se encontró cara a cara con los dioses inmortales, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros como una carga que parecía demasiado grande para soportar. La magnificencia del Olimpo se extendía a su alrededor, con sus columnas de mármol blanco y los resplandecientes rayos de luz que iluminaban el lugar, creando una atmósfera que inspiraba tanto asombro como temor.

Zeus (con voz tronante): ¡Creops, valiente rey de la ciudad! ¡Has sido convocado al Olimpo para enfrentar una misión de vital importancia!

Creops (mirando a su alrededor, boquiabierto): ¿Esto es el Olimpo? ¿El lugar de los dioses? Parece el escenario de una película épica.

Atenea (con un guiño): Oh, sí, cariño, ¡somos la película más taquillera de la eternidad!

Creops (mirando nerviosamente a Zeus): ¿Y cuál es esa «misión de vital importancia»?

Zeus (dramático): ¡La tarea más monumental que jamás se haya encomendado a un mortal! Deberás… cuidar de nuestro gato divino mientras estamos de vacaciones.

Atenea (riendo): Oh, no te preocupes, es un gato bastante relajado. Bueno, la mayoría del tiempo.

Zeus (serio de nuevo): Pero en serio, Creops, no preguntes que sabes bien el motivo. Y la estabilidad del Olimpo está en tus manos. No arruines todo.

Creops: ¿Y si algo sale mal?

Zeus (sonríe): Pues entonces, prepárate para el estreno de «La Caída del Olimpo: El Regreso de los Dioses Furiosos». ¡Buena suerte, Creops!

Zeus, el soberano del cielo y señor de todos los dioses, miró a Creops con ojos que irradiaban sabiduría y poder. En ese momento, el rey mortal comprendió la inmensidad de la tarea. Estaba a punto de tomarse una decisión que no solo afectaría a su ciudad y a su gente, sino que tendría consecuencias en el equilibrio de poder entre los dioses mismos. El rey Creops sintió cómo el aliento de los dioses acariciaba su rostro y escuchó sus voces resonando en su mente. Zeus, en un gesto de confianza y otorgando un poder raramente concedido a los mortales, le confirió a Creops la capacidad de decidir el destino de la ciudad y elegir al dios al que adorarían.

Creops (rascándose la cabeza): ¡Vaya regalo divino! ¿En serio pensaron que ser el intermediario entre dioses y mortales sería como un paseo por el Olimpo? Oh, genial. Y yo que solo quería ser agricultor…

Zeus: Debes gobernar con fe y responsabilidad.

Creops (con sarcasmo): Sí, sí, fe y responsabilidad. Muy bien. ¿Alguna otra cosa que quieran añadir a mi ya abrumadora lista de tareas?

Con su sabiduría humana única, Creops, tras una pausa de segundos que parecían eternos, ideó un plan ingenioso: Chicos, chicos, no hace falta que se maten entre ustedes. ¿Qué tal si hacemos algo más civilizado?

Poseidón (frunciendo el ceño): ¿Civilizado? ¿Qué es eso?

Creops (encogiéndose de hombros): ¡Nada serio! Solo un pequeño desafío amistoso. En lugar de destruir todo en una lucha épica, ¿qué tal si demuestran sus habilidades de una manera más, digamos, productiva?

Atenea (levantando una ceja): ¿Productiva?

Creops (entusiasmado): ¡Exacto! Un concurso. Ustedes dos, con todas sus habilidades divinas, compiten para ver quién puede beneficiar más a mis ciudadanos. El ganador se lleva el título de «Dios del Año» o algo así.

Poseidón (con desconfianza): ¿Y qué hay para nosotros?

Creops (sonríe maliciosamente): ¡El amor y la admiración eterna de mi pueblo!

La idea de que cada uno de los dioses debía ofrecer un regalo valioso a la humanidad fue recibida con un profundo silencio en el palacio celestial. Creops sabía que esta prueba no solo mediría la grandeza y el poderío de los dioses, sino que también revelaría su benevolencia y su capacidad para velar por el bienestar de los mortales. La elección del regalo se convertiría en un reflejo de la relación entre los dioses y los humanos, una muestra de la conexión entre lo divino y lo terrenal. Creops, con determinación en su corazón y confianza en su decisión, había trazado un camino que llevaría a su pueblo hacia una nueva era, donde la sabiduría y la benevolencia de los dioses serían la guía de su destino. La noticia se propagó como el eco de un trueno, extendiéndose por las calles y callejones, llegando a los oídos de cada ciudadano, desde los más jóvenes hasta los ancianos. No había un solo rincón que no estuviera al tanto de la decisión que se avecinaba. El murmullo de conversaciones llenó el aire, como un zumbido de abejas ansiosas ante una inminente cosecha. Los ciudadanos se encontraban en vilo.

Ciudadano 1(susurrando): ¿Has oído la noticia? ¡El rey va a desafiar a los dioses!

Ciudadano 2 (asombrado): ¿En serio? ¿Cómo que los dioses? ¿No se supone que son como… intocables?

Ciudadano 1 (encogiéndose de hombros): bueno, parece que nuestro rey tiene un par de… digamos, «agallas divinas».

Ciudadano 2 (mirando al cielo): ¡Mira eso! ¿Es un pájaro? ¿Un avión? No, espera, ¿es Poseidón?

Ciudadano 1 (riendo): No, creo que es solo una paloma.

El futuro de la ciudad pendía de un hilo, y todos comprendían que estaban a punto de presenciar un momento que quedaría grabado en la historia de su pueblo, una elección que definiría su identidad y su relación con los dioses por generaciones venideras.  Poseidón, el imponente dios del mar, cuya ira y poderío se desataban en el fragor de las tormentas oceánicas, empuñó su tridente con arrogancia y lo hundió con fuerza en las profundidades de la tierra. Su gesto arrogante y desafiante reflejaba su preferencia por el poderío de la confrontación directa, donde la fuerza bruta y la intimidación primaban sobre la astucia y la estrategia. El sonido de aquel impacto fue tan poderoso que resonó en los mismos cielos, estremeciendo a los mortales y a los propios dioses. La tierra, enfurecida por aquel gesto desafiante, comenzó a temblar con violencia, como si quisiera repudiar la altivez del dios de los océanos.

Ciudadano 1 (temblando): ¿Deberíamos salir corriendo?

Ciudadano 2 (encogiéndose de hombros): Nah, esto debe ser solo uno de esos berrinches divinos. Pasará.

De pronto, desde las entrañas de la tierra surge el manantial salado.

Atenea (conteniendo la risa): ¿En serio, Poseidón? ¿Un manantial salado?

Poseidón (serio): ¡Es un regalo! Las aguas de mi furia, ¡un recordatorio de mi dominio sobre la tierra!

Zeus (murmurando): Más bien un recordatorio de que los dioses también tienen malos días.

La multitud observa con mezcla de incredulidad y consternación mientras el manantial salado fluye, y Poseidón, envuelto en su vanidad, espera admiración.

Ciudadano 1 (susurrando): ¿Qué vamos a hacer con agua salada?

Ciudadano 2 (encogiéndose de hombros): Nah tal vez sirva para salar el pescado. Al menos algo práctico.

Poseidón, envuelto en su vanidad, esperaba que aquel regalo demostrara su inmenso dominio sobre los elementos y doblegara la voluntad de los hombres ante su grandiosidad divina. Sin embargo, la tierra misma parecía rechazar el regalo de Poseidón. Los campos se volvieron áridos y sedientos, incapaces de absorber el agua salada que brotaba de la fuente. Los mortales miraban con desesperanza aquellas aguas inútiles, incapaces de hallar en ellas alivio o sustento. Era evidente que el don del dios del mar carecía del propósito y la bendición que los mortales anhelaban y, por consiguiente, lo rechazaron.

ciudadano 2 (tras reflexionar un rato encogiéndose de hombros): Naaahhh

Los ojos de Atenea, llenos de fuerza y admirable sabiduría, examinaron el desafío desplegado por Poseidón con serenidad inquebrantable. La diosa, cuyo conocimiento y destreza eran legendarios entre los dioses y los mortales por igual, comprendía la magnitud de este momento. Su mirada recorrió cada detalle del desafío, evaluando cada aspecto con una perspicacia que solo alguien de su calibre podía poseer. En su interior, la diosa conocía la incomparable valía de su propio regalo, y estaba resuelta a desplegar su grandeza ante los ojos de los mortales. Con un gesto majestuoso, alzó su mano divina, y el silencio en la plaza principal se hizo más profundo aún. Los ciudadanos observaron con asombro mientras Atenea señalaba con dedo firme al suelo sagrado. Desde el punto que indicó la diosa, brotó una brizna tierna y verde, como una promesa de vida eterna. Esta planta tenía una belleza única, sus hojas resplandecían con un fulgor divino, y su fragancia llenaba el aire con un aroma celestial. El pequeño brote, alimentado por la energía divina, creció con una celeridad prodigiosa ante la atónita mirada de los presentes. Cada instante parecía contener la fuerza de mil años de crecimiento, y el árbol se erguía con una majestuosidad inigualable. Era como si la misma esencia de la vida estuviera fluyendo a través de cada fibra de su ser, nutriéndolo y haciéndolo florecer a una velocidad asombrosa. Sus raíces se hundieron profundamente en la tierra, conectando la ciudad con la fuerza vital de la naturaleza, mientras que su tronco robusto se alzaba con una presencia imponente.

Atenea (con dramatismo): ¡Oh, mortales afortunados! Con este gesto divino, os ofrezco la promesa de la eternidad. ¡Mirad y admirad mi regalo! Este árbol es la manifestación de la vida eterna, un lazo indestructible entre los dioses y vosotros, mortales afortunados.

Ciudadano (rascándose la cabeza): ¿Hay que regar esto todos los días o qué?

Atenea (con un tono divino): No os preocupéis, mortales. Esta maravilla divina no requiere cuidados mundanos. ¡Es autosuficiente!

Ciudadano 2 (susurrando): Nah, eso dice mi primo que vive en casa de mamá.

Mientras el árbol crece a velocidad cósmica, la multitud no puede evitar maravillarse ante la grandiosidad de la creación divina. Las hojas del árbol, de un resplandor plateado, brillaban con la luz del sol como un reflejo del esplendor celestial. Cada una de ellas parecía una joya preciosa, centelleando con destellos plateados que llenaban la plaza de una luminosidad mágica. Sus ramas, extendidas con elegancia, parecían alcanzar los mismos cielos, creando una conexión tangible entre la tierra y el firmamento divino. No era solo un árbol común y corriente, era una creación que fusionaba en sí misma la magnificencia de la naturaleza y la esencia divina de una manera que ningún mortal había visto antes. Su presencia en la plaza principal se convirtió en un recordatorio constante de la maravilla de aquel momento histórico. Los ciudadanos se acercaban a él con reverencia, creyendo que, al tocar sus hojas, podrían absorber una parte de la sabiduría divina que emanaba de ellas.

Atenea (señalando al árbol): ¡Contemplad, mortales! Este árbol será vuestro vínculo con la inmortalidad y la prosperidad eterna.

Ciudadano 1: ¡Esto va a ser genial para el turismo!

En cada una de sus ramas extendidas, se entretejían los sueños y las aspiraciones de todo un pueblo. Era como si el árbol, con su majestuosa presencia, elevara los anhelos de los ciudadanos hacia un futuro radiante. Era un símbolo de esperanza, un faro de unidad y prosperidad que guiaba el camino de la ciudad hacia adelante. Atenea se dirigió a Creops, con una mirada llena de benevolencia y un gesto que denotaba su sabiduría divina. Los ojos del rey se encontraron con los suyos, y en ese instante, una conexión especial se estableció entre lo mortal y lo divino. La diosa habló con voz serena y sus palabras resonaron en la plaza principal como un eco de la eternidad.

«Te entrego este árbol, cuyas hojas no caerán ni siquiera en el invierno más cruel», anunció con orgullo, mientras extendía su mano divina hacia el árbol que había brotado con tanta magnificencia. Las palabras de Atenea eran una promesa de protección constante, una garantía de que su ciudad nunca sería presa de la desolación. Los ciudadanos escucharon con admiración y gratitud, comprendiendo que estaban siendo bendecidos con un regalo que trascendía las estaciones y el tiempo.

«Su fruto será alimento para tu pueblo y hará famosa a tu ciudad en todo el mundo», continuó la diosa, y sus palabras resonaron como un vaticinio de grandeza. “El árbol se convertirá en una fuente inagotable de sustento, asegurando la prosperidad y la abundancia para la ciudad y sus habitantes. Un árbol sagrado, cuya presencia otorga paz, sabiduría y prosperidad a todos los que le rodean. Por eso, oh mortales, cada vez que contempléis este árbol centenario y sus frutos, recordad la historia épica que se oculta en sus raíces y dejad que su espíritu os inspire a perseverar y renacer, incluso en los momentos más oscuros.”

El olivo es más que un simple árbol; es el símbolo eterno de la vida y la esperanza que perdura a lo largo de las generaciones. Sus ramas extendidas, cargadas de olivas, son un recordatorio constante de la conexión entre lo divino y lo terrenal, y su tronco robusto representa la fortaleza que puede encontrarse en las raíces de la historia.

Ciudadano 1: ¿Cómo quedará poner de esto al pan tostado?

Ciudadano 2: Nah, como el agua salada no hay nada.