131. Cambios inevitables

Titina Agarimo

 

Llevaba despierto casi toda la noche. Y no es que el viaje no hubiera sido agotador, ni que la fiesta de bienvenida que le habían organizado sus abuelos no hubiera sido emotiva. Ya que cansado sí que estaba. Supuso que la fatiga junto con los nervios de las últimas semanas y la expectación por lo que le quedaba por descubrir, unido al hecho de que extrañaba los olores y ruidos de su antigua vida, hacían que su cabeza no parará de dar vueltas.

Dejar su vieja casa había sido duro. Despedirse de sus amigos y de los vecinos de la calle, saber que no volvería a comprar en la tienda de la esquina y sobre todo, tener la certeza final de que no volvería a jugar con su padre a pesar de las promesas que le había hecho, hizo que abandonara un trocito de su corazón en aquella esquina verde del país. Pero de todos modos, su madre, a quien tanto quería y a quien tanto debía, había puesto tanto cariño y tantas esperanzas en el traslado y en la vida que les esperaba junto a aquellos olivos centenarios, a los que tanto había extrañado su padre en el norte, que no había tenido más opción que sonreír y aceptar todo lo que ella le ofrecía.

—Buenos días dormilón. ¿Qué tal has pasado la noche?¿Has podido dormir bien a pesar del calor? —le preguntó su madre mientras entraba como un huracán en su nueva habitación y se abalanzaba sobre él para hacerle cosquillas.

—¡Mamá! ¡Para! ¡Para! —le gritaba él, mientras se retorcía de risa y le brillaban los ojos de alegría por ver de nuevo a su madre tan feliz.

—Venga. ¡Arriba! ¡Arriba! Tus abuelos ya se han marchado. ¿Recuerdas que te dije que hoy comenzaba la cosecha? Pues ellos ya están allí. ¿Vamos a  ayudarles?

—Pero mamá, ¿cómo vamos a ayudarles? Yo no entiendo nada de cosechar —le replicó él mientras se quitaba el pijama y, se ponía la ropa que su madre le estaba dando.

—Verás, esto también es nuevo para mí, pero para ayudar no necesitamos un manual de instrucciones, sólo hay que estar ahí pendiente, para ver qué se necesita y ofrecerlo.

Algo más convencido tras la explicación, terminó de vestirse y fue a la cocina donde le esperaba su desayuno. Y ahí estaba, el desayuno que su padre preparaba los días de fiesta: su vaso de leche y, al lado, un plato con dos rebanadas de pan tostado con aceite de oliva. Tras dudar unos segundos, y mirar a su madre expectante, se subió al taburete de un salto.

—¿Qué celebramos? —preguntó él antes de darle el primer mordisco al pan.

—¿Qué te parece nuestra primera recogida de la aceituna? —le replicó ella mientras se servía un café y se sentaba a su lado.

—Suena bien —respondió él con una sonrisa. —Mamá, ahora cuando vayamos con los abuelos, ¿qué hay que hacer?

—Yo no sé mucho, ya sabes que el que se crió aquí fue tu padre. Pero sé que por la orografía de la finca, hay dos partes bien diferencias, en las zonas de pendiente habrá cuadrillas de aceituneros armados de lienzos y varas, y en  las otras zonas más bajas, verás grandes tractores con vibradoras o incluso con cosechadoras —le respondió ella, mientras le daba un mordisco a la segunda tostada.

—Pero, y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?

—Si te soy sincera, cariño, no lo sé. Pero después de desayunar, vamos a buscar a tus abuelos y ellos nos lo explicarán.

Tras recoger los platos y dejarlo todo en su sitio, se subieron al coche y fueron en la dirección en que los abuelos les habían dicho dónde iban a estar. Tras menos de cinco minutos de recorrido y asombrados por las hileras interminables de olivos que abarca toda la vista, los encontraron. Al verlos llegar, a su abuelo le cambió la cara, con una enorme sonrisa y agachado brindándole un abrazo, él no tuvo más remedio que echarse a sus brazos, sonreír sinceramente por todo el amor que percibía y sentirse a salvo tras las últimas experiencias vividas.

—Has crecido durante la noche, ¿verdad? —dijo su abuelo después de soltarlo.

—Abuelo, qué exagerado eres. No he crecido nada. Mira, toda mi ropa me va igual. A ver, ¿en qué te puedo ayudar?

—Nos esperan unas semanas con mucho trabajo, en realidad esta tierra, como cualquier otra, exige mucho sacrificio, pero no descubrirás mayor placer cuando obtengas el resultado final.

—Pero, ¿qué tenemos que hacer? —volvió a preguntar mientras lo seguía a su lado hacia el olivo más cercano.

—Mira —le dijo su abuelo, tras recoger una aceituna y dejarla suavemente en la palma de su mano. —En los próximos días, iremos eligiendo qué aceitunas recoger dependiendo de su nivel de madurez, después habrá que limpiarlas y molturarlas. Tras eso, el siguiente paso del proceso será batir la masa resultante para desligar el aceite..

—¡Pero abuelo! —gritó él ligeramente asustado.— Yo no sé hacer nada de eso.

—Nadie nace aprendido, hijo. Tú no te preocupes.

—Abuelo, yo te quiero ayudar, como hacía papá cuando estaba ;con vosotros —dijo mientras lo agarraba de la mano y seguía sosteniendo la aceituna en la otra.

—Y lo harás, pequeño, y serás mejor que él, ya lo verás —le respondió mientras lo guiaba hacia el capataz de los aceituneros que se acercaba.

Después de los inevitables saludos, el capataz le explicó a su abuelo cómo quería que discurriera la jornada y tras su aceptación, lo miró a él atentamente unos segundos y lo invitó a acompañarle mientras le enseñaba el olivar.

—Pero esto es muy muy grande. En un día sólo podremos llegar al horizonte y regresar para la comida —le contestó algo extrañado mirando hacia todos los lados y viendo únicamente olivo tras olivo tras olivo.

—Tenemos dos opciones. Tengo un par de quads muy cómodos que podemos usar, pero …—y se cayó con una gran sonrisa y creando mucha expectación. — También hay un par de caballos ya ensillados que nos pueden ayudar. ¿Qué te parece? ¿Cuál prefieres?

—¡Los caballos! —gritó mientras daba pequeños saltos de pura felicidad. —Mamá, ¿puedo ir a ver el olivar a caballo? —le preguntó a su madre temiendo una negativa por respuesta.

—Pero sólo si llegáis a tiempo para que comamos todos juntos —le respondió ella mientras le daba un pequeño abrazo y volvía a girarse para seguir hablando con sus abuelos.

Se subió rápidamente en el coche del capataz y en menos tiempo del que esperaba, ya estaban en las cuadras, acariciando a los caballos. Por fortuna, había ido a equitación desde que tenía memoria, pero le parecía increíble poder tener caballos en su propia casa.

Ya a caballo y dirigiéndose al este, en dirección del sol, el capataz, tras varios minutos de silencio, le contó la historia de aquellas tierras, de la manera en que sus antepasados siempre la habían cuidado, del modo en cómo las había cambiado la tecnología y todos los planes futuros que él y sus abuelos tenían pensado. En ese momento, él se sintió importante, le gustaba cómo el capataz le hablaba, le hacía sentirse adulto.

—Es asombroso cuánto te pareces a tu padre —le dijo después de unos segundos en silencio.

—¿Tú le conociste? —preguntó él algo extrañado.

—¡Claro! Éramos muy buenos amigos, hasta fuimos al colegio juntos.

—¿En serio?

—De verdad. Y tú eres su viva imagen.

—No, eso no es verdad. Él era alto y valiente y nunca le dio miedo nada.

—¿De qué tienes miedo? —le preguntó el capataz algo inquieto.

—Desde que no está él, tengo miedo a todo. Desde ir al colegio y pensar que cuando llegue a casa, mi madre no vaya a estar, a reírme cuando no debo o pedir deseos que son imposibles—le respondió él, evitando su mirada.

—Te voy a contar un secreto. Cualquier persona con la que te cruces, tiene tus mismos miedos. En realidad, todos tenemos miedo a que nos dejen solos, a hacer mal las cosas o a que terminen con nuestras esperanzas. Pero no por ello, somos menos valientes.

—Entonces, ¿crees que soy valiente como mi padre?

—Eres igual que él. Tienes sus mismos ojos, color verde oliva, tienes esa misma mirada de esperanza y fe en un bello futuro, tienes su mismo color de tez tan parecido al color de estas tierras por las que llevas toda la mañana cabalgando…

—Gracias. Eres el único, además de mis primos que me habla de él.

—No es un cumplido —le contestó, mientras tomaban el camino de regreso. —Ya verás, en unos meses, cuando ya estéis adaptados aquí, volverán a hablar de tu padre, cuando la pena que llevan los adultos ya no les supere, volverán a sonreír con los recuerdos.

En ese momento, trotando sobre la tierra por la que sabía que había estado su padre, se sintió, de nuevo, valiente y con la suficiente fuerza para afrontar ese futuro tan incierto que por la mañana le parecía terrible. Tras un suspiro y dándole un toque con el talón al caballo para que fuera más rápido, miro al cielo azul cobalto que estaba sobre su cabeza y susurró: «Papá, ya verás como puedo con todo». En ese preciso instante, y aunque un observador normal no lograra percibirlo, una estrella, encima de él, brilló con más fuerza.