130. La tormenta

José A. Alcalá Martín

 

Suenan los acordes iniciales de la primavera de Vivaldi. Es el tono personificado para mi madre. Siento enseguida la mirada preocupada de Megan; primero sobre mí, luego sobre el aparato, como tratando de desentrañar qué está ocurriendo. En los veinte años que llevo viviendo en Estados Unidos, nunca he recibido un mensaje de mi madre a estas horas de la tarde; la madrugada en España.

“A tu padre le ha dado un ictus. Está en cuidados intensivos. Mañana te cuento”.

La llamo inmediatamente, pero solo encuentro silencio. Lo intento otras cinco veces. Mi hermana tampoco lo coge.

De forma instintiva camino hasta al jardín. Me dejo acunar por la suave brisa que mece las hojas del olivo. Ha crecido mucho, demasiado quizás, para tener apenas diez años. Sonrío para alejar el miedo, sonrío para enmascarar las preguntas que comienzo, aunque no soy capaz de terminar. Otras preguntas muy diferentes tuvieron que hacerse los operarios en el control de aduanas. Una estaquilla diminuta, arropada por capas de celofán y paños de cocina, traída desde España, desde nuestra finca. A pesar de tener los papeles reglamentarios, cómo me costó convencerlos de que eso no era una especie invasora, ni dañina, ni peligrosa. ¿Cómo va a ser eso un olivo? A su sombra, noto su serenidad, ajeno a la agitación que se produce a miles de kilómetros, en otro huso horario, en otro país, en otra lengua; también a la que borbotea dentro de mí.

¿Qué va a pasar ahora?

***

Me golpea la bofetada de calor nada más bajar del avión, es soporífera, acogedora también. Me dice que estoy en casa. ¿Acaso uno termina de irse? En respuesta a mi pregunta, mi piel responde con sudor excesivo, como queriendo decir que sí, que ya estoy adaptado a otro clima. Las niñas también se quejan del calor, aunque pronto se les olvida y se concentran en saltar, merodear, incordiar, preguntar, comer, beber, quejarse, llorar y otras tantas trastadas hasta que llegamos a la zona de llegadas donde nos espera mi hermana. Está más joven que la última vez, como si se hubiera quitado un peso de encima, y es que, en verdad, lo ha hecho con su divorcio.

***

Mi madre me besuquea; aunque nada comparado con la de besos que brinda a sus nietas. A Megan también le da uno, fuerte, muy sonoro, ante él cual, ella sonríe tímida. Nunca ha terminado de acostumbrarse a tanta cercanía. Las niñas preguntan por el abuelo, ante lo que mi madre les responde, con su tono sereno, que después, que está echando la siesta. No hay duda en su voz. ¿Alguna vez ella muestra el miedo?

Las coge de la mano y van a la piscina, su parte favorita del cortijo. Desde la lejanía escucho algunas palabras en inglés, pero rápidamente encuentran su traducción al idioma de su abuela.

***

Con una ducha innecesariamente larga y, con el agua muy fría, todo lo fría que se puede conseguir en agosto en Jaén, postergo lo inevitable. Me pongo unos pantalones cortos y sin camiseta me quedo en el borde de la cama. Me horroriza la idea de ver y escuchar a mi padre. En el hospital me han dado seis meses de trabajo online. Me dedicaré a revisar historiales y expedientes; pero me han eximido de entrevistas y tratamientos presenciales. Él será mi único paciente los próximos meses.

Megan entra en la habitación y se sienta a mi lado. No dice nada, pero su mano atrapa la mía. Poco a poco, mi miedo desaparece, al menos, se esconde. ¿Dónde? No lo sé. Me da un beso y se mete en la ducha. Escucho el agua correr. Suspiro y bajo.

Está recostado en su butaca del semisótano (el sitio más fresquito de toda la casa). Tiene un rostro afable, bonachón, sin inquietud. Lleva su gorra, su camisa desabotonada, su pantalón de chándal de las tres rayas y sus idiosincráticas sandalias, pero falta su mirada.

—Las retropententias de la ihlá mirtin la calle, esto ángelus demostró la niño agua. Azada liontio miesta la niña, la atas tú.

Trago salivo y repaso mentalmente el informe: “Accidente cerebrovascular con daño severo en la parte posterior del giro temporal superior del hemisferio izquierdo”. No necesito mucho para saber que el diagnóstico del hospital es acertado. Mi padre presenta una afasia de Wernicke de manual, caracterizada por un profundo daño en la compresión del lenguaje, con mantenimiento de la prosodia y la entonación, aunque con graves problemas para la formulación inteligible y una profunda anosognosia.

Él prosigue con su verborrea, confirmando mis peores sospechas. Le doy un beso en la frente antes de huir, literalmente huir. He trabajado con este tipo de afasias cientos de veces en la consulta, pero me hubiera imaginado verla en mi propio padre.

Salgo al patio y me distraigo viendo cómo gozan mis niñas del baño. No puedo controlar el temblor en mi barbilla, ni las lágrimas que lo acompañan. Cuando ellas me ven, corren hacía mí, y así las recibo, pues quiero que me abracen. Me sumerjo en el abrazo doble y las penas se esconden, encogiendo mi corazón con miedo y esperanza.

—¿Es por el abuelo? —me pregunta Sidney, la mayor — ¿Tan malo está?

Asiento. Quiero mentirles y decirles que se pondrá bien, pero no me salen las palabras. Los tres nos quedamos abrazados en silencio.

—¿Os apetece un paseo por los olivos?

—¿Los olivos? —responde Ivy. — ¿No se dicen las olivas?

—El abuelo y la abuela siempre lo dicen así. ¿Por qué tú lo dices en masculino? –insiste la hermana.

Son nativas americanas, pero hablan perfectamente español, aunque eso no hace que a veces cometen patinazos con los géneros. Normalmente les enseño el género adecuado, sin embargo, ahora no sé qué decirles.

—Luego se lo preguntamos al abuelo…a la abuela —me corrijo con un nudo en la garganta.

Paseamos por los olivos, o por las olivas. Al principio de la mano, pero pronto se sueltan, y se dedican a correr en zigzag, aparecen y desaparecen detrás de troncos y ramas. Es un terreno llano con cientos de árboles fielmente alineados.

¿Las olivas? ¿Los olivos?

Siento el impulso de mirarlo en internet, aunque me he dejado el móvil en el cortijo. Así que deambulo con la duda por el extenso olivar acompañado del crujir de las cigarras. El cielo comienza a teñirse de naranja noche. Pienso en el olivo que tenemos en el jardín de Estados Unidos, y siempre lo llamo en masculino. ¿Será cuestión del plural? Trato de utilizar el plural en conversaciones inventadas y siempre lo utilizo en su forma masculina: la cosecha de los olivos, mil siete olivos, los olivos del tío Ramón… Pienso en la maravillosa película “El Olivo” y también es masculino. La aceituna, claro que es femenino. Y las olivas, refiriéndose al fruto, es un mal (tolerable) que se extiende en ciertas partes de España, entonces…

Mi madre nos espera a la entrada del cortijo. En cuanto ven su silueta las niñas se lanzan en una improvisada carrera. Distingo su mirada encendida con la magia de saberse la mama.

—Mañana nos vamos a hacer la foto de familia. Que vienen la tita, el tito y los primos.

Y señala el olivo que está a la entrada. Las niñas responden con júbilo, más por la llegada de sus primos que por la foto.

—¿Podemos ver las fotos de otros años?

—Claro, cariño, después de cenar.

Las dos celebran con alegría. Después, remiran golosas la piscina, luego a mí. Asiento y salen corriendo al agua. Todo lo hacen al sprint, como si la vida fuera a desaparecer y tuvieran que exprimir cada segundo. No vale la pena malgastar el tiempo caminando, y no les falta cierta razón.

—¿Le has notado mejoría estos días? —le pregunto a mi madre.

Niega con la cabeza.

—¿Cómo estás?

—¿Vas a poder ayudarlo?

—Voy a hacer todo lo posible.

—¿Eso qué significa?

Sé lo que eso significa, pero las palabras se me traban, atoradas en algún oscuro lugar. Ella continúa.

—En el hospital nos dijeron que la evolución era muy complicada, prácticamente un milagro. Sé que nunca has sido de creer en milagros… Yo tampoco.

Nos quedamos en silencio. Sus ojos marrones, normalmente prendidos de ilusión, están grisáceos, apagados. Aun así, me sonríe, y no es forzada, es realista, captura la profundidad de la situación en una leve curva. Dicen que las fórmulas más sencillas son las que mejor capturan la realidad, sino que se lo digan al genio despeinado.

—¿Cómo los llamas? —y abro los brazos— ¿Los olivos?  ¿Las olivas?

La gravedad tiñe sus labios de melancolía.

—Hay preguntas que nunca dejan de revolotear en la cabeza.  ¿Cómo los llama tú?

—Los olivos.

Abre la boca para decir algo, pero la cierra. Una solitaria lágrima recorre su mejilla, la derecha.

La miro sin comprender y aguardo a que diga algo más.

—¿Qué pasa? —le imploro.

Me coge del brazo y por toda respuesta caminamos en silencio hasta la mesa del patín donde Megan está regando sonriente una rebanada de pan cateto con aceite. Este pan no lo encontramos en Estados Unidos. Menos mal que el aceite sí, pues cada año nos mandan mis padres un paquete cargado de garrafas y también de botellas con aceite de primera cosecha, del que pica gustosamente en la garganta, a nuestra casa en Burlington. A su lado, en una silla de ruedas, está mi padre. Le doy un beso en la mejilla y le pregunto.

—¿Los olivos? ¿Las olivas?

—Larneta miscol la vara, la la maltida clementino con manomes mina sol que cantina…

***

El anochecer se está cerrando con unas tupidas nubes que cubren el cielo. Se avecina tormenta. Mi madre ha sacado ropa antigua de mi hermana y mía, y las gemelas están eligiendo qué ponerse. La pequeña viene con una sudadera desgastada y enorme de mi hermana, mientras señala ilusionada un roto en la codera. La mayor con un viejo chándal mío, en el cual le sobra media manga que cuelga de sus brazos como si fuera un espantapájaros. No puedo más que sonreír ante su inocente felicidad. Ahora, abrigadas, comienzan a mirar el álbum.

—La primera foto es esta, es de 1950 y, mira, aquí está mi mamá, Amparo, con mi papá, Pepe. Y este pequeñín de aquí es mi hermano Ramón.

—¿Y, tú, abuela?

—Cariño, nací dos años más tarde.

Las niñas gritan con júbilo cuando aparece dos páginas después. En todas las fotos se repite la misma estampa: un gran olivo de un solo pie está parcialmente tapado por diferentes personas. El número varía, de tres a cinco personas en los primeros veinte años, de seis a ocho en los nueve siguientes, después fluctúa entre siete y ocho, nueve y once y así hasta el año pasado que alcanzamos el récord de doce. En la foto de mañana volveremos a ser once. El exmarido de mi hermana ha desaparecido de la composición.

Las niñas pasan el álbum hacia delante y hacia atrás, se deleitan con el aparecer y también con el desaparecer. Observan atentas la evolución de la vestimenta, la calidad de las fotos, el propio olivo. Hacen preguntas que su abuela contesta con orgullo y con la sapiencia de conocer todo sobre su familia.

Observo atento a mi padre, que, a su vez, mira el infinito. Siento una gran impotencia, me desarbola por dentro, no es justo para él, no es justo que no pueda sentarse con sus nietas y mirar las fotos, pasear por sus olivos, disfrutar del fruto del trabajo de toda una vida.

Mis abuelos compraron esta finca con mucho sudor a los señoritos que cayeron en bancarrota. El juego y el alcohol despiertan demonios. Por eso, en mi casa, el vino sólo se bebía en bota y durante el ángelus en el campo; en vaso, estaba reservado para navidad. De la nada, “nosotros éramos más pobres que un arao”, repetía siempre mi abuelo Pepe, fueron forjando y transformando la finca en su hogar. Con los ahorros de las primeras cosechas, ampliaron sus fronteras con olivos de los vecinos y fueron modernizando tanto las técnicas de trabajo y cuidado de los olivares como la maquinaria. Del hacha pasaron a la motosierra, del arado al tractor, de la vara a la vibradora, de las acequias al regadío por goteo, y de las burras, Blanca y Morena, al todoterreno con remolque. También se apuntaron a las “curas” que mataban insectos, gusanos y pájaros, sin embargo, eso sólo duro un par de años. Los suficientes para entender que ellos querían vivir junto a sus olivos, sin químicos, y abrazaron, sin etiquetas ni bendiciones, la agricultura ecológica de hoy en día; la de toda la vida, en realidad.

—Las niñas se lo están pasando muy bien. Les encanta la piscina. Allí en el colegio…

—Minta lingoueta la azada lintormenta con milo aceqia y ratinto la la la noche… —me interrumpe impetuoso.

Y sigue y sigue hablando, se pierde en su propio discurso que solo termina cuando se escucha a lo lejos un trueno. Entonces se calla y otea el horizonte.

—Deberíamos meternos dentro —dice mi madre.

Asentimos.

—Si tiene que llover que lo haga de noche, ¿verdad papá? Así pilla a todo el mundo en su casa.

Me sonríe y no dice nada. Por un instante pienso que me ha comprendido, que me ha respondido como lo haría él. El corazón se me encoge, me tiemblan las manos. Otro trueno, con más estruendo. La tormenta está cerca.

***

Despierto empapado en sudor frío. La ventana arrastra un suave olor a tierra mojada hasta nuestra cama de forja. De todos los enseres del cortijo, es lo que más le gusta a Megan. La tormenta ha pasado, se respira una calma de noche estridentemente silenciosa, ni los grillos entonan su monódico cri-cri. Tengo un mal presentimiento. Camino hasta la habitación de mis padres. En el umbral de la puerta agudizo mis sentidos, hasta que escucho dos respiraciones diferentes. Suspiro aliviado. Salgo al patín y continúo.

Cuando llego, no me sorprendo. De alguna forma lo intuía, pero intuirlo no es lo mismo que verlo, y la intuición, por sí sola, no desgarra un pedacito más de mí. Delante, el olivo de las fotos está partido por la mitad. La mitad derecha calcinada, la izquierda intacta. Las aceitunas están desparramadas por el ruedo, algunas conservan su verde estival, muchas otras carbonizadas. Imprimo toda la furia posible a una patada que lanzo sobre una rama caída. Los trozos carbonizados se levantan en el aire, y se volatizan en pequeñas cenizas que recorren algunos metros. Grito y pataleo, para volver a gritar y expulsar la rabia acumulada, después, me quedo a solas con una sensación de honda tristeza, aunque imprecisa.

¿Qué más queda por venir?

***

Unos pasos me alertan. Reconozco el caminar de mi madre. No es justo para ella. En la mano lleva un cuaderno. Se sienta a mi lado en silencio, con la boca contraída en una mueca vaga. Quiero decir algo, pero estoy en blanco. Es ella la que habla, una vez más.

—Cuando alguien dice que las desgracias nunca vienen solas, es porque más de una vio.

—Lo siento.

—Hemos tenido suerte, el rayo podía haber caído en la casa.

Asiento.

—La foto de hoy va a ser más especial, no todos los días se fotografía uno con un olivo partido por un rayo.

Se acerca y me tiende el cuaderno.

—¿Lo recuerdas?

Sonrío con nostalgia.

—Es mi diccionario del mundo.

—Te pasabas los días apuntando palabras que no conocías. Cada vez que veías a un mayor le preguntabas por palabras raras y le pedías que te las explicara y tú, las apuntabas. Este era tu tesoro. Anda, ábrelo por la última página.

Reconozco mi letra de hace muchos años. Leo el texto en voz baja.

“La gente se refiere a los olivos en masculino cuando no son parte de ellos, como el hijo del carnicero, que les dice los olivos. Nosotros vivimos con ellos y gracias a eso los llamamos olivas. Las olivas. Es nuestra forma de diferenciarlas. Nuestras olivas siempre serán nuestras. Han sido, son y serán nuestra vida. Me gusta nuestra vida”.

Vuelvo a repetir el texto, esta vez en voz alta. Se me quiebra la voz en las últimas palabras.

—Supongo que tenías razón, hijo. Cuando ya no vives con ellas, se les cambia el género.

La abrazo con fuerza. No hay reproche en su voz.

—Quizás estoy a tiempo de volver a usar el femenino.

—Mis nietas lo hacen, aunque vivan a millones de quilómetros.

—Miles, mamá.  No exageres.

—Pues, como si fueran millones.

Nos quedamos en silencio, contemplando el cielo mutar lentamente de color.

—¿Te has dado cuenta de lo que hace tu padre al hablar?

—¿A qué te refieres?

Ella sonríe con cierta malicia.

—Quizás estuviera bien que miraras en la página 8 de tu cuaderno: COSAS DEL CAMPO.

Abro la página y encuentro un pequeño listado de palabras: azada, espuerta, mamones, ángelus, ruedo, bolate… Cada una con su definición detallada.

—Todas esas palabras las repite sin paradas, mezcladas con las que se inventa. Él sigue viviendo con sus olivas.

Es cierto, reconozco alguna de esas palabras que había tomado por neologismos. ¿Puede ser eso una buena señal de consciencia? Me gusta pensar que lo es.

—Todo va a ir bien —me atrevo a decir.

Me responde con otra enigmática circunferencia: mitad optimista, mitad realista.  Saca una navaja de su bolsillo. Corta una pequeña rama de la parte no calcinada, se la acerca al pecho y suspira con los ojos cerrados.

—Anda, vamos a desayunar.