
129. Las olivas de la ira
I
María
Hoy es martes, así que el bar no abre, por eso aprovecho los martes para hacer la compra. Menos un par de recados que puedo hacer otros días si tengo un rato libre, sobre todo para las cosas frescas, la fruta y así, los martes toca hacer la compra de toda la semana.
Mientras empujo el carrito por el super, suena música a la que no presto atención. Bastantes cosas tengo ya en la cabeza. El arroz, las lentejas, los macarrones, el café, los yogures. ¿Qué más hacía falta? Huevos, sólo quedaban tres. Ay, el papel higiénico también, y tampones. Y el detergente, que le quedaba poco para terminarse, y cuchillas de afeitar para mi marido. Mirando cada balda, buscando la mejor oferta… dicen que los precios más baratos suelen estar en las baldas de abajo. No sé si es verdad, pero desde luego, unas cuantas veces ya me hacen agacharme, con lo que me duele la espalda.
Las patatas, 400 gramos de pechuga y dos muslos de pollo en la charcutería, los tronquitos de pescado… el aceite, queda el aceite. De oliva, que dicen que es muy bueno para la salud. Pero cuando llego a las baldas del aceite y veo el precio… me parece que, por muy bueno que sea, nos quedamos sin él. Habrá que coger aceite de girasol, porque lo que está subiendo el aceite de oliva no es normal. Y ni sumando mi sueldo de camarera y el de mi marido nos podemos permitir esto, la verdad.
II
Manu
Estamos ya en otoño y empieza a refrescar, pero esta mañana el sol pega fuerte. Mal día para trabajar en el campo.
Los olivos se extienden hasta donde abarca la vista, es una finca enorme. Estamos algo más de dos docenas de temporeros.
A ojo, yo diría que este año hay más migrantes que nacidos en España entre nosotros. La mayoría africanos, tanto magrebíes como subsaharianos; también hay unos cuantos sudamericanos y un hombre que, por el acento, yo diría que es rumano. Hay más hombres que mujeres, pero tampoco por mucha diferencia.
Son 12 horas de trabajo; y en mi caso, que no tenemos coche, una hora andando para ir. Para volver sólo tengo que andar veinte minutos, el resto lo puedo hacer en autobús. El transporte no corre a cargo del dueño de la finca, aunque nos paga 5 euros extra cada día para compensar los gastos… que bueno, en mi caso, no son gastos, pero es casi hora y media andando, que también cansa. Al final, es levantarse a las cinco de la mañana y llegar a casa pasadas las ocho de la tarde. Bueno, cuando toca la campaña del melocotón, tengo que ir en tren, pero las condiciones son parecidas.
En esta finca, no hay máquinas vareadoras ni nada por el estilo. Todo se hace a la manera tradicional, sin tecnología de por medio. Ya la pondrán cuando decidan que les sale más rentable, supongo. De momento, todo a mano: ponemos la lona, vareamos, recogemos.
Trabajamos por parejas; intentamos juntarnos con alguien que vaya al mismo ritmo que nosotros. Si no, es un engorro. Me he juntado con el mismo compañero que ayer, un chico marroquí, Amil, muy joven. Muy buen trabajador, parece que se cansa menos que yo, aunque ha habido un momento que casi me saca un ojo con la vara… hay que tener cuidado al varear, que si le pegamos al compañero, mal vamos. Pero bueno, que se ha disculpado y no lo ha vuelto a repetir, el resto del tiempo todo bien. Ponemos la lona, vareamos, recogemos. Así una y otra vez, de olivo a olivo.
Una vez, un lingüista me explicó un poco todo este tema, es curioso. Dependiendo de la zona de España, al árbol se le llama olivo o aceitunero. A su fruto se le llama oliva o aceituna. Y a su producto, molido, se le llama óleo o aceite. De estas seis palabras, “óleo” es la menos usada, casi no se usa para esto, sólo para otras cosas, como la pintura al óleo. Y la equivalencia entre las dos palabras es curiosa, porque decir, por ejemplo, “aceite de oliva” es redundante… bueno, viene bien para distinguirlo del aceite de girasol, por ejemplo, pero aún así es redundante, es como decir “aceite de aceituna”, o tal vez “óleo de oliva”.
No sé si el resto del mundo también lo encontrará interesante… a mí sí me lo pareció. Me gusta aprender cosas como ésta. Me gusta mucho leer, también. Creo que el mundo está lleno de gente que se piensa que ser jornalero e interesarse por la lectura y la cultura es incompatible o algo así, pero no, joder. Los pobres también tenemos derecho a la cultura, de verdad, y también nos puede interesar sinceramente.
Pero ahora, lo que toca es trabajar. Ponemos la lona, vareamos, recogemos. Y, por fin, llega la pausa para comer. Media hora de descanso, tenemos también otras dos pausas de un cuarto de hora cada una. Menos es nada.
Nos juntamos, sentados en el suelo, a la sombra, y hablamos. Un poco, al menos. Después de seis horas vareando olivos y recogiendo aceitunas, y con otras seis por delante, la verdad es que uno no se muere de ganas de hablar, pero sólo hay que hacer un esfuerzo al principio, y lo demás va solo. Son buena gente. Uno podría hacer buenos amigos aquí. Es sólo que a algunos no les apetece hablar, y no les culpo.
Terminamos de comer, y seguimos. Ponemos la lona, vareamos, recogemos. De olivo a olivo, una y otra vez, conforme las horas van pasando, el cansancio se va notando y la espalda cada vez me duele más. Todavía me falta mucho para considerarme viejo, pero se ve que joven tampoco soy. Cuando tenía 20 años no me dolía así la espalda. Y cuando tenía 30 tampoco, ya puestos.
Las últimas horas son las peores. Sabes que te queda poco para acabar y eso te da ánimos, y además, ahora que el sol calienta menos, se está mejor… pero aún así, con el cansancio acumulado, se hacen todavía más largas que las primeras. Los miles y miles de aceitunas van formando montones enormes que se llevan en una especie de pequeño tractor. Nosotros seguimos a lo nuestro: ponemos la lona, vareamos, recogemos.
Con las horas, se convierte en una labor mecánica, ya ni me doy cuenta de lo que estoy haciendo, sólo noto el cansancio y el dolor que intento ignorar. Por fin, se termina –por hoy-, y llega la hora de volver a Andújar.
III
María
Cuando vuelvo del super todavía son las diez. Cómo pesan las bolsas, eso sí, mi espalda cada vez aguanta menos. Y ahora a limpiar la casa, que esta semana me toca a mí.
Barrer, limpiar el baño, la cocina. Anda que el microondas también, la cantidad de porquería que tiene incrustada…
El polvo de las baldas no lo voy a quitar hoy, que todavía no hay mucho, pero hay que ver lo rápido que se acumula, sobre todo en los libros de mi marido.
Vale. Compra hecha, limpieza hecha. Martes aprovechado. Quedan las demás tareas domésticas. Poner la lavadora, recoger la ropa tendida. Hacer arroz para comer, lo que sobre para la cena, y una tortilla francesa. Luego he quedado con Ana para tomar un café, que ya casi no la veo. Qué difícil es quedar con las amigas a partir de cierta edad… con lo fácil que era hace unos años. Ana encima ya tiene una hija, guapísima, ¿que cuándo era su cumpleaños? Lo tengo por ahí apuntado, pero era en noviembre, creo, tengo que comprarle algo. ¿Qué le gusta a una niña de cinco años? Bueno, ya lo pensaré.
También podría haber aprovechado que hoy no abría el bar para visitar a mis padres, pero es que no me da la vida para todo. A ver la semana que viene…
Ahora no tengo nada que hacer hasta las seis, que he quedado con Ana. Ay, me tengo que buscar un hobby, de verdad. Si a mí antes me gustaba hacer ganchillo, y hacer pasteles… es que con el trabajo ya ni me da tiempo, y cuando ya se pierde la costumbre, pues es difícil ponerse… bueno, ya no digamos la guitarra, pero la guitarra no la he tocado desde que era niña, casi. Y libros, alguno de vez en cuando, pero nunca me ha gustado mucho leer. A mi marido sí le gusta. Dice Ana que eso es raro, que normalmente la mujer es más de leer libros que el hombre, pero no sé yo si hay tanta diferencia.
Así que pongo la tele, y así a lo tonto, me quedo dormida. Pues algo más de una hora me he debido de dormir, y mira que normalmente no me soy de echarme la siesta. Supongo que necesitaba alguna horita más de sueño.
Menos mal que me espabilo yo sola bastante fácil, porque así a lo tonto, ya son casi las cinco. Entre que friego los platos y quito la lavadora, ya es hora de ir preparándome.
Estar con Ana es agradable, la verdad. Es como si no hubiera pasado el tiempo. Hablamos de cosas distintas, pero nuestra relación es la misma. Bueno, es que hablamos sobre todo de su cría, hay que ver qué graciosos son los niños. Yo no tengo cosas tan interesantes que contar.
Dice que tendríamos que salir de fiesta algún día, por los viejos tiempos. Sí, para salir de fiesta estoy yo ahora… además, que bastantes borrachos aguanto ya en el bar. Pero reconozco que un poco sí me tienta la idea. Pero no, mejor no. Ha sido agradable estar con ella, de todas formas (eso sí, se llega a fumar otro piti delante mía y tengo que ir corriendo al estanco a fumarme un cartón entero. Que ya voy a hacer quince meses sin fumar, pero no es fácil tomar un café con alguien que está fumando uno tras otro).
Y está bien desconectar un rato, que bastantes preocupaciones tengo ya. Ay, si papá cada día está peor, y seguramente tengamos que meterle en una residencia. Todavía no lo hemos decidido, pero igual tenemos que empezar a hacer los papeles… total, la lista de espera es de más de un año. Nos va a dar tiempo a cambiar de opinión, si cambiamos de opinión, pero mamá ya no va a poder cuidarle… ¿y si se cae? Si se cae, no puede levantarle…
Tampoco sé quién nos cuidará a nosotros cuando seamos viejos. En otra vida, me habría gustado tener un hijo. Y cada vez que Ana me cuenta cosas de la cría, me activa el instinto maternal ése del que tanto hablan. Pero cómo vamos a tener hijos si no llegamos fin de mes, y mis padres, con lo que cobran de la pensión, tampoco… y aunque quisiéramos ya, igual es un poco tarde… para cuando saliera del instituto, nosotros ya estaríamos jubilándonos, y eso que parece que van a seguir atrasando la edad de jubilación…
No es que me queje de lo que tengo. No estoy mal. De hecho, aunque suene cursi, sigo estando enamorada, después de unos cuantos años ya de matrimonio. Lo noto cada vez que veo a mi marido. Lo noto porque, a las ocho y diez, Manu llega a casa y me alegro tanto de verle.
IV
Manu
Llego a casa totalmente hecho polvo. Ya prácticamente sólo me dan las fuerzas para ducharme, cenar e irme a la cama, poco más.
Durante la cena, María me comenta que ha estado con Ana, que su hija ya va a cumplir cinco años –cómo pasa el tiempo-, y que hoy ha comprado aceite de girasol porque el de oliva está carísimo.
Si dividimos entre dos el trabajo que hemos hecho Amil y yo, puedo decir que hoy he recogido con mis propias manos 130 kilos de aceitunas. Hago cálculos de memoria: de ahí se sacarán unos 25 litros de aceite de oliva virgen extra. De las aceitunas que yo recoja a lo largo de esta semana, saldrán 125 litros de aceite. Pero nosotros no podemos permitirnos comprar una botella de un litro. No sé cómo puedo estar tan acostumbrado a esto y, aún así, seguir sorprendiéndome.
Quiero decir… no llevo una mala vida. A grandes rasgos, me gusta mi vida. Tengo una esposa maravillosa, sigo queriendo a María como el primer día. Pero saber reconocer lo bueno y disfrutarlo no me impide ver que las cosas podrían ser mejores. Por ejemplo, si pudiésemos comprar aceite de oliva. Si no gastásemos casi todo en el alquiler. Si no tuviésemos que partirnos la espalda para apenas sobrevivir. Si viviésemos en un mundo un poquito mejor repartido.
Lavamos los platos de la cena lo más rápido que podemos y vamos a la cama. Todavía me da tiempo a leer un rato, pero poco rato, que mañana tengo que volver a levantarme a las cinco. Estoy leyendo Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Me está gustando mucho, no sé cómo no se me había ocurrido leerlo antes. Habla del sufrimiento de una familia en los Estados Unidos de principios del siglo pasado, y de cómo para cualquiera que mire la Historia es evidente que, cuando la propiedad se acumula en pocas manos, tiende a ser arrebatada, y cuando una mayoría de la gente pasa hambre y frío, tiende tomar por la fuerza lo que necesita. Y qué bien lo cuenta.
Creo que puede ser de los mejores escritores que he leído desde James Joyce. Ése también me gusta mucho. Creo que supo tratar la vida cotidiana como nadie, el… ¿cómo se dice? El costumbrismo. Ésa es la palabra. El costumbrismo. Sin grandes arcos de personajes, sin historias épicas, sin giros de guión imprevisibles. Porque la vida cotidiana también merece elevarse al altar de la literatura.