129. La sangre del tiempo

Antonio Olmos Belmonte

 

Bajo el cielo estrellado de una tierra reseca, el olivo yacía en medio del campo, contemplando con serenidad los siglos pasar. Su savia, espesa y dorada, era la sangre del tiempo, y en ella se guardaba la historia de un amor antiguo, más antiguo que el mismo suelo que lo sostenía. Se decía que el viento del sur, cálido y lleno de susurros, estaba enamorado del olivo. Cada noche, al caer el crepúsculo, el viento danzaba entre sus ramas, acariciando sus hojas con dulzura, mientras la luna observaba envidiosa. Las aceitunas, nacidas de aquel cortejo celestial, eran perlas negras, fruto de la pasión que el viento depositaba en el corazón del árbol. Y el olivo, con su tronco robusto y retorcido, respondía ofreciendo sus frutos al mundo, como una promesa de amor eterno.

Pero un día, el viento dejó de soplar. El olivo, triste y solitario, sintió que sus hojas caían como lágrimas sobre la tierra. No hubo más danzas, ni susurros nocturnos. Sin embargo, su amor no pereció. En cada aceituna que nacía, en cada gota de aceite que fluía, vivía el recuerdo de ese amor inmortal, y en cada paladar que lo saboreaba, el viento volvía a cantar.