127. Crónica de una historia de amor
En honor a mi bisabuela y su extraordinario legado.
Y en honor, por supuesto, a todas las historias de amor perdidas en el campo andaluz.
“Florecer implica pasar por todas la estaciones”
Sobre las cabras me encontraba sentada y con fotografía en mano cuando mi padre cesó el graneo para acercarse a mí. Apenas era media mañana y ya estaba cansada de escuchar al esportero que la enramá de aquel año dejaría mucho que discutir. Tendría yo once veranos, pero bien recordaba buenas faldas y sobaqueras que habían acompañado mi talla los años previos.
Al otro lado de la camada, los plantones pocos meses más tenían que los que llevaba mi madre muerta, pero él de nuevo se empeñó en recordar la historia de la pequeña imagen.
«Esa foto fue poco antes de casarme con tu madre, cuando tu abuelo apenas me conocía y yo hacía por complacer sus gustos con lo que me dejaba la cosecha»
De nuevo, miré el grueso papel que sostenía entre mis dedos, más una melodía repetitiva cuyo origen desconocía acompañaba la tinta. Estaba deteriorado, pero el sol lo iluminaba suficiente para mostrar los zagales rasgos de mi progenitor. Indiscutiblemente, aquel hombre había cambiado en el tiempo desde mi nacimiento.
«¿Por qué ahora estás tan viejo?»
Le pregunté inocente.
«Han pasado muchas cosas, hija. Y malos años pueden cambiar hasta al rey más hercúleo para hacerlo un mendigo»
«¿Antes eras rico?». Pues las carnes llenas y la piel tersa sobre el lustroso caballo así lo aparentaban.
«Antes mi oficio era otro. Aunque siempre hijo del laboreo, muchos años he gastado sobre bestias que me llevaban, bota de vino en mano y algún que otro bollo en la talega, donde mi cuadrilla estuviera templando los lienzos antes de varear. Yo era la ley, el paseante que vigila y manda a unos pocos hombres a mi cargo. Mi jornal era generoso, más un buen porcentaje me llevaba yo por tan sencillo trabajo. Pero el devenir me ha devuelto a la vida humilde y sobria, con una nueva esposa e hijo en camino a pesar del pasado que cargo sobre mi espalda»
Como yo no quería que la nueva mujer de mi padre desviara la atención de la fotografía, insistí en el relato que ya me habían contado los jornaleros.
«Si realmente quieres conocer la historia de tu madre, no te haré esperar, ella así lo habría querido»
Preparada, acomodé mi trasero en la tierra suelta para que la tosca voz de mi padre invadiera el recuerdo que no tenía.
«El arrojo en las ramas como gorriones, el calor del verano a la vuelta de la esquina y las calles abarrotadas de chiquillos. Mi primo y yo, en mitad de un puñado de jovencitas de miradas más que pícaras, alardeábamos de ser los manijeros del cortijo más importante de Jaén. Eran tiempos de bonanza, de cosechas prósperas, de alcuzas y zafras llenas y espuertas abarrotados. La rudeza de mis manos había menguado, más el almocafre yacía abandonado en la casa de aperos desde las últimas dos primaveras. ¡Tales eran mis posesiones que los vecinos del pueblo me llamaban “El Marqués”!. No negaré que en aquel momento de mi absurda y banal existencia y siendo yo conocedor de mi prestigio, varias veces me había dejado embaucar por más de una muchacha. Pero el paseo me desveló lo que no sabía que andaba buscando. En un rincón de la plazoleta, bajo la sombra del tilo, la piel blanca y tersa y la figura gruesa embaucaron mi gozo ¡Como la parlaora más bella del olivar!. Sin dudarlo me acerqué a ella para darme a conocer, más ella aceptó mi ofrecimiento sin mucho trabajo»
«¿Era bonita?», le pregunté.
«Era hermosa, como el amanecer de la trama después de un invierno frío. El caso es que, en uno de mis días de cortejo y encontrándonos en el zaguán, observé que la alcuza de aquella casa se encontraba vacía sobre la silla de mimbre. Bien sabía yo que tu madre era de buena familia y aquel hecho nada tenía que ver con las miserias de otros vecinos, pero tuve una idea. Al día siguiente, tu tío y yo nos presentamos con tres arrobas del mejor aceite que poseía, prometiendo además el de la primera prensá en los años que mantuviera el matrimonio con su hija, si él así me lo permitía. Como habrás deducido, mi pericia fue exitosa y, antes de que el cañamón cayera al suelo, todos sabían de mi enlace con la hija del cortador»
«¿Y os casasteis?»
«Ante los ojos de Dios y sus hijos, le prometí a tu madre el amor más puro durante todos los días de mi vida. Y los años venideros fueron prósperos. Cencías que adornaban las camadas año tras año llenaron nuestros bolsillos, ¡Hasta una almazara teníamos!»
Aunque embelesada en las palabras que ya conocía, me hallaba contrariada por tales posesiones ya inexistentes.
«¿Y que pasó con la almazara?», pregunté.
«Pobre chiquillo era yo, pues no sabía de mi aciago destino»
Suspiró profundamente, haciendo un surco en el salteo que se amontonaba junto a él.
«El carácter de tu madre era fuerte, peculiar. Su ternura por los desdichados la acompañaba hasta los enfermos y las monjas que los cuidaban. Todas las semanas llevaba provisiones y consuelo sin temor a su propia desgracia. Era gentil, fecunda, atenta. Tu madre, y también mi madre. Nunca le impedí su voluntad, pero bien sabía que no eran de mi agrado las visitas a gentes tan desventuradas. Como ya sabes, unos años después de tu nacimiento, la enfermedad sometió su cuerpo hasta encamarla. La recuerdo débil, pálida, más había perdido su aspecto rollizo y despreocupado. Al principio, un simple constipado era la explicación más plausible, pero los meses que acontecieron nos mostraron que habíamos errado. Se llevó su belleza y esplendor, su tesón, su convencimiento. Por orden del médico, cambiamos de aire y nos fuimos a la costa. Cierto es que primeramente mejoró, pero el oasis duró poco. Idas y venidas, incontables médicos, sanadores y hasta largos viajes en busca de su cura. Vendí la almazara y los cortijos, los olivares, las herramientas. Me hubiera vendido a mí mismo si así ella hubiera recuperado la vida. Ya no era “El Marqués” para mis vecinos, pues mis bienes poco distaban de un caballo y una pequeña hacienda»
«Y después, ¿se fue con Dios?»
Susurré temerosa de sus palabras pues, aunque su respuesta era franca, mi corazón galopaba en mi pecho cual caballo desbocado ante la noticia de la muerte de mi madre.
«Cuando estaba ya muy malita y recelosos ante la perspectiva de que cayeras tú también enferma de tuberculosis, las monjas insistieron en cuidar a esta buena mujer. Bien sabían de su estado y de todas las posesiones que había invertido para intentar sanarla. En vano. Se apiadaron de ella como una madre lo hace con su hijo enfermo y aliviaron todo el sufrimiento que estaba en su mano. Se fue tranquila, en el seno de una vida corta aunque plena, recordándote y lamentando no haberte dado más tiempo de amor de madre. Esa era su pena»
«¿Y dónde estaba yo?»
«Cuando en los últimos días ella requería mi presencia constante en su lecho de muerte, hablé con la casera del que había sido uno de mis cortijos para que te acogiera hasta que todo hubiera acabado»
Ensimismada en las imágenes que mi subconsciente me había ocultado hasta ese momento, recordé la oscuridad que había acompañado al referido invierno como si aún me encontrara atrapada en ella.
«Era una señora corpulenta, desmejorada cuanto menos, pero piadosa en lo que respecta a tu situación.»
Cantaba. Aquel mísero día, esa mujer cantaba la melodía de la fotografía. Ese era su origen. Por fin lo había descubierto.
«Se quedó contigo hasta que, de nuevo, fuimos a vivir al campo»
Y su marido, el señorito siempre elegante y bien peinado, le regañó: “¿Cómo puedes cantar, delante de esta criatura, con lo que tiene encima?”. Le dijo. “Su madre enterrándose y tú en una verbena”.
Y así fue cómo me enteré, el último domingo de otoño, de que mi madre había muerto.
«Eso ya lo recuerdo», murmuré, aún con la melancolía atrancada en el gaznate cual gorrión con una miga de pan.
Mi padre, hombre observador y prudente, abrió la capacheta para darme consuelo con una cuña de queso. Acepté, más por cortesía que por hambre, aquel manjar que tanto distaba de lo que había probado cuando mi madre aún vivía.
Ahora entendía por qué el señor de la fotografía poco coincidía con el que tenía delante. No había sido el campo sino el duelo por la muerte de su esposa lo que había engendrado los surcos de su cara y los cabellos canosos.
«Pero, si volviera atrás, a aquel día en que la vida me descubrió a tu madre, no habría mirado a un lado para evitar lo acontecido, pues de esta forma, aunque seguiría siendo “El Marqués” para mis conocidos, habría perdido los que ahora sé que son los mejores años de mi vida.”
Una lágrima corrió por mi mejilla hasta precipitarse en el pedazo de queso que sostenía mi regazo. Ahora salado.
El manijero, el hombre a caballo rudo y notable que ahora deambulaba por las hiladas en busca de las aceitunas descarriadas, ya no se dibujaba en mi mente como alguien desgraciado. El zurrón de aquel señor mayor que se parecía a mí era pesado, pero su carga, ahora compartida, era hermosa y serena, como el que guarda algo valioso cerca de sí para nutrirse de su sapiencia.
Aquel hombre valiente era mi padre. Y yo era su hija.