126. El desterrado

Paqui Extremera Ruiz

 

En Cantabria, junto a una iglesia prerrománica, sobrevive un olivo, un desterrado. Lleva allí mil años con su canosa melena despeinada por el gélido viento de los Picos de Europa. Su naturaleza longeva ha presenciado cómo pasaban los siglos, cada uno portando distintos pendones, con un traje y nombre nuevos; y sus ojos, de un verde dudoso, han visto impasibles las fiestas de paganos y los ritos cristianos. ¿Quién sino un olivo podría alardear de esa memoria?

Es un olivo antiguo y anciano que ha imitado el crecimiento vertical de los pinos hasta hacerse esbelto, transformando su anatomía a fuerza de estirar el cuerpo porque los cipreses le contaron que así podría otear su patria en la lejanía.

Él no nació allí, lo llevaron al norte, a tierras extrañas, como ofrenda de amor para mitigar la añoranza que sentía por su tierra una condesa sevillana cuyo marido erigió la iglesia. Pero enflaqueció porque aquellas gentes no conocían sus costumbres, no sabían que en febrero había que quitarle las protuberancias y en marzo limpiarle la falda.

Languidece allí, estático e inactivo en su pedestal como una pieza de museo, ni siquiera llora ya sus lágrimas verdinegras. Sólo compartía su nostalgia con la sabiduría y placidez de un tejo oriundo de esas montañas. Pero el tejo murió y ahora la soledad del olivo es infinita.

Un día viajé a aquellas tierras y lo encontré por casualidad, junto a la iglesia que era motivo de mi visita. Eché un vistazo al interior del templo y salí a dar un paseo por las inmediaciones. Entonces desconocía que la presencia del olivo y del tejo eran célebres en la zona. Iba distraída, observando los detalles exteriores: los modillones lobulados que sostienen los aleros de la iglesia y los ventanucos estrechos que se hunden en los muros. Me acerqué a la torre que estaba separada del cuerpo de la iglesia.

Entonces lo vi, solitario y destartalado, con los pies circundados por un montículo de piedras, al lado de la torre que custodiaba como un fiel centinela. He de confesar que al principio no lo reconocí, yo, que me he criado entre olivos, no lo identifiqué en ese primer momento. Pero aquel tronco bífido y nudoso, aquellas hojas finas y punzantes y aquel color mortecino me hicieron ver de repente que se trataba de un olivo. ¿Qué hacía allí un olivo tan alto y solitario?, ¿lo habían expuesto como adorno exótico igual que los que se ven en las glorietas y jardines de las casas?

Me extrañó su forma y hechura, altivo como un pino sobresalía majestuoso junto a la torre de la iglesia, como si estuviese compitiendo en altura con ella. No pertenecía a la clase de olivos robustos y achaparrados que yo conozco. Me detuve a sus pies. Levanté la mirada y dilaté mis pupilas intentando acaparar su largo cuerpo, escudriñando aquella morfología cuya apariencia resultaba tan extraña a mi noción de un olivo.

Oía a lo lejos la voz amortiguada de un guía que explicaba a un grupo de turistas las maravillas mozárabes del templo, los símbolos solares del altar, el retablo barroco…y entre esas palabras escuché la leyenda del olivo desterrado: la del conde que hace mil años quiso regalar a su esposa un símbolo de su patria. Al enterarme de su historia y edad me embargó un gran sentimiento de compasión. ¿Cómo pudo el amor tener la crueldad de sacrificar a aquel ser?, ¿calmó aquel olivo la añoranza que la condesa sentía por su tierra?; pero, ¿y él?, la condesa no viviría más de cien años, a él lo condenaron a mil años de nostalgia.

Los turistas entraron en la iglesia y cesó el murmullo. El silencio acampó unos momentos antes de verse interrumpido por un suave viento que provenía de las cumbres cercanas. La brisa agitó levemente las ramas del olivo y produjo una especie de susurro al rozar sus hojas afiladas. Entonces supe que él reconoció en mis pensamientos mi acento del sur y yo creí oír su voz aceitosa en el rumor del viento.

—Dime —me preguntó— ¿Siguen allí los extensos campos donde la gente me cuidaba? ¿Siguen los olivares preñados?

—Todo sigue —contesté-—. Los olivos siguen alfombrando nuestros campos. Los aceituneros madrugan con la escarcha de diciembre, como siempre; y al mediodía, comen y charlan bajo un sol risueño. Al anochecer recogen los fardos, el olivar parece a esa hora un mar verdoso en el que los pescadores pliegan alegres las redes después de un día de faena; y las varas, fatigadas de golpes y ensangrentadas de aceituna, descansan como las lanzas y picas de los soldados después de una dura batalla. Sí, aún siguen los olivos enriqueciendo aquella casa que recuerdas, aguantando estoicos todas las inclemencias, eso no cambia, unas veces implorando la lluvia y otras sedientos, pero resisten y sus partos no cesan.

—Y dime —siguió interrogando—. ¿Aún hay alquimistas que convierte en aceite mis frutos amoratados en los molinos y almazaras?

—La almazara sufrió cambios, ahora su alquimia es más poderosa y transforma tu sangre en un oro aún más preciado, especialmente puro, sacado de tu naturaleza virgen. Estarías orgulloso de la fama que nos dan tus ancestros.

—Y dime —proseguía expectante—¿Sigo coronando victorias con mis guirnaldas?, ¿aún vuela la paloma blanca con mi rama?

—Sí, aún vuela esa paloma de la paz con tu rama. Y aún se habla de aquel huerto en Getsemaní, del que seguramente oíste hablar, donde los olivos acompañaron a Jesús en su última noche con los hombres y donde, como él, vencieron la debilidad del miedo.

—¿Sigue siendo el olivo un rey en vuestra tierra? —continuó intrigado— ¿Sigue mi sangre verde bullendo en las sartenes y cazuelas? ¿Aún sirven mis despojos para el jabón de los pobres y aún lleno la barriga de los candiles?

—Todo sigue casi igual —le contesté para consolar su inquietud de exiliado—. Alterna la aceituna verde con la negra, y su pureza traspasa fronteras.

—Y dime, ¿alguien me recuerda?, ¿sabe alguno de mi pena?

—Seguramente los olivos centenarios habrán ido contando tu leyenda.

En ese momento sonó el clic de una cámara de fotos. Una señora interrumpió nuestra conversación, muda de palabras, con el estruendo de su voz chillona y la algarabía de un niño que la acompañaba. La cámara no paraba de sonar, la señora leía en voz alta lo que rezaba aquel cartel sobre el olivo milenario, aquella placa dorada que como una inscripción funeraria daba fe de su existencia. Entonces el niño se subió al montículo que rodeaba al árbol y dando un salto le arrancó unas hojas:

-—¡Mira, abu, te lo regalo como recuerdo! —gritaba exultante el chico.

La abuela le agradeció con palabras melindrosas el detalle mientras ambos se adentraban cogidos de la mano en el recinto. Apenas tuve tiempo de reaccionar, la indignación me inmovilizó y me quedé paralizada.

Miré al olivo avergonzada, con esa vergüenza ajena que resulta más dolorosa que la propia porque va cargada de desprecio y de rabia. Él soportó el ultraje con resignación, como si los tiempos nuevos lo hubieran acostumbrado a que los visitantes lo humillaran, pero a mí me pareció observar que sus hojas se desmayaban y que la ofensa abatió sus ramas dándole el aspecto triste de un sauce.

—No pasa nada —oí murmurar a sus hojas de flecha—. No me duele que me arranquen hojas y ramas. Cuando vivía en el olivar también me las extirpaban, pero para olerme, para comprobar mi madurez o para curarme; lo que me aflige es que me mutilen como si fuera una reliquia. No nacimos para exhibirnos, ni para convivir con otros en un bosque. No soy bello, ni siquiera lo era en mi tierra; y aquí, que me he deformado, mucho menos.

—Tienes la belleza que otorga la humildad —añadí con un sentimiento sincero—. Es verdad que no eres un abeto fastuoso en cuyas ramas densas y almohadilladas anidan los pájaros. No ofreces como las nogueras, las encinas o las acacias una sombra amplia que invite al sosiego de la siesta; ni parpadean en tus hojas, como en los chopos, los colores brillantes de la mañana. No posees el mástil erguido de los álamos o los árboles del norte sino un tronco sarmentoso y ensortijado por los años, fruto de la perseverancia y la paciencia para convivir con el tiempo. ¿Que no eres bello? Eres acogedor y modesto. Tú nunca has esperado halagos, tu complexión es sólida y fuerte, como todos los tuyos sólo has buscado la mirada complaciente del hombre del campo que te confía su subsistencia. Eres útil, por eso tienes la belleza del mártir.

El olivo siguió hablándome con sus palabras de aire y silencio, con la complicidad y confianza que expresan los compatriotas cuando se hallan en el extranjero. Me dijo que él, a pesar de que admiraba la belleza del lugar en el que se encontraba, era un soldado expatriado y que su angustia consistía en no poder cumplir la misión para la que lo crearon. Me contó con su voz oleosa y suave que añoraba aquellos olivares del sur en cuya tierra sus semejantes formaban enormes ejércitos, tropas sin jerarquía, camaradas fraternales que se alineaban marcialmente rayando los campos en hileras perfectas, todos reclutados con el fin solidario de la utilidad, por eso tenían el color de los uniformes militares.

—¿Hablarás de mí?, ¿les dirás que, aunque me han convertido en ermitaño, aún no me he rendido y que eres testigo de mi resistencia?

No pude contestarle ya, mis acompañantes me llamaban desde el atrio de la iglesia y me hicieron despertar de mi ensimismamiento. Había cesado el aire y el olivo también enmudeció. Me giré para ir al encuentro de mis amigos, pero oí un crujido y mi cuerpo detuvo el movimiento, era un sonido parecido al chasquido de astillas. Miré de nuevo al olivo y vi cómo se entreabrían algunas ramas a través de las cuales se atisbaba, al fondo de su entramado, una aceituna pequeñita, verde, brillante, como un diminuto corazón que se abriera paso entre las entrañas. Y creo que me dijo:

—Diles que aún vivo.

Eso he hecho, aunque no sé si fue el viento.