122. Antojo de olivos

Rocío Ravera

 

A mamá se le había puesto en la cabeza que en nuestra quinta teníamos que plantar unos olivos. Yo no sé si era de tanto escuchar “Andaluces de Jaén”, si había estado comiendo demasiadas aceitunas, o era por puro capricho.

Mi padre, el jardinero principal, vivía postergando el pedido:

—No se van a adaptar a nuestro clima.

—Nuestro suelo no es bueno para ellos.

—Si es por comer aceitunas, las importadas siempre van a ser más ricas.

Mi madre ignoraba sus excusas e insistía con sus olivos, hasta que una tarde, al volver a casa, nos encontramos con dos ejemplares, pequeñajos y grises, plantados como dos guardianes entre las hamacas del jardín. 

Pese a los pronósticos, el tiempo pasó y los árboles resistieron.

Papá ya no está con nosotros.

Nunca llegó a ver nuestra primera cosecha de aceitunas. Recuerdo cómo con suma torpeza las desprendimos de los árboles, no sabíamos ni cómo bajarlas de las ramas más altas. Cómo aprendimos luego a curarlas y a conservarlas en salmuera.

Cuando me siento a leer bajo la sombra de los dos hermanos, todavía siento la voz de mi padre rezongando:

—¡No entiendo para qué querés tener unos olivos!