12. Una visita a la finca Argüelles

Francisco Martínez Calle

 

Transcurre el mes de abril y estamos de vacaciones en Burgina, con motivo de la Semana Santa de este año de 2022. El Miércoles Santo, el sol amanece radiante después de unos días de lluvia que han salvado la cosecha de cereales. Las olivas, aunque en menor medida, también se han beneficiado de la llegada de las lluvias, después del invierno más seco de los últimos cuarenta años.

Les propongo a mi hijo y a mis cinco nietos ir a visitar unas olivas, situadas en el paraje de Argüelles, propiedad en su momento de los tatarabuelos de los niños, y ahora de mi mujer y mías. Aunque están situadas a algo más de dos kilómetros del pueblo, hacemos el camino en dos coches, convencidos de que los niños, más pronto que tarde, acabarán cansados y se negarán a andar.

La mañana, aunque limpia y soleada, resulta fresca, debido a una suave brisa que te enfría las orejas y toda la espalda. La alegría es unánime, simplemente, porque vamos al campo. No creo yo que a los niños, entre tres y ocho años, les diga mucho una finca de la que hasta ahora ni siquiera habían oído hablar.

Ya en el olivar, los niños, sin orden ni concierto, preguntan sin parar tanto a mi hijo como a mí:

—Abuelo, ¿estas olivas son tuyas o de tu abuelo? —comienza Gonzalo.

—Hombre, Gonzalillo, ahora son de la abuela y mías; pero en su momento fueron de los abuelos de la abuela, que murieron hace ya muchos años.

—Y cuando vosotros os muráis, ¿de quién serán? —insiste.

Gonzalo es el hijo primogénito de mi hija mayor y, quizá, el más interesado en la visita.

—Seguramente de tu madre. Y es posible que después sean tuyas.

—A mí me gustaría tener todos estos árboles, abuelo, para coger su aceituna cuando sea grande.

—No es mala idea, jovencito —le respondo, al tiempo que le rasco la cabeza, poblada por un pelo robusto y brillante.

—Bueno, niños —golpeo mis manos para llamar su atención—, ahora prestad atención porque os voy a contar algo acerca de una historia muy interesante.

Cuando los cinco rapaces parecen caer en la cuenta de mis intenciones, comienzo mi relato:

—Esta finca, de algo menos de una hectárea de extensión, cuando la compraron los abuelos de la abuela estaba de tierra calma.

—Abuelo, ¿qué quiere decir de tierra calma? —ahora es el turno de Pablo, el primogénito de mi único hijo varón, el que se interesa por el significado de la expresión.

—Pues tierra calma quiere decir tierra en la que no hay plantadas ni olivas ni ninguna otra clase de árboles.

—¿Entonces quién las plantó? —insiste con cierto interés.

—Pues el abuelo de tu abuela, un hombre muy trabajador, que siempre vio en sus olivas la posibilidad de tener aceite, un huerto entre las hiladas, una viña en algunas zonas de la finca y numerosos árboles frutales en los laderos superior e inferior, algunos de ellos aún vivos.

—En fin —continúo aprovechando la curiosidad de mi nieto—, que este antepasado nuestro plantó estas olivas y, desde entonces, han pertenecido a nuestra familia.

—Abuelo, ¿dónde puedo coger margaritas? Es que a mí me gustan mucho —añade, con toda franqueza, mi nieta Carmen, de solo seis años, para justificar su interrupción.

—¡Qué bonito detalle, Carmen, coger margaritas!

—Son para mi mamá, que me ha dicho que quiere un ramito de margaritas blancas y otro de amarillas.

—Abuelo, mira qué piedra tan bonita —me sorprende Pedro, de cuatro años, ajeno por completo a cuanto tenga que ver con las plantas, ya sean frondosas olivas o diminutas margaritas.

—Sí es verdad, hijo, guárdatela en el bolsillo y luego se la enseñas a mamá.

—Yo también tengo otra piedra, abuelo, para regalársela a mi mamá —interviene Diego, el menor de todos, con solo tres años, que de ninguna de las maneras quiere quedarse al margen.

A partir de ahora, trato de recorrer la finca, sin prisa y sin detenimiento, y explicar a mis tiernos retoños, muy por encima, los rasgos de las olivas, todas de un verde intenso, grandes y bien cuidadas, dueñas y señoras de una meseta ligeramente inclinada, desde donde se domina perfectamente el valle del Guadalquivir, lleno de meandros, con Sierra Mágina al fondo y, más cerca, la parte norte de Burgina.

Para recorrer la finca, nos trasladamos a uno de los laterales del rectángulo que ocupan, formado por ocho hiladas de matas en la base y siete de anchura, con muy pocas faltas.

—Esta primera oliva —comienzo— es la primera también de una manguilla de tres que, por cualquier razón, fueron sembradas después. De ahí que sus troncones sean más delgados y con menos costras que el resto.

—¿Pero echan aceituna, aunque sean más jóvenes que las otras? —me pregunta desorientada mi nieta.

—Por supuesto, hija —le respondo mientras sonrío—. Solo he querido decir que, aunque ya sea adulta, es la más joven del olivar.

—Gracias, abuelo.

—Bueno, las siguientes de esta primera hilada son magníficas olivas, aunque por su inclinación, en los años de sequía son las más afectadas.

—¿Qué quiere decir afectadas, abuelo? —pregunta Pablo, quizá el único de mis invitados que sigue con atención mis explicaciones.

—Pues que son las que más sufren por la falta de agua.

—Ah, ya. Ahora lo entiendo.

—Bueno, niños, esta segunda hilada —les advierto a mis seguidores que, ni por asomo, había captado el final de la primera— tiene dos olivas diferentes.

—¡Sí, es verdad: la cuarta y la quinta! —casi grita Gonzalo, que ha captado perfectamente la diferencia entre estas y el resto.

—¿Cómo te has dado cuenta, grandullón? —le digo mientras le palmeo su mano derecha, tal como hacen hoy en día los deportistas.

—Abuelo, porque estas dos tienen las hojas más grandes, más tiernas y más verdes.

—Exactamente, hijo. Estas olivas se llaman gordales y se caracterizan por echar menos aceitunas que cualquiera de las otras, pero mucho más gordas y carnosas. Esas aceitunas, una vez curadas, aunque solo sea con agua, tienen un sabor exquisito.

Comenzamos la tercera hilada, y nada hay que destacar, salvo que junto a un enorme troncón crecen esbeltas dos pestugas, vestigios de otros troncones ya desaparecidos, víctimas del verticilium, aún vivo.

—Pero, ¿qué es el verticilium, abuelo? —pregunta Pablo, siempre interesado por los detalles.

—Pues una especie de gusanillo que acaba matando a las olivas.

—Abuelo, ¿y no hay ninguna medicina para curar las olivas enfermas? —insiste Pablo.

—Ninguna, hijo, por lo menos que yo sepa.

Al llegar a la cuarta hilada, Gonzalo y Pablo, mis nietos mayores, sin advertencia de nadie, se interesan por una oliva especial: es más pequeña que las demás y tiene una hoja diminuta.

—¿Esto qué es, abuelo? —me preguntan ambos retoños al unísono.

—Un acebuche, hijos, es decir, un capricho de vuestro abuelo.

—Pero, abuelo, ¿qué es un acebuche? —continúa Gonzalo, que no acostumbra a dejar las cosas a medio hacer.

—Pues una oliva, pero con la aceituna tan pequeña que muchas veces se sale por la zaranda de la almazara y, por tanto, de nada sirve cogerla…

—Abuelo, ¿qué es una zaranda de la almazara? —interrumpe Carmen, que ya se preocupa por conocer las palabras nuevas que surgen a cada paso.

—Una almazara es lo mismo que una fábrica de aceite.

—Entonces, ¿por qué le dicen almazara si es una fábrica de aceite? —insiste la niña, mientras hace un gesto exagerado con la boca para simular un enfado absolutamente fingido.

A partir de ahora les propongo a mis excursionistas ver la segunda parte de la finca, en su día sembrada de olivas, viñas y árboles frutales.

—¿Por qué quitaron los árboles, abuelo? —De nuevo dispara Gonzalo, ahora con escaso interés.

—Porque cuando crecen las olivas y los árboles frutales, se estorban unos a otros y en esos casos es mejor elegir.

Como veo que a medida que pasan los minutos el interés por los secretos de la finca desaparece, nos dirigimos a un ladero inferior del olivar, donde todavía perviven tres higueras, tres almendros, dos chumberas y algunas yucas, otro capricho de mi mujer y mío. Al llegar a las higueras, Diego me pide higos, los cuales, al ser principios de primavera, aunque de buen tamaño, están aún verdes como ovas.

—Diego —le digo entre sonrisas al más pequeño de todos—, los higos se comen luego, en verano, cuando se pongan gordos y negros.

A pesar de lo dicho, tanto Diego como Pedro, indiferentes a mis advertencias, cogen un higo cada uno y tratan de llevárselo a la boca.

—Papá —me sorprende mi hijo, que interviene por primera vez desde que llegamos a la finca—, ¿y tú para qué quieres estas olivas que ya ni puedes ni sabes cultivar?

—Hijo mío —le digo, mientras le echo mi brazo por encima, como si se tratara de uno más de mis nietos—, es verdad eso de que ya no puedo cultivarlas, pero ser poseedor de las olivas que fueron de tus bisabuelos, saber que por aquí anduvo tu madre cuando era niña, y saber que hasta no hace mucho, cuando yo era joven, las labraba, las podaba y les recogía la cosecha… Todo eso para mí, hijo mío, es vida, historia y testimonio de que he sido agricultor de los árboles más hermosos y benéficos de la tierra.

—No exageres, papá —me corrige mi hijo—. Todo eso está bien, pero ya a tu edad y después de tanto tiempo alejado del campo…

—No exagero, hijo, créeme que te hablo con el corazón en la mano. Estas olivas, por lo que sé de tus bisabuelos y por lo que me ha contado tu madre, para mí representan mi infancia, mis vivencias más íntimas, mi condición de burginense y de aceitunero altivo.

—Papá, debemos irnos —me sugiere mi hijo, algo nervioso al ver que los niños se tiran al suelo, se lanzan terrones, se deslizan peligrosamente por el ladero…

—Llevas razón, hijo, volvamos a casa.

Mientras volvemos, tengo conciencia plena del paso inexorable del tiempo, de la vejez que se aproxima sin pausa, de la llegada de nuevos tiempos, de la imposición de nuevas normas y valores, de la presencia de un presente inseguro.

Al regresar al pueblo, ya en casa, la abuela, primeramente, besa a los nietos. Luego, muy seria, se dirige a mí:

—¿Qué tal los niños?

—Bien, lo han pasado muy bien, abuela —le respondo, aunque sin demasiada convicción.

—Yo lo sé —asegura con firmeza mi mujer, una vez se ha percatado de mi estado de ánimo—. Yo sé que a ti las olivas te producen nostalgia, pero así son las cosas. Lo importante es que tus nietos las conozcan, las quieran y las disfruten… Solo así a lo mejor algún día ellos son también olivareros.

—Que sean lo que quieran, pero que no olviden que ese patrimonio es nuestra historia y el orgullo de nuestra familia.

—Anda, anda… no pienses más en esas cosas, viejo, que estás hecho un viejo chocho.

—Sí, viejo y torpe, de acuerdo; pero como yo he querido a mis olivas… Como yo las he querido, así nadie las querrá.