
12. Pasado sin futuro
Dejó de presionar el cuello con el filo de la navaja en cuanto Mohamed dijo donde escondía el dinero. Entonces, el que le sujetaba por la espalda lo soltó y se dirigió hacia el lugar señalado. Aquellos dos argelinos que, en su día, también llegaron a una tierra extraña para ganarse la vida como ahora lo intentaba Mohamed, se habían convertido en su peor pesadilla desde el primer día que los conoció.
<<Marroquí apestoso. Sáhara es de Argelia>>, decían escupiéndole a los pies.
Mohamed sabía que eso era solo una excusa. Recelaban porque creían que, Don Marcelo, el dueño de todos aquellos olivares, un señor ya de edad avanzada de carácter sobrio y recto podría ver en él, con el tiempo, la figura de un buen encargado que llevase las riendas de aquella enorme finca o de otras tierras y por esa razón le veían como una amenaza. Mohamed tuvo la mala suerte de que el dueño se fijara en él en una de las visitas al cortijo para saludar al tajo de jornaleros que ese año recogería la cosecha de aceituna. A Don Marcelo le gustaba organizar una comida de, podría decirse así, confraternidad, todos los años para empezar la campaña de recolección de la aceituna. Esa costumbre de Don Marcelo era algo extraña que ningún terrateniente ni grande ni pequeño hacía. Al final de la campaña sí, pero Don Marcelo la hacía también al principio interesándose por los nuevos jornaleros que iban a trabajar en sus tierras.
—¿Quién es ese muchacho? –preguntó Don Marcelo a sus dos encargados.
A Don Marcelo le había gustado aquel hombre. Reunía lo que para él eran las grandes virtudes en la vida. Era serio, poco hablador y muy trabajador aunque cuando comentó la idea a sus encargados de que aquel joven podría ser bueno para que llevara la finca “De la Tomasa” ̶ Una finca de treinta hectáreas adquirida recientemente en pago a una deuda que una rica familia del pueblo venida a menos había contraído con él cuando esta le pidió mucho dinero de manera urgente para salvar de la quiebra unos negocios familiares ̶ los dos argelinos, desde entonces, dejaron de ver a Mohamed como a uno más sino como uno menos. Otro motivo de animadversión hacia su persona era la maldad del porque sí y del porque puedo que es mucho más terrible cuando se ceba en quién no puede defenderse.
Mohamed señaló a la pared situada detrás de ellos. Les indicaba un azulejo del zócalo debajo de la ventana con vistas a unos inmensos olivares en mitad de la nada. El zócalo estaba tapado por la pata de una vetusta cómoda que era el único mueble junto al catre en la habitación. El que le había colocado antes la navaja en el cuello, sin molestarse en agacharse, dio un puntapié al azulejo que se desprendió de la pared dejando un hueco donde afloró un rollo muy apretado de billetes azules de veinte euros y sujetado por una goma elástica. En ese fajo de billetes no habría mucho más de 2000 euros. Era todo cuanto había podido ahorrar Mohamed en tres meses de recolección de aceituna. Nunca había juntado tanto dinero y ahora, en un tris, lo vería desaparecer entre las manos de aquellos dos tipejos que le habían hecho la vida imposible desde que llegó al cortijo.
—Hay más –dijo Mohamed señalando a otro de los azulejos del zócalo.
Las miradas de los dos argelinos se iluminaron pensando que quizá el nuevo no era tan avispado como ellos creían y que, tal vez, en el fondo, no supusiera una amenaza para sus puestos de encargados, por muy obediente y trabajador que fuera. Se abalanzaron sobre el azulejo, pero éste, firmemente sujetado a la pared, no bailó como el anterior. Se giraron hacia Mohamed con gesto enfurecido y justo entonces sus caras tornaron de la furia al miedo.
No, no era tan tonto como se habían imaginado.
Mohamed les encañonaba con una escopeta que había acariciado durante toda la noche bajo sus sábanas. Pasado el estupor inicial los dos encañonados se recompusieron y el más mayor, con un pelo corto y muy rizado, pero tan encanecido que parecía que le hubieran esparcido polvo de obra en la cabeza comprendió que el ruido que había oído en la madrugada no había sido fruto de su imaginación sino el de Mohamed haciéndose con una de las escopetas.
—Tú tranquilo. Bajar escopeta y dejar nosotros dinero ⸺dijo mostrando a Mohamed el fajo enrollado de billetes.
Mohamed al escucharle sintió más ganas aún de apretar el gatillo contra ellos. Arrojar un cartucho en mitad del pecho de cada uno, como ellos habían arrojado en todo este tiempo rabia, desprecio y miseria, pero respiró hondo y se contuvo. Justo como había hecho durante toda su vida.
Hasta ahora.
Quien hablaba a Mohamed alargó el brazo con el dinero en señal de intentar devolverlo, pero había percibido un asomo de indeterminación en los ojos de Mohamed y con voz meliflua intentó desarmarlo:
—Vamos, tú no querer meter en problemas. Tú ser bueno chico. Es solo ser una broma.
La cuestión resultaba ser que quienes precisamente no eran buenos chicos eran ellos dos y aunque Mohamed no quería meterse en problemas. Los problemas se empeñaban en buscarle a él.
Mientras el del pelo encanecido hablaba se le iba aproximado el otro, el de la navaja que aún sostenía entre sus manos, observaba expectante como un felino.
—No des ni un paso más o te abro el pecho –dijo con voz entrecortada Mohamed.
El de la navaja también percibió las dudas en Mohamed y comenzó a acercarse lentamente.
Pero Mohamed no estaba dispuesto a más humillaciones y dos disparos secos retumbaron por la habitación.
Salió huyendo. Allí, en aquella tierra inmensa de hileras de olivares resecos, verde plata, que de haber querido el destino podrían haber sido su futuro ya lo tenía todo perdido. Ni siquiera tuvo tiempo de guardarse aquel rollo apretado de color azul de billetes de veinte euros que con tanto esfuerzo había conseguido en sus jornadas de de sol a sol o, mejor dicho, de noche a noche, porque cuando salía del cortijo para recoger la aceituna la luna aún enseñoreaba los campos y, muchas veces, aquellos dos hombres le obligaban a seguir recogiendo aceituna, solo, en mitad del campo, hasta que regresaban ya muy anochecido y lo recogían en un destartalado Land Rover para devolverlo al cortijo situado a muchos kilómetros de allí.
<<Jefe – decían los encargados a Don Marcelo cuando los recibía en su casona del pueblo para ajustar cuentas de dineros y cuestiones de la finca– con nosotros la gente trabaja, trabaja de verdad>>, le decían con sonrisa ufana, burlándose en el fondo de Don Marcelo que sabían que nunca aprobaría, ni por asomo, un comportamiento así.
Corrió por aquellos olivares de hileras interminables que se hundían y elevaban en el horizonte bajo un manto azul de cielo igual de infinito. De cuando en cuando los olivos desaparecían haciendo un pequeño claro y atravesaba algún trigal o campo de girasoles. En los escasos arroyos que surcaban las tierras se detenía a beber agua. Colocaba la mano en forma de cuchara y la hundía en el hilillo de agua hasta que saciaba la sed. Tenía tan agitado que tenía el corazón que sus latidos podrían hacer vibrar el agua que se le escurría de las manos. Era ágil y veloz y su cuerpo segregaba tanta adrenalina que casi la podía masticar. Eso le permitía alejarse de aquel lugar perdido en busca del pueblo adonde llegó, meses atrás, en autobús. Se orientaba bien por el sol. Había sido pastor en su tierra. Observó en el viaje de ida en autobús al pueblo que avanzaban siempre hacia el este, con un río Guadalquivir juguetón que aparecía y desaparecía bajo la autovía. Tras horas y horas, subiendo y bajado lomas, cruzando barranqueras, baldíos, barbechos, campos de cereales y, sobre todo, olivares atisbó un tractor de enormes ruedas que a paso cansino zigzagueaba en la lontananza. Por allí discurría la carretera como una serpiente gris escurriéndose entre llanos y vaguadas y se encaminó hacia ella con la idea de seguir su trazado que sin duda le llevaría al pueblo u a otro desde el que podría tomar un autobús y proseguir con su huida lo más lejos posible. Caminaría paralelo a la carretera desde los olivares contiguos, siempre con el sol de frente, hacia el oeste. Caminar por el arcén era arriesgado puesto que sería un blanco fácil para ser detenido quien sabe si por la guardia civil o por aquellos dos tipos –en el caso de que siguieran con vida–. Tras una jornada entera y cuando el sol cedía paso en el firmamento a la luna Mohamed empezaba a serenarse. Igual sus disparos –pensaba– no habrían hecho diana y solo los había dejado heridos sin gravedad, incluso ilesos. Cuando disparó cerró los ojos y oyó los cristales de la ventana hacerse añicos. Nunca antes había disparado. Tal vez hubiera errado los tiros. Rogaba a Alá por que así fuera. Huía de un crimen que nunca quiso cometer. Le maltrataban, le humillaban y le robaban como cuando le entregaban solo la mitad del jornal que le correspondía –Don Marcelo nunca lo supo– y le decían que no le habían violado porque todavía no les había dado todavía por ahí con una sonrisa que curvaba sus bocas de pura maldad.
Vio luces a lo lejos. Un círculo inmenso iluminado por pequeños puntos de luz con una montaña al fondo definía el contorno de un pueblo. Notó un dolor intenso en las plantas de los pies, pero no aflojó el paso. A la hora ya caminaba por una avenida con un pobre alumbrado de farolas que reconoció por la inmensa rotonda con un olivo milenario plantado en el centro. Estaba, sin duda, en el pueblo al que había llegado hacía unos meses para trabajar en la recogida de la aceituna. Se dirigió a la estación de autobuses. El mismo lugar donde le recogieron aquellos argelinos de los cuales huía ahora –o de sus espectros– para llevarlo a una finca inmensa y perdida que no sabía ni cómo se llamaba ni dónde se encontraba. Una finca en la que por unos pocos días llegó a albergar la esperanza de que allí pudiera encontrar un sitio y un lugar en el mundo. Una esperanza de la que dos hombres le hicieron bajarse muy rápido. Dentro de la estación podría descansar y a la mañana siguiente comprar un billete con destino al primer lugar que saliera.
Poco a poco se fue calmando. Por allí no aparecía ningún guardia civil. Empezaba a respirar aliviado. Igual se habrían olvidado de aquel pobre moro, desgraciado, al que estaban engañando pagándole la mitad del salario y hartándolo a bromas pesadas. En realidad, la culpa, por haberlo permitido, la tenía él. Sabía que el dueño del cortijo era ajeno por completo a los tejemanejes de aquellos dos embaucadores que extorsionaban a pobre gente desesperada para rapiñarle parte de su jornal. Olvidando que hubo una vez en que ellos también fueron como él.
El miedo fue dejando paso al sueño y el sueño al hambre.
Cuando a la mañana siguiente abrieron las taquillas se palpó los bolsillos del pantalón y cayó en la cuenta de que no había cogido el rollo de billetes que querían robarle. Abandonó la cola de la taquilla y decidió salir a la calle para sentir el aire fresco de la mañana. Necesitaba pensar. El estómago le rugía, pero el estado de la situación era que no tenía dinero ni para comer ni para huir en autobús. En las inmediaciones de la estación podría pasar desapercibido puesto que ese era el punto de encuentro de muchos inmigrantes que aguardaban pacientes a que alguien les llevara a un tajo de aceituna. Entonces, de manera a instintiva, al cruzarse con un señor que caminaba encorvado le abordó suplicándole que le diera algo de dinero para comer. Aquel hombre levantó la mirada y debió ver tal sensación de impotencia y angustia en los ojos de Mohamed que, sin decir una sola palabra, se llevó la mano a su monedero y tras rebuscar con unos dedos entorpecidos por la artrosis le entregó un billete de veinte euros.
Mohamed bajó la cabeza y tocó el pecho con su barbilla en señal de agradecimiento y sus ojos se inundaron en lágrimas. Era el primer gesto de humanidad que había recibido en tiempo y eso le hizo recordar a Haiza. Una joven de catorce años con la que sus respectivas familias habían acordado el matrimonio. Mohamed con veinte tendría que casarse con Haiza y Haiza con Mohamed. De nada importaba que él no sintiera ninguna atracción por aquella mujer. Mucho más peligroso que imaginaran las profundas dudas que albergaba Mohamed acerca de si le gustaban las mujeres, pero fue valiente y habló con ella. Al sincerarse con ella se exponía a un repudio absoluto por su familia, pero Haiza le comprendió y él le contó sus planes. Escaparía de aquel lugar en la cordillera del Atlas Marroquí y así evitaría una boda para unir a dos personas en un destino de infelicidad asegurada. Haiza cogió una parte de la dote que guardaban sus padres para su matrimonio concertado y se la entregó a Mohamed para ayudarle en su viaje a España.
Con el billete de veinte euros en la mano se dirigió a la cantina de la estación y pidió un bocadillo de carne de ternera. No se explicó bien o no le entendieron y le sirvieron uno de panceta. Si Alá se enfadaba con él por hincar el diente estando muerto de hambre a un trozo de panceta –pensó– ¿Cómo debería de sentirse indignado él con Alá, que desde que nació no había pasado más que penurias? Con el cambio se dirigió a la taquilla y pidió un billete. El que le pudiera llevar más lejos de allí por ese dinero.
Paradojas de la vida, volvería a recorrer Andalucía, ahora de este a oeste, en sentido inverso a cómo lo había hecho antes para llegar hasta allí. El autobús abandonaba el pueblo por aquella misma rotonda con el magnífico olivo plantado en medio y Mohamed lo miraba por última vez. Le sorprendía que la salida del pueblo estuviera rematada con otro olivo más, pero entendía que la cultura de aquellas tierras estaba tan ligada al olivo como la sangre lo está a las venas y arterias por las que discurre. Mohamed huía de un pasado a la zozobra de un presente sin futuro, pero observar, a través de la cristalera de su asiento, aquel olivo de porte sereno y hojas pacientes que ahora le despedía le trasmitía paz y fortaleza.
Mohamed era el pequeño de siete hermanos criados entre pedregales en las alturas del Atlas marroquí. Desde muy pequeño cuidó de un ganado de ovejas y de cabras que daban una leche y un queso muy apreciados. Desde su poblado se divisaba el Toubkal, una montaña majestuosa que, cuando llegó a España le recordaba a la silueta de Sierra Nevada cuando en los días despejados podía divisar sus cumbres desde donde se encontraba trabajando en la finca de Don Marcelo.
Él les perdonaba.
—Treinta euros tu jornal – dijeron entre sonrisas de hiena los argelinos.
—Don Marcelo decir el doble– respondió incrédulo Mohamed.
Muchos días ni siquiera fueron treinta euros, a veces se quedaban en veinticinco euros o en veinte. Menudo paraíso. A veces pensaba que en sus montañas pedregosas entre ovejas y cabras estaría mejor aún casándose con alguien a que no amaba. Arriesgó su vida con un viaje en cayuco y finiquitó su paupérrima hacienda en el viaje. Cuando llegó no tenía nada y se marchaba sin nada y además con una terrible carga de culpa.
—Tú, lleva esos sacos hasta allí –decían los encargados señalando el otro extremo de la finca.
Y cuando lo había llevado todos le ordenaban:
—Vuelve a traerlos.
Mohamed tragó saliva y empezó a llorar en su asiento contemplando el paisaje de olivos a través de la ventanilla. Notaba lágrimas frías y calientes deslizándose por sus mejillas y se acordó de su tierra, de sus hermanos, de sus padres. Del por qué estaba obligado a malvivir así.
—Eh, Mohamed. No pasar nada –le dijo el del pelo encanecido para tranquilizarlo y que bajara la escopeta viendo ira en la mirada de sus ojos.
—Sí, pasa. Os voy a matar–respondió seco.
Don Marcelo era perspicaz y cuando entró a la habitación donde se había alojado Mohamed no tardó en comprender. Nunca se había fiado del todo de aquellos dos encargados. Sus sonrisas le parecían tan falsas como el reluciente oro de las baratijas. Observó el zócalo suelto, el fajo de billetes enrollados en la mano de uno de los cadáveres, la navaja en la mano del otro, la escopeta y un enorme charco de sangre. Denunció los hechos en el cuartel de la Guardia Civil, pero se dio un tiempo. El tiempo que consideró podría ser imprescindible para que Mohamed pudiera huir de allí.
El autobús hizo un alto en su trayecto y paró en un bar de carretera. Mohamed aprovechó para pedir un bocadillo. Le daba absolutamente igual que fuera de cerdo, de ternera o de pollo. Lo que sí le preocupaba es que no le alcanzara a pagarlo con las monedas sueltas que aún le quedaban. Mientras esperaba el bocadillo vio a través de las cristaleras del bar a una patrulla de la Guardia Civil hablando con el chófer del autobús. Desde ese mismo instante dejó de preocuparle si podría pagar o no el bocadillo. Lo más importante era huir por la puerta de atrás.
Unas inmensas hileras de olivares serenas y pacientes le esperaban para ocultarlo durante su interminable huida de un pasado sin futuro.