118. Susurros de antaño
Cuentan que el abuelo se echó al monte huyendo de la guerra y dejó esposa y dos niños chicos sin medios de subsistencia. Cuentan que ella tuvo que coser y bordar, limpiar y fregar, y mil tareas más para que sus retoños no pasaran hambre.
Alguien dijo que al abuelo lo llevaron preso a la capital para ajusticiarlo y en el pueblo criticaban a la abuela por no mostrar la debida aflicción. Pero ella se mantenía en sus trece y gobernaba firme casa y familia, sin revelar a nadie qué hacía las noches de luna menguante en que subía al monte y se internaba en el olivar. Se rumoreaba que era bruja y la culpaban de todos los males que aquejaban a sus detractores.
Yo la seguí en una ocasión: la vi sentarse bajo un olivo, el más viejo y arrugado, acariciarlo y murmurarle dulces palabras. Y el olivo se mecía, sus ramas la abrazaban, enjugando con sus hojas el llanto del amado rostro.
Hoy, tras visitar a la abuela en el cementerio, me siento bajo ese mismo olivo y dejo que el susurro del viento entre las aceitunas traiga hasta mí la voz del abuelo.