118. El abrazo de los olivos

Olivia Picual

 

El momento que temía Arcadio Olivares acababa de llegar. Su padre, Dionisio Olivares, había fallecido. Le apenaba despedirse de su progenitor y no volver a disfrutar de sus peroratas sobre el legado de los fenicios, la biografía de Hipócrates o la retahíla de cuidados que requieren los olivos. Arcadio asumió resignadamente que la defunción era el final más plausible para un anciano con achaques, que para morir solo hace falta estar vivo y una sarta de nimiedades que únicamente mancillan el silencio.

Lo que verdaderamente inquietaba a Arcadio Olivares era la sucesión de discordias que aquel fallecimiento desencadenaría. Encrucijadas que habían deambulado libremente y ahora apremiaban determinación. Enjugado el lagrimal, Arcadio abandonó su despacho, montó en su todocamino y condujo hacia Villatocino, pueblo natal de la familia Olivares.

Mientras atravesaba aldeas tambaleantes ante el éxodo y la parálisis del tiempo, Arcadio rememoró su última visita a Villatocino. Era Navidad y Dionisio estaba aquejado de una tos como si de un perro pastor enfilando a un rebaño de ovejas se tratara.

—Me queda poco tiempo —anunció Dionisio.

—No diga eso, padre. Si está usted hecho un zagal. Solo ha de reposar.

—Qué más quisiera. Creo que me moriré para primavera, cuando haya recogido la aceituna y haya catado el aceite. No ha llovido mucho, pero con el perímetro de riego de la acequia ha salido una aceituna negra y gorda como nunca. Deseando estoy paladear la oscuridad y vislumbrar su amargor. Sí, la primavera es una estación muy propicia para morir, que el invierno hace escarcha traicionera.

—Qué primavera ni qué escarcha, padre. No diga tonterías —trató de desviar la conversación Arcadio. La encrucijada flotaba y su padre sabía cómo atraparla.

—Dime, Arcadio, ¿has pensado qué hacer con nuestros olivares?

—Pues… Ya se lo he dicho, no sé. En la universidad tengo mucho trabajo con el decanato. Sabe usted, es un cargo de responsabilidad y especialmente reconocido. Quizá el año que viene me propongan como candidato para rector. No puedo ocuparme de sus olivos. Me he labrado una vida diferente a la suya.

—Te entiendo, Arcadio. Tus decisiones te han convertido en un hombre de ciudad. El problema es que los olivos no atienden a razones, ni a ciudades, ni a universidades. Los olivos solo entienden de tallos, abono, agua, sol, palos y fardos. Hay olivos que tienen mala idea, que serían capaces de todo. Los Olivares hemos servido a esos olivos desde que mi bisabuelo Nemesio Olivares compró los bancales del Puntalillo y se le ocurrió plantar unos cuquillos. Mi abuelo Honorio y mi padre Anastasio extendieron el cultivo, construyeron una almazara y fundaron Aceites Olivares —Arcadio resoplaba al escuchar aquella historia declamada con la pasión que exigen las grandes epopeyas—. Nunca podremos abandonar estos olivos ni Villatocino. Los Olivares somos el fruto de esos olivos, molidos a palos cada año, convertidos en aceite y dispuestos para volver a brotar.

—Eso es para su generación y las anteriores. Mi vida está fuera. Habrá que buscar otra solución.

—No hay otra solución, Arcadio. Nadie puede escapar al abrazo de los olivos. Un día pasearás por nuestros bancales buscando lucidez para tus incertidumbres. De repente notarás a las ramas de un olivo recio sujetarte con fuerza. Cuando intentes escapar tendrás los pies hundidos en tierra húmeda y aceptarás tu sino. Es el fin de los Olivares. —Arcadio conjeturó que aquellas cavilaciones derivaban de mezclar vino y antibióticos.

A la mañana Dionisio se enfundó el mono y las botas y enfiló el camino al Puntalillo. Allí reunió a las diversas cuadrillas, compuestas de familiares y temporeros de medio mundo. Arcadio creyó que su padre estaba recuperado y dio por concluida su visita navideña. Rechazó integrarse a la recogida y adelantó su regreso a la capital excusándose en montañas de trabajos y exámenes por corregir. Desde que se había marchado de Villatocino para estudiar física Arcadio no había vuelto a empuñar una vara desafiando al invierno, el barro y el agotamiento.

El recuerdo de la última vez que estuvo con su padre, y la invocación de su interrogación vital, hizo temblar las manos de Arcadio sobre el volante. Darse cuenta de que Dionisio había cumplido el vaticinio de morir en primavera le sosegó. Nunca auguraba en balde, meditó con una media sonrisa.

El depósito de gasolina estaba a punto de consumirse. Debería repostar en Villatocino si no quería quedarse a vivir allí. Al llegar al pueblo Arcadio se dirigió al hogar familiar. Se trataba de una casa con solera, construida por su bisabuelo Honorio a base de adobe, paja, piedra y tocones procedentes del Tocinar. Mediante los beneficios obtenidos del suministro de aceite a la flota de guerra británica en el siglo XIX —acuerdo truncado durante la Primera Guerra Mundial— Honorio remodeló una morada que las generaciones posteriores convertirían en un majestuoso palacio agrícola de tres plantas. Las campanas de la iglesia anunciaban el muerto enérgicamente. El golpeteo seco era replicado por un segundo formando una sucesión de diez toques como dictaba la tradición.

En la entrada aguardaba un corrillo de ancianos. Los vecinos serenaron su tono al atisbar a Arcadio y procedieron a trasmitir sendos pésames. Sin más dilación, Arcadio entró a la casa donde había nacido y crecido. Con ritmo pesado subió los empinados escalones que conducían hacia el salón principal. Un corro de sillas de madera vetusta y esparto rodeaban el cadáver de Dionisio. El murmullo instalado se convirtió en silencio cuando apareció Arcadio. El hijo del difunto no levantó los ojos del suelo y avanzó hacia el féretro. Como era tradicional en el clan Olivares, Dionisio reposaba ataviado con mono, botas embarradas, una rama de olivo sobre el pecho y una cacharra de la última cosecha. Arcadio observó el semblante pálido de su padre, el cual dibujaba una mueca de satisfacción. Efímeramente Arcadio fantaseó con una majestuosa resurrección del finado. Seguidamente introdujo sus lisas manos para acariciar los dedos agrietados de su padre. Agarró su brazo derecho y lo zarandeó suavemente. Al comprobar que el difunto no hacía ademán de reaccionar, agachó la cabeza y aproximó su boca al oído de su progenitor.

—Padre, ya está bien. Levántese y deje de montar el espectáculo —susurró bajo el asombro de los veladores—. Padre, no se lo pienso repetir. ¡Levántese! No es justo este castigo —gritó enrabietado.

Su primo Hermenegildo Parra Olivares se acercó hasta Arcadio e intentó consolarlo alejándolo del ataúd. Cuando Arcadio estaba más sereno, recibió el séquito de pésames de familiares, amigos y vecinos. Su tía Arsenia Olivares, hermana de Dionisio y mujer de lengua afeitada, tomó la iniciativa de relatar la defunción.

—Tu pobre padre tenía un resfriado negro como el tizón. Yo le decía «Dionisio, ve al médico a que te receten algo, quédate en cama y deja de hacer el zascandil por esos huertos» y él, cabezón como él solo, «Arsenia, no seas plomiza, no puedo dejar los olivos ni la almazara. Cuando esté dispuesta la producción y pruebe mi aceite, me moriré en paz. En primavera a más tardar». Y vaya si se ha muerto, como una vida mía. Ay, mi pobre Dionisio —se detuvo Arsenia para secarse las lágrimas—. Esta mañana cuando veía que mi Dionisio no cruzaba la plaza he pensado «Ay, que es primavera y mi Dionisio se ha ido». Me he acercado al cortijo y allí lo he encontrado, sentado en la poltrona, con las piernas tapadas con las enaguas. El pobre estaba pálido y más helado que los pies de Cristo. Se murió solico, sin decir esta boca es mía. Estaba muy enfermo, pero, claro, quién iba a decir que algún día se tenía que morir.

El atardecer cayó sobre Villatocino sin avisar. La compañía y el ambiente propio de una taberna habían aligerado la espuerta de inquietudes de Arcadio. Hermenegildo encendió la chimenea con troncos de olivo. Un calor hogareño se propagó enseguida por toda la sala.

Mientras cenaba torta de aceite Arcadio maldijo la obstinación de los rituales mortuorios de Villatocino. Si el velatorio se hubiera celebrado en un tanatorio de ciudad, cerrarían la estancia y obligarían al muerto a mentalizarse de su nueva condición en soledad. La costumbre establecía que los familiares debían permanecer velando el cadáver toda la madrugada hasta la despedida final. Arcadio ocupó una silla y bajo el silencio sepulcral su cabeza volvió a dar vueltas. ¿Qué debía hacer? ¿Seguir escondiéndose y dejar que todo se resolviera por iniciativa propia? ¿Delegar en Hermenegildo? ¿Colectivizar Aceites Olivares? Observando las brasas de la chimenea Arcadio recordó que cuando se estableció en la capital fantaseó con pegarle fuego a los montes que rodeaban Villatocino y con él todos sus olivos. «Aceitunas zapateras, fuego en ellas», solía repetir Dionisio. De vez en cuando Arcadio miraba desafiante a su padre y renegaba mediante ronquidos guturales.

Después del amanecer los presentes rodearon a Dionisio. El rito consistía en susurrar una despedida emocional y besar la frente del difunto. Cuando las campanas de la iglesia doblaron, los familiares cerraron el ataúd con llave y alzaron el féretro sobre los hombros. Arcadio prefirió escoltar el cortejo a unos metros, pero su tía Arsenia lo agarró para acercarlo a la procesión. La iglesia estaba a reventar. El párroco realizó un extenso repaso de la biografía de Dionisio y entonó el Dies irae. Concluidas las exequias, los miembros del clan formaron sobre el altar y recibieron las condolencias de los feligreses. Arcadio asentía y despachaba las gracias como si le hubieran sorbido el alma.

En la plazoleta aledaña aguardaba el tractor del muerto. El vehículo tiraba del remolque en el que se amontonaba la aceituna para transportarla a la almazara. Los Olivares auparon el féretro sobre la estructura metálica y pusieron rumbo al cementerio. Arcadio seguía el desfile con su vehículo todavía en reserva.

Veintitrés cuerpos y sus respectivas maderas corroídas reposaban en la cripta de los Olivares. Mediante un sistema de sogas manejado por el pulso del operario, el féretro de Dionisio fue colocado junto al de Hortensia Carrasco, su mujer. Recolocada la losa, las lágrimas y los quejidos quebraron el silencio que suele reinar entre los muertos. El semblante de Arcadio rebosaba preocupación: la angustia que había atosigado su existencia estaba a punto de explotar.

Nada más cerrar la cripta, Hermenegildo se acercó por la espalda de Arcadio.

—Primico, y ahora que el tito falta, dime, ¿qué vas a hacer con todos los olivos y los tanques de aceite?

—No seas desconsiderado, Hermenegildo. Tu primo estará muy afectado —intervino Arsenia—. Pero, claro, sobrinico, ahora eres el heredero. Dinos, ¿qué vas a hacer?

La pregunta desencadenó en Arcadio una sucesión de sudores fríos. Su rostro transitó entre la tibieza blanquecina y la vergüenza colorada para convertirse en lila por la falta de oxígeno. El resto de asistentes rodeó a Arcadio formando un semicírculo. Era el momento de la verdad. Había mucho en juego: la explotación de miles de hectáreas de olivos ubicadas en los terrenos del Chorrillo, los bancales del Puntalillo, la Dehesa Chica, y, la joya de la hacienda, la Parata Gorda; la moderna almazara; y la distribución anual de alrededor de 60.000 toneladas de aceite.

Aunque Arcadio estaba atrapado por su destino, el profesor universitario describió un hábil requiebro y echó a correr zigzagueando tumbas enterradas bajo tierra, nichos y criptas. Al llegar al aparcamiento se abalanzó sobre su todocamino. Su vertiginosa conducción por la pista desencadenó una densa nube de polvo que convertía al huido en invisible. Un poder que ahora más que nunca ansiaba disponer. Al tomar el cruce de la carretera, se activó un pitido insistente anticipando la detención del motor. El depósito de gasolina se había vaciado. Arcadio maldijo su torpeza. También la ocurrencia de su padre en morirse en primavera, a su estirpe olivarera, a los villatocineros, a los olivos, al aceite y a la nula aplicabilidad de la física de partículas para estos menesteres.

Aprovechándose de la inclinación, Arcadio resguardó el coche en un bancal lindante. La gasolinera más cercana se encontraba a la entrada de Villatocino. La siguiente a unos treinta kilómetros. Tenía que volver al pueblo si quería huir de él. Arcadio meditó que debería esperar para no ser descubierto por la comitiva fúnebre u otros vecinos. Arcadio decidió atravesar los senderos, atajos y veredas que conocía de su infancia. La brisa, el aleteo de los olivos y el agua fresca por las acequias empedradas templaron la adrenalina. Por primera vez en dos días Arcadio meditó con claridad y evaluó sus alternativas. La primera, más sencilla, era delegar en su primo Hermenegildo Parra Olivares todas las responsabilidades agrícolas y asegurarse un porcentaje de las regalías. Seguramente carecería de la aprobación de Dionisio, pero él ya no estaba allí para expresar sus reservas. La segunda opción, más complicada, era encontrar un comprador externo, lo cual desembocaría en una cruenta batalla entre Olivares. Ningún pariente o conocido estaría dispuesto a pujar conociendo la poca vocación de Arcadio. La última alternativa, más radical, era prender fuego a los campos, tal y como había imaginado en su juventud, continuar su camino hacia ningún lugar y sobrevivir a los remordimientos.

Arcadio echó por la Parata Gorda, una vasta extensión de los Olivares donde se encontraban esplendorosos ejemplares de la variedad picual. Los árboles reposaban tras la recogida del fruto. La tierra húmeda desprendía un olor a tristeza como si llorase la pérdida de su amo. En la parte central se situaba uno de los olivos más longevos, cuyo tronco entrecortado bifurcaba en forma de tres voluminosos brazos que se alzaban con esplendor. Los agujeros esculpidos sobre su piel de madera rememoraban su resistencia a la aridez y el envejecimiento. En el centro del tronco había colocada una vara de castaño. Una de las que empleaba Dionisio para varear, quien se oponía a vareadores y vibradores mecánicos. Las manos de Arcadio temblaron al tomar la vara y esta cayó sobre la tierra arenosa.

Cuando quiso reemprender su huida, Arcadio notó que sus pies se habían enterrado bajo la tierra. Trató de zafarse y auparse hacia la superficie, pero apenas pudo moverse. Las ramas del olivo rodeaban el cuerpo de Arcadio paralizando sus movimientos. Era el abrazo de los olivos, aquel concepto que su padre había deslizado en Navidad.

—Arcadio —se escuchó un rumor.

—¿Padre? ¿Está usted ahí? —contestó Arcadio tratando de atisbar alguna presencia.

—Claro. Este olivar es mi nuevo hogar —el olivo centenario proyectaba la voz de Dionisio—. Este era nuestro sino y la tierra de la Parata Gorda es la más rica que tenemos. ¡De aquí sale la mejor aceituna! ¡Estos olivos son los que producen el mejor aceite! Además, estoy en buena compañía. Por aquí están tu madre, tus abuelos y tus bisabuelos. Estamos todos los Olivares que dejamos el mundo de los vivos.

—¿Qué? ¿Cómo? Debo estar sufriendo alucinaciones por no dormir o por el trauma. He de retomar la psicoterapia y dormir. Sobre todo dormir y dejar de pensar. Y así dejaré de sufrir. El pensamiento duele mucho —divagó Arcadio mientras el resto de olivos emitía sonidos. Entre ellos la voz de su madre, quien le saludó emocionada, y la de su abuelo Honorio.

—Hijo, deja de hacerte el esquivo, como si esto no fuera contigo. Deshacerte de estos olivos es deshacerte de todos nosotros, es borrarnos de la memoria, es renegar de tus raíces. Has de continuar nuestro legado.

—Padre, dime, ¿de qué servirá? Mis hijos no querrán continuar. Algún día se perderán estos olivos, sea por la sequía, por la recesión, por la modernización o porque nos caiga un meteorito. ¡Es el sino de los tiempos! Contra eso no podemos hacer nada. Asúmalo ahora que está muerto —gritó Arcadio—. Ustedes tienen mucho apego a lo que fuimos y somos, pero solo somos simples partículas que desaparecerán con el olvido.

—Dime, Arcadio, ¿qué importa lo distinguido que seas si no puedes honrar la memoria de tus ancestros? No puedes hacer nada contra nuestro destino. El de los Olivares son estos olivos. Siempre perdurará el abrazo de estos olivos para recordarnos nuestro pasado y apuntar hacia nuestro futuro, que es el mismo lugar.

—Está bien, padre —terminó Arcadio por rendirse regando la parata con las lágrimas que no había sido capaz de derramar durante el funeral. Entonces el olivo y la tierra liberaron su cuerpo y pudo moverse libremente.

Arcadio se despidió de las manifestaciones de sus ancestros en los olivos y prosiguió su recorrido hacia la gasolinera. Allí se abasteció de un bidón que debía cargar hasta su coche. Aparentemente rendido a su sino, ya no debía esconderse. No obstante, impulsado por una suerte de resistencia visceral, Arcadio torció su camino. Se adentró de nuevo por la Parata Gorda. Abrió la tapa del bidón y comenzó a verter combustible por los olivos, con especial inquina contra el que se había aparecido Dionisio. Regó la tierra formando un riachuelo oscuro. Vertido casi todo el contenido, salvo el imprescindible para arrancar su coche, Arcadio pegó fuego al reguero.

Arcadio Olivares procuró alejarse rápidamente. De improviso sus pies se hundieron en la tierra y sus brazos fueron rodeados por unas ramas de olivo. A pesar de sus esfuerzos, Arcadio permaneció inmóvil. Había sido acorralado por el enorme árbol. Lentamente el fuego se propagó por la parata y en pocos minutos una feroz columna de fuego engulló el olivo que abrazaba a Arcadio. Mientras se consumía, Arcadio encontró sosiego: ya nunca debería enfrentarse a la encrucijada de decidir los designios del negocio familiar. En su último estertor pudo escuchar una voz proveniente del olivo en llamas.

—Arcadio, en ceniza te convertirás y eternamente permanecerás entre olivos —tal y como había vaticinado Dionisio Olivares.

El poso del rocío evitó un mayor desastre. Solo se vieron reducidos a cenizas un puñado de olivos de la familia Olivares. Aunque se encontró su coche, nunca se supo del paradero de Arcadio. Algunas habladurías sostienen que su voz resignada resuena en la Parata Gorda. La compañía Aceites Olivares también encontró su destino, fantástico o ruinoso según quien juzgue. Pero esa es otra historia.