117. El fondo de las tinajas
Los días que las tinajas del obrador volvían a apestar a pegamento y a queroseno, Amalia Cruz, la dulcera, se arrancaba la faja y el sostén porque decía que el aceite turbio le hinchaba la barriga y la mala leche. En esas tardes, Amalia se sentaba medio empelote delante de la puerta del obrador, se azuzaba los nervios con un atracón de café portugués, y como parte de un exorcismo necesario, recordaba la historia de Rufino Galindo para que los niños no se fueran del sur. Nos dijo que se hizo cargo de Rufino desde que sus padres lo dejaron atrás en una diáspora de fatigas, que lo amamantó con biberones de aceite y azúcar, que lo crio a golpe de dulces fritos, pero que cuando la boca le empezó a saber al rancio del final de la inocencia, no supo cómo convencerlo de que por mucho que le pesara la sangre, su sitio natural no estaba en el fondo de las tinajas.
Amalia nos contó que desde que Rufino empezó a trabajar de molinero, por culpa de una epidemia que infectaba a los jóvenes del sur, la sangre se le ensució y se le fue llenando con tantos grumos y con tantos sinsabores, que sus venas acabaron arrastrando las mismas zurrapas que los fondos de las tinajas. Nos contó que por eso, pero no solo por eso, cuando los americanos removieron el polvo lunar, su aliento y los bizcochos apestaron a ceniza de tabaco picado; que por eso, cuando arreció la crisis del petróleo, le salieron postillas en el paladar y una costra de alquitrán en las aceitadas; y que por eso, cuando Amalia le leyó la historia de los Buendía, los pestiños y sus sueños escondidos atufaron a la mugre de cien años de soledad. Pero también nos contó que, aunque los desenfados y la sangre del molinero acabaron apestando al mismo tiempo a las mismas cosas que se oían en la radio , los dulces fritos del obrador no amargaron a historias silenciadas hasta que Rufino no se fue a vivir a Barcelona.
Amalia nos dijo que el día que Rufino Galindo cumplió veinte años, lo llamaron del ayuntamiento para hablarle de una oferta de trabajo aséptica como una ducha de lejía y para enseñarle en un mapa de España en dónde estaba el pudridero del Raval. Nos contó que se fue a hacer borrón y cuenta nueva a un sitio que no sabía ni que existía y que se fue creyendo que un mundo lejano le iba a limpiar la sangre con los coladores de la distancia. Nos dijo que llegó a Barcelona con las amarguras de los emigrantes escondidas en los estribillos de las canciones antiguas, y para que no se le notara que no tenía suelo y que solo sabía hacer aceite, dejó que lo pusieran a barrer las letras sueltas que se caían en el piso de la fábrica, siempre igual y siempre en el turno de noche.
Amalia nos explicó que se fue a trabajar a una fábrica grande en donde se hacían tantas letras, tantas, que creyó que sería fácil juntarlas para cambiar su historia. La dulcera no recibió ninguna carta de Rufino desde que a principio de los setenta se fue a vivir al Raval, no hizo falta, Amalia sabía que buscaba compañía porque los pestiños olían a la soledad de sus horas muertas, sabía que por las venas le corría el pasado porque las aceitadas apestaban a sus añoranzas del sur, y sabía que andaba buscando amores sin dueños, lo sabía porque los desenfados y las torrijas lo echaban tanto en falta que se desmigajaban como el pan duro aunque se enguachinaran en aceite. La dulcera nos contó que, a pesar de trabajar en donde se fabricaban las letras de molde, y aunque Rufino se perdió en el laberinto de un mundo prestado y lejano sin dar señales de vida, Amalia supo que seguía vivo y expectante porque los dulces fritos del obrador, hermanados con la sangre del molinero, supieron durante algún tiempo a la “libertad sin ira” que se cantaba en el sur, supo luego que le pesaba la vida porque las roscas de vino se fueron atufando con las mentiras nuevas de déspotas disfrazados de demócratas, y adivinó que estaba sufriendo desilusiones duras como bizcochos de yeso porque, años después, los dulces amargaron al desdén de los desprecios que los del piso de arriba del país hacían a los de abajo. Fue entonces, por el tiempo en el que las noticias de la tele solo eran velos para tapar trapos sucios, cuando la dulcera recibió un telegrama de la Hispano-Olivetti diciéndole que hacía cuatro meses y medio que no sabían nada de Rufino, y fue por entonces, en una mañana de fiebre olímpica, cuando a Amalia le brotaron tantos crisantemos en los fondos de las tinajas y le salieron tantas malvas en las orzas de la melaza, que adivinó que a Rufino se le había olvidado vivir. Y después de casi veinte años barriendo los sobrantes de las máquinas de escribir, cuando supo que se había muerto sin ser capaz de juntar las letras necesarias para acabar su historia, entonces, reunió a los menos escrupulosos para ir a buscarlo.
Amalia Cruz nos explicó que cuando entraron en la casa que Rufino Galindo tenía en el Raval, lo hicieron echando la puerta abajo y apartando con las manos una maraña de zarzas que invadían los pasillos. Nos dijo que se encontraron a Rufino en un cuartucho sin ventanas, lleno de hojas de libros viejos y rodeado de docenas de ventiladores que levantaban remolinos de letras para que esos hombres que perdieron el norte yéndose del sur, aprendieran a reescribir sus historias. Estaba sentado en una mecedora de anea, tan tieso como los santos de escayola y tan seco que una fila de hormigones negros le entraba por los agujeros de la nariz y le salía por las orejas. Nos dijo que no le hicieron la autopsia porque tenía el pellejo tan pegado y la cara tan marcada por la desolación de las vidas torcidas, que se le podían contar mejor las penas viejas que sus huesos jóvenes. El forense dictaminó que la causa de la muerte fue natural y que no se había podrido en aquel lodazal porque apestaba a pegamento y a amoniaco, pero cuando Amalia lo vio enterrado en hojas de papel hasta las rodillas y con borbotones de queroseno saliéndole por la boca entreabierta, les obligó a añadir en el informe que la sangre se le había llenado con tantas zurrapas del fondo de las tinajas, tantas, que la vida se le había apelmazado sin ser capaz de escribirla ni contarla.
Aunque los noticiarios solo dijeron que habían encontrado a un barrendero del turno de noche de la Hispano-Olivetti muerto en su casa, Amalia nos contó que aquella tragedia de atropellos empezó a dar la cara en la última tarde que salió a leer el futuro en los alientos. Por el tiempo en el que los votos de los de arriba empezaron a valer más que los de abajo, los más necesitados de justicia se agolpaban contra la puerta falsa del obrador para que les aliviara de esos males que la tele no quería ni nombrar. La última vez que la dulcera se puso a descifrar el mundo en las arrugas de la respiración del sur, salió a la calle con un embudo pinchado en la nariz y con los ojos vendados. Cuando se chocó con el aliento frío de una niña que buscaba novio, le dijo que se dejara querer por un hombre al que le pesaran tanto las caricias que sus besos la dejaran pinchada a la tierra; y cuando sintió el resuello de unos mozos grandotes, les explicó que tenían que escarbar en las profundidades del sur hasta que se les ablandara el suelo y se les endureciera el coraje. Aquel fue el último día que la dulcera leyó en los alientos porque, cuando Rufino Galindo le sopló en la cara una ráfaga de desilusión, la dulcera se quitó la venda y le dijo que nunca barriera por las noches, nunca, porque, aunque su futuro estaba lleno de letras, las palabras no estaban en el orden que esperaba ni decían lo que él quería oír.
Para su desgracia, cada noche desde que llegó a Barcelona, atrapado en un carrusel mudo de días iguales y como los burritos de las norias, se tapó los ojos y se dedicó a dar vueltas ciegas en una vida sin direcciones. Y así, llorando para dentro y con la esperanza de juntar las palabras necesarias para cambiar el orden de sus cosas, Rufino se tachó el sur y se gastó la juventud barriendo las letras y las migajas sobrantes de la Hispano-Olivetti. Amalia nos dijo que aunque sus lamentos no nos llegaron nunca porque quedaron enmudecidos por el porraceo uniforme de miles de máquinas de escribir, los mensajes encriptados en los olores de los dulces siempre nos hablaban de él. Supimos que se le escamaron las tripas cuando leyó en la nueva constitución que todos éramos iguales ante la ley, lo supimos porque los pestiños amargaban tanto que solo servían para espantar a las culebras; supimos que el paladar se le había llenado de cardos borriqueros cuando los tiros del congreso, lo supimos porque las torrijas apestaban tanto que solo las usamos para ahuyentar a los hormigones y a los fantasmas; y supimos que algo lo estaba levantando del suelo y le estaba arremolinando la vida porque, la noche que estábamos despidiendo al cometa Halley, esa noche, a los dulces fritos les volvió un regusto tan fuerte a aceite con canela que los murciélagos se perdieron en medio de aquella sopa dulzona.
Amalia nos dijo que no fue capaz de adivinar lo qué estaba pasando hasta que los desenfados se empezaron a deshacer en el café de por las tardes y las medialunas supieron a lunas de miel. Nos dijo que cuando vio que los abejorros y los tábanos se porraceaban contra los cristales de las vitrinas del obrador, intuyó que a Rufino se le había filtrado el amor por sus holguras de hombre. Nos contó que, por el sabor de los pestiños, supo que una noche en la que le arreciaba la añoranza del sur y de las roscas fritas, se puso un embudo en la nariz, se tapó los ojos, y jugando a adivinar la vida en las torceduras del aire de la fábrica, sin control y sin dominar el ritual, se le metió un intruso dulzón por las grietas de la soledad en cuanto se tropezó con el aliento de una mecanógrafa morena. Se llamaba Samira Salín y le limpió las venas con una única bocanada de aire. Samira le quemó los pulmones con una mirada verde, le metió en los sueños un olor penetrante a tinta y alhucema y le infectó la sangre aceitosa cuando le escribió en mayúsculas: “Bárreme los pies que no quiero que me casen con un primo mío de Ceuta ”
Por entonces Rufino ya era una esponja seca, un coscorrón tan duro y tan necesitado de que le rellenaran sus vacíos, que las aristas cortantes de las letras mayúsculas lo abrieron en canal. La noche en la que se dio cuenta de que Samira tenía la cara llena de sonrisas guardadas para él, Rufino no supo ver que aquella historia estaba hecha de palabras revueltas, tan desordenadas, tan calientes que se le cayó de la boca lo que ella quería oír: “Cuando los molineros le barren los pies a las casamenteras, le dijo al oído, se malogra la boda porque la fecha también se barre”. Desde ese momento y como quien come palos de escoba, al Rufino se le atravesaron de tal forma aquella mirada y aquella voz llena de arañazos morunos, que no solo le barrió los zapatos, la descalzó y le desempolvó los pies en medio de las noches iguales de la fábrica, sino que para que el conjuro les cambiara el rumbo de la vida, le prometió media docena de gañotes fritos en el Raval y le dijo al oído: “Mírate en todos los espejos que puedas, que esa guapura hace estallar los escaparates”.
Y mientras esperaban a su noche libre para hundirse el uno en el otro en un espacio sin nombre y sin normas, los ventanales del obrador se llenaron con tantos moscones y con tantas avispas que supimos que estaban siendo absorbidos por uno de esos amores sin fechas, esos que cuando se aplazan, no solo no caducan, sino que aparecen con recargo en medio de los sueños. Amalia nos contó que la bonanza de aquella historia escrita al dictado y con las letras de otros, duró poco, y de la noche a la mañana, el azúcar empezó a amargar, el aceite supo a rancio y el obrador apestó tanto al fondo de las tinajas que los dulces no solo no se podían comer, sino que se desmigajaban y se deshacían como los futuros inciertos. De esta forma y mucho antes de que saliera por la tele, por el amargor de los besos con miedo, presentimos la aparición de una neumonía que aguaba la sangre, por el olor a herrumbre supimos que se iba a caer un telón de acero gigante, pero como nunca habíamos vivido una tormenta de cristales rotos, no fuimos capaces de entender por qué los dulces nos cortaban los labios.
La noche que Rufino fue capaz de juntar todas las letras que necesitaba para escribir que los molineros solitarios no se enamoraban, sino que sufrían cataclismos; esa noche, le dijo a Samira que le iba a enseñar a hacer gañotes fritos y le pidió que al día siguiente se pasara por el Hipercor de la avenida Meridiana para comprar canela de Ceuta y aceite del sur. Pero ella nunca llegó al Raval, Rufino estuvo esperándola sentado en una silla de anea durante cuatro meses y medio, friendo gañotes en el aceite de las latas de sardinas, haciendo tantos votos de ayuno que se le plegaron las carnes como un acordeón menguante, y robando ventiladores para ver si revolviendo las letras se podía cambiar el pasado. Samira Salín no volvió a la casa de Rufino Galindo porque unos asquerosos del norte quisieron hacer señales de humo con leña seca del sur, y por si se encontraban algunos troncos empapados de llorar por su tierra, ese mediodía, en el Hipercor, echaron tanto pegamento y tanto queroseno que, cuando Samira supo que no saldría de allí y que se iba a retrasar de tal forma que solo iba a volver al Raval y al obrador metida en los pliegues de los sueños, hizo que el estallido de los escaparates llenara de cristales la avenida Meridiana, las venas del Rufino y los dulces fritos que cortaban los labios del sur.
Amalia nos explicó que nos fuimos acercando al fin de siglo como las culebras, arrastrándonos para pasar por las estrecheces de las mentiras, mudando muchas veces el pellejo y dejando atrás lo que antes fue nuestro. Por eso, nos dijo, para que la polvareda que levantan los que se mudan de ideales no nos sepulte el pasado, hay que prestarles la boca a los que nunca pudieron pedir nada, a los que solo quisieron vivir y morirse como se mueren las bombillas, de sopetón y dando luz hasta el último momento.
Nos dijo que trajeron a Rufino en una caja de plomo y cemento, pero no solo para que no se le escapara la peste a queroseno y amoníaco, sino para que nadie supiera que se había consumido como las candelas de paja terrosa, sin luz, sin llama y sin que se sepa cuándo se apagan del todo. Pero que ella por su cuenta y sin encomendarse a norma alguna, mandó que lo enterraran en una esquina del cementerio, con una caja hecha de hojas de libros viejos y con muy poca tierra para que le resultara fácil apestarnos cuando se escapara escondido entre los remolinos de los recuerdos. Y que por eso, en los días que el aceite de las tinajas volvía a apestar a queroseno y a desigualdades, se arrancaba la faja y las normas, nos convocaba delante del obrador, nos daba bizcochos pedregosos para que aprendiéramos a rumiar el pasado, y cuando nos empezaba a amargar el paladar, nos contaba la historia silenciada de Rufino Galindo para que los niños del sur creciéramos revolviendo los posos de la historia y removiendo el fondo de las tinajas para que los de arriba no se queden con todo el aceite limpio.