115. El legado de mi abuelo

Alba Escudero Hernández

 

Observaba a mi abuelo cada vez que venía del campo. Aún recuerdo sus pantalones de pana desgastados, sus zapatillas marrones que siempre compraba en el mercadillo, su camisa de cuadros azules con manga larga, su gorra campera, el sudor de su cara y sus manos tintadas, con un olor, difícil de describir, pero que abría los poros y te trasportaba al olivar.

Cuando llegaba, dejaba su gorra en la esquina de la silla, se lavaba las manos en la pila de la puerta de la cueva y buscaba un vasito para sentarse al calor de la chimenea y disfrutar de su vino, pisado en el pasado mes de septiembre. Se le veía cansado, agotado de tanto esfuerzo, pero sus ojos denotaban todo lo contrario, era un brillo especial, un anhelo del alma. Y seguía observándolo y viendo cómo tras unos sorbos se recomponía, cambiaba de postura y me miraba. Entonces me llamaba y me daba un beso en la frente, me acariciaba el pelo y me relataba sus aventuras del día entre sus olivos. Y yo me quedaba perplejo escuchando cada una de sus anécdotas, de sus experiencias de vida, con la personificación en cada una de las aceitunas que recogía, con el cariño a cada rama que le brindaba el fruto, con la esperanza de tener un futuro arduo y seguro debajo de aquellos gigantes ricos camuflados, los olivos.

Mi absorción se transformaba en sueño, me convertía en una persona soñadora, me encantaría ser mi abuelo para estar a diario entre sus amigos los olivos, para cuidar a sus hijas, las aceitunas, para conversar con cada una de sus ramas y para abrazar a cada uno de sus troncos. Según relataba mi abuelo, las palabras que les dedicaba eran siempre de cariño, de gratitud, aunque a veces fruncía el ceño, sobre todo cuando hablaba de la almazara, la bruja de este cuento, ya que se sentía engañado porque su esfuerzo no se veía recompensado. Pero este sinsabor se le quitaba cuando recordaba la intensidad del sabor de su aceite, el alimento que proporcionaba a su casa y la riqueza humana que les daba a diario pudiendo tenerlo como tesoro escondido pirata.

Aún recuerdo algunas de las anécdotas que a corazón abierto mi abuelo me contaba, anécdotas que realmente eran confesiones a flor de piel, reflexiones de vida y aprendizajes eternos, que hasta hoy no he sabido destapar. Para mí, sólo eran cuentos, relatos que me entretenían y que me paralizaban el tiempo, sin darme cuenta de las horas y horas que estaba bajo el tesón de mi abuelo.

Sus manos ásperas me acariciaban, me cogían de la mano y me abrazaban, siempre pensé que era porque la escena sería más terrorífica, pero ahora entiendo que era por la necesidad de agarrarse a la vida, a su legado, a su ADN. Igualmente, observaba sus ojos azules como el mar que de vez en cuando se empañaban, a veces por la risa de algunas de las conversaciones que esos olivos ofrecían, pero la mayoría de las veces, eran por la melancolía que le producía recordar el sufrimiento, el sacrificio y la injusticia con el campo. Entonces, en esas veces, se secaba la lágrima con su pañuelo blanco y rasgado de tela y me decía que aún tenía polvillo del movimiento de las dichosas ramas. Pero, aunque yo era un niño y me parecía que mi abuelo venía de luchar con piratas, sabía que su corazón necesitaba un riego extra y sin más me levantaba para darle un abrazo y decirle al oído cuánto lo quería.

Aún me vienen algunas de sus palabras, algunos de sus chascarrillos, de sus risas contagiosas, de los anhelos de su alma. Recuerdo cómo me contaba la inteligencia necesaria que había que tener para colocar los fardos debajo de cada olivo. Además, recuerdo cómo cosía los rotos antes de empezar a recolectar, como la delicadeza se convertía en arte y la aguja en una barita mágica que tejía y tejía no sólo hilos desorientados, sino que tejía historias infinitas de debajo de los olivos. También me contaba cómo mi padre intentaba ayudar sin pensar y lo que conseguía era resbalar y caerse por el fardo como si de un tobogán acuático se tratara. Y en ese momento, mi abuelo reía a carcajadas, pero sabía que tras cada caída había una levantada, y que este acto sería el mejor aprendizaje que su hijo tendría.

Y nada que decir de las varas, unas más largas, otras más cortas, pero todas ellas cuidadas con delicadeza. Mi abuelo me describía el movimiento exacto que había que hacer con ellas, con gestos entre mis manos, para que el olivo no se dañara. Siempre me decía que el olivo es un ser frágil al que hay que cuidar porque de él mana la riqueza líquida que no todo el ser humano sabe valorar. También reía al memorar los chichones que algunos de la cuadrilla se habían llevado por no mirar y seguir la estrategia del camino marcado. Y es que a veces el vino que hacía el abuelo se subía a la cabeza, o por lo menos es lo que mi abuela repetía cuando los veía a todos reír en demasía, sin sentido o con lógica, desbordados. Por eso será que el dolor de los chichones se desvanecía, porque como bien sabía mi abuelo su vino era sanador como el aceite.

Pero lo que más me gusta recordar es cuando mi abuelo me contaba las aventuras que vivió con las espuertas de esparto. Cuando las traía a casa para repararlas, para limpiarlas, porque como él siempre decía, eran el cobijo de las monedas de oro, como llamaba mi abuelo a las aceitunas, porque las espuertas de esparto del cerro del pueblo tenían miles de historias calladas. La que se perdía, la que robaban, la que se rasgaba, pero todas tenían cura fácil en manos de él, junto con la ayuda de una aguja gorda de esas de ensartar pimientos y un trozo de guita de atar las alpacas de alfalfa, eran suficientes para arreglar y apañar los agujeros ruines de las espuertas de aceitunas. A mí me gustaba imaginar entonces, lo divertido que sería ser transportado en esa espuerta, sin ventanas, sin puertas, sólo manteniendo el equilibrio y sintiéndote oro, como las aceitunas que allí viajaban a diario por entre las raíces de su padre el olivo.

Y me encantaba escuchar las historias de su burra Mariquilla, un pilar fundamental en la recogida de la aceituna. Ella era la guardiana y señora de los kilos y kilos de monedas de oro, aceitunas, que llevaba a sus espaldas para dejarlas en la máquina mágica, la almazara. Mi abuelo me contaba que la burra sabía latín, y yo no me creía que leyera ninguno de esos libros tan densos, pero sabía que lo que me quería decir era  que Mariquilla era muy lista y que sabía guardar el fruto de los piratas, de los enanitos y hasta de las águilas.

Y sólo me quedaba sentir las historias de la cuadrilla, de esos descansos que hacían entre olivos para coger aire, para mirar profundamente al gigante que los atrapa, para mandarle un mensaje secreto sólo con una mirada a la aceituna que recogen con sus dedos del suelo, con sus fardos del cielo. Finalmente acaban en risas, de verse las caras, de degustar el vino, el salchichón o el tocino que se hacía en las matanzas semanas antes de comenzar con la caza del dulce líquido rico. Y a mí me fascinaba saber que mi abuelo tenía tantos amigos, de saber que, aunque estaba cansado, sucio y hasta enfadado, con ellos se le disipaba la miseria, la fortuna, con ellos se enlazan gotas de sangre que jamás serán borradas, con ellos escribió camino entre la tierra de los olivos.

Pero si algo me gusta recordar es el tiempo de la cena, donde yo rebuscaba entre los restos de la merienda que traía mi abuelo a casa. Me encanta comerme con él el poco queso que quedaba, en el rico aceite de sabor picante y de recorrido histórico, porque también tenía su historia de algún modo. Acompañado siempre de un trozo del pan de horno moruno que a diario mi abuelo recogía de la panadería de María. Y beber a caño, aunque a mi abuela no le gustara porque aún mojaba mi camiseta, del pipo que conservaba el agua fresca del caño. Con cada bocado, notaba como mi abuelo me miraba, ahora era él el que disfrutaba de verme comer los ricos manjares que también daba el sacrificio del ganado o del campo. Y creo que se imaginaba quién se haría cargo de que esta herencia tan humilde, pero a la vez tan rica, no se perdiera. Quizás creía que yo podría ser el siguiente en saber crear, en saber hacer crecer y conservar el tesoro familiar. Pero siempre me acaba acompañando, aunque mi abuela le tenía preparado un caldo, él siempre acaba mojando la hogaza de pan en el aceite que al queso se le resbala y me decía que probara, que lo paladeara, que lo mantuviera unos segundos jugando en la boca, para que, cerrando los ojos, sintiera la libertad serena que nos ofrece el olivar, para saborear el sacrificio que hacía año tras año.

Y a mí me gustaba, me gustaba seguir a mi abuelo, para mí, el más sabio, aunque él me recordaba a cada instante, que el saber no ocupa lugar, pero que la escuela no la podía dejar. Y aunque no sabía leer, esperaba siempre después de cenar al lado de la chimenea, para que fuera yo ahora el que le leyera una historia, de gigantes, de caballeros o de princesas. Qué más da, sólo quería paz y serenidad, sólo quería pensar que ojalá me tocara vivir otra vida, mejor que la suya. Y yo, sólo pensaba en él mientras leía poco a poco a mi corta edad, pensaba en que quería ser como él, un hombre bueno, sereno, humilde y muy sabio.

Ahora el aire me da palmadas en mi rostro, respiro melancolía, siento tristeza, tengo el corazón roto. Ahora me roza la pana en los muslos, me aprietan las zapatillas y me sudan hasta los cuadros de la camisa, tan sólo la gorra, ya castigada, me protege de los golpes que el sol da al alza.

Ahora estoy yo aquí, sentado debajo del gigante dulce y rico, soy yo quien mantiene un temple cansado pero un alma purificante, soy yo el que mira al horizonte llenando de planes visibles para el olivar del abuelo, para que su tesoro no decaiga, sino que persista, que aumente y que impregne en mí la misma magia que un día le dio a mi abuelo.

El tiempo me dio la llave, abuelo, me dio la clave, abuelo, para abrir las puertas de tu tesoro conservado, para seguir disfrutando del oro líquido atrapado, para seguir luchando por tu legado.

El tiempo me llevó a ti abuelo, te siento más cerca que nunca, en cada aceituna que recojo entre mis manos, en cada tallo que nace del tronco para luego ser cortado.

El tiempo, sólo el tiempo, tendrá la respuesta para que la gente como yo valore tu lucha contante, para que gente como yo vea el tesoro tan grande que tenemos cuando un olivo crece entorno a nuestras vidas.

El tiempo abuelo, quiero que vuelva el tiempo donde estar sobre tu regazo, saboreando el pan con aceite y escuchando tus historias del olivar, es el recuerdo más feliz para mí, para que mi vida crezca en inmensidad.

Ahora me toca a mí abuelo, deja que mis manos labren tu legado, deja que mi huella quede sellada en tu olivar, porque otros seguro que vendrán y también se quedarán.

Aquí estoy, abuelo, por ti, por mí y por todos ellos, los que sombran me dan cuando me siento a crear.