114. La Unción

Yissel María González Chico

 

En su lecho de muerte el enfermo recibió al sacerdote que venía a ejecutar el sacramento de la unción. Después de saludarlo y dibujar una cruz con los dedos en el aire, se sentó a su lado en una silla de madera opaca y crujiente. Colocó la botella del aceite en una mesa desvencijada que estaba a la derecha de su cama. Primero habló de paz y roció con agua bendita al enfermo hablando del bautismo en Cristo que nos redimió con su muerte y resurrección. Le pidió que reconociera sus pecados. El enfermó se quedó mirando la luz de la lámpara. Al notar que hablaba poco y lucía débil, el sacerdote comenzó a recitar las letanías. Se puso de pie y tomó el óleo bendecido. Pronunció una oración de acción de gracias y procedió a aplicárselo en la frente y en las manos.

—Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén.

El enfermo lo miraba con los ojos entreabiertos sin moverse.

Justo cuando iba a comenzar a leerle de su biblia las palabras del Evangelio según San Mateo, fue interrumpido por un joven que se acercó excusándose y susurrándole algo en el oído. El cura se levantó con un gesto preocupado y miró al enfermo. Le explicó que debía marchar por una urgencia, pero que regresaría en menos de una hora para terminar sus oraciones. No tocó nada de lo que había llevado, solo se llevó la biblia. Lo miró desde la puerta y le exhortó a que pensara en cuál era su última voluntad.

Cuando regresó una hora después se sorprendió de encontrar al enfermo sentado en la cama con los pies descalzos en el suelo. Tenía un plato sobre los muslos y se horrorizó de ver como esparcía su preciado aceite bendecido sobre el pan y el tomate.

— ¿Y usted qué está haciendo?

— Ah, padre…—lo miró masticando con la boca llena. Le brillaban los labios y los ojos— me dijo que pensara en mi última voluntad y fue entonces que descubrí que su aceite era de oliva. Gracias, padre. — le sonrió y volvió a morder el pan untado.

— Pero, hijo, el propósito de ese aceite es para conferirle la gracia y bendecirlo. Que usted pueda obtener el consuelo y la paz para soportar los sufrimientos de la enfermedad y prepararlo para el paso a la vida eterna.

— Entiendo, padre, pero, aunque usted no lo crea, esto me prepara – dijo señalando con la barbilla el contenido del plato. — Llevo meses ansiando sentir este sabor nuevamente. Le agradezco. Créame que ya puedo morir en paz — dijo y se sacudió las manos pasándoselas luego por la chaqueta roída que vestía.

— Me sorprende cómo ha sacado usted fuerzas para incorporarse. — dijo en una queja.

— Ha valido la pena, padre — dijo esbozando una sonrisa con las comisuras llenas de migas de pan y volvió a tenderse con dificultad. — He cumplido mi última voluntad. Puede usted continuar.

El sacerdote carraspeó la garganta con un gesto confundido mientras miraba la botella de aceite. Quedaba menos de un dedo. No recordaba en qué parte se había quedado y tomó asiento fingiendo que sabía exactamente lo que pensaba leerle.

— Mi padre tenía un olivar — murmuró el enfermo mirando fijamente al techo— de niño jugaba todo el tiempo entre los olivos y mi madre me hacía coronas con las hojas y me contaba historias de victorias romanas y atletas coronados. Yo me creía invencible, padre. ¿Sabe qué es curioso? Cuando tenía pesadillas me ponía la corona y todo aquello desaparecía. Mi madre decía que servía para protegerme del mal. — esbozó una sonrisa lánguida.

El sacerdote se recostó en el asiento y bajó la biblia.

— También me crié en un olivar. — el enfermo lo observó — Mi tío era el dueño y me puso a trabajar allí desde muy joven. Sé todo sobre ellos — la nostalgia le esbozó una sonrisa en el rostro.

— Cuando probé el pan ahorita evoqué ese tiempo. Vi muy claro el rostro de mi madre. Tenía un montón de pecas ¿Sabe? No lo recordaba — se incorporó con los codos haciendo un gesto de dolor y sonrió como si pudiera verla en el aire. — Puedo jurar que su presencia era tan clara como la de usted ahora. ¿Será eso cierto, que uno ve a sus seres queridos antes de morir?

— Hijo…

— No tengo miedo, padre. Me siento en paz — dejó reposar la cabeza sobre la almohada. El sacerdote notó que lucía muy pálido bajo la luz mortecina.

— Por su bondadosa misericordia el señor te ayude con la gracia del Espíritu Santo para que te libre de pecados, te conceda la salvación y te conforte en la enfermedad.

— ¿Sabía, padre, que Neil Armstrong dejó una réplica de oro de una rama de olivo en la superficie de la luna? Un bonito gesto de paz para la humanidad. — El sacerdote se incorporó con gesto conciliador ante aquella voz agonizante.

— Que la paz sea contigo — repitió la señal de la cruz en el aire presintiendo que muy pronto el enfermo yacería silencioso. El sacerdote se quedó pensativo — ¿Sabías que en la antigua Grecia multaban a una persona por arrancar demasiados olivos, incluso en su propia tierra? — el enfermo lo miró.

— Una vez el olivar de mi padre se incendió, pero más de la mitad pudo recuperarse.

— Son extremadamente resistentes, por eso también sobreviven a las sequías. — el enfermó asintió.

— Mi padre quiso ser enterrado bajo un olivo.

— No me sorprende — se sonrieron— Dios lo tenga en la gloria. ¿Y tú, hijo? ¿Tienes algún otro deseo?

— Yo estoy en paz. He probado el oro líquido, el óleo sagrado, el aceite de los dioses y he visto a mi madre que apenas recordaba ¿Qué más puedo pedir? — dijo con una repentina euforia transitoria.

El padre taciturno se miró las venas capilares de las manos, la piel vencida, casi seca.

— Creo que me gustaría también ser enterrado bajo un olivo, como tu padre. No lo había pensado hasta ahora. — murmuró y se quedó con la mirada fija en la tenue luz de la lámpara.

Ambos se quedaron silenciosos. El enfermo con la vista fija en el techo y un montón de imágenes difusas sobre su infancia. Su padre llevándolo a caballo, los vestidos rosados con bolas que le gustaban a su madre, los picnics bajo los olivos, los almuerzos de domingos correteando con sus primos que jugaban a esconderse detrás de los árboles.

 

El sacerdote contemplaba la lámpara encendida y la botella casi vacía y se imaginaba su adolescencia estricta, el trabajo fuerte bajo el sol en el campo, la primera vez que probó el vino, los silencios de su tío, los baños en el río en los periodos de vacaciones. Había olvidado como eran los días anteriores a la iglesia, a las oraciones y a los hábitos oscuros que le vestían su cuerpo. Comenzó a recordar el sonido del campo, el verdor de las hojas y la tierra seca y apretó la biblia con los dedos.

Miró hacia el enfermo y se puso de pie. Se acercó despacio, le tomó el pulso, le cerró los ojos y murmuró una oración sosteniéndole los dedos. Tomó la botella de aceite y la abrió. Olisqueó el interior y cerró los ojos durante unos segundos densos y apagados. Verificó la hora en su reloj de pulsera y vertió lo que quedaba del aceite en sus manos y las pasó por las del fallecido. Le untó la frente y posó la palma de su mano sobre la cabeza sin vida. Rezó por su alma, por su paz y sus recuerdos.

Volvió a hacer una cruz en su frente, luego en el aire, luego en su pecho. Dejó la botella vacía sobre la cama. Caminó despacio hasta la puerta y llamó a alguien afuera para que el procedimiento fuera rápido. Lo miró otra vez desde la entrada y lo imaginó sonriendo con la boca brillosa llenas de migas de pan.

— ¿Sabías que las flores del olivo son hermafroditas? — susurró el sacerdote mirando hacia la cama y asintió arqueando las cejas — Pues sí. ¿A que no sabías que he visto al olivo más grande del mundo? Está en Jaén. Seguro que te hubiera gustado verlo — sonrió— mide más de diez metros de altura. Es impresionante. — El sacerdote caminó unos pasos hacia la cama — Ah, te dejo la lámpara encendida porque noté que te gustaba la luz. ¿A propósito, sabías que se necesitan cinco kilos de aceitunas para elaborar un litro de aceite de oliva? — hizo un gesto de desdén con la mano — Eso seguro ya lo sabías. — volvió a reír — Me estoy quedando sin nada nuevo que contarte.

Se quedó meditando unos segundos con expresión reminiscente.

— Siempre he sido alérgico al polen, así que nunca quería ir a trabajar en los meses de floración y mi tío me castigaba. Era muy severo conmigo mi tío. — dijo tensando la barbilla y volvió hacia la puerta. No quería irse. Se estaba bien allí. De repente todo olía a aceitunas y a campo. Volvió a revisar todo el cuarto con la vista. La cama estrecha de hierro, el cuerpo delgado y mustio sobre las sábanas. La mesa de madera lucía muy vieja, la luz de la lámpara era cálida y el plato tenía migajas de pan.

— ¿Sabías que a mí también me gusta el pan con aceite de oliva y tomate? Es mi desayuno favorito. Me alegra que lo hayas disfrutado. Descansa en paz.

— ¿Decía usted algo, padre? — preguntó el joven que venía a trasladar al fallecido.

— Ha muerto a las 8:15 pm y cumplida fue su última voluntad — dijo taciturno y se alejó con su paso cansado.