
114. La rama desgarrada
Cuando la noche termina y la tierra, mojada de rocío, permanece aún callada distingo su presencia, su caminar inseguro entre las claras de este olivar, su primer hogar, donde dio sus primeros pasos, donde, en este frío amanecer, quiere dar los últimos.
No puedo ver su triste rostro, ni su mirada perdida, decidida y ausente. Imagino sus lágrimas.
Siento su caricia, en mis hojas dormidas, mientras apoya su frente sobre el envejecido tronco. Poco a poco se desliza hacia un suelo repleto de escarcha, entre sus dedos, enroscada como serpiente traicionera, una soga de esparto trenzada por sus propias manos.
La cuerda entrecruza mi más dura y alta rama. Su cuerpo tembloroso se eleva y salta a un vacío incierto, oscuro y negro. Me estremezco y mi alma se resquebraja con un dolor profundo, rompiéndome, fracturándose mi corazón para salvar al suyo que, tumbado a mis pies, llora abrazado a mi desgarrada rama, envuelto y protegido por mis sacrificadas hojas que, saben, no pueden verlo morir.