
113. Desarraigo
Francisco puso el intermitente del Opel para tomar la vereda del molino. Quería contemplar de nuevo aquellos sesenta olivos centenarios. Aunque se los vendieron a un vecino al morir su padre, él siempre experimentaba la misma alegría al verlos porque representaban sus raíces, las que perdió al emigrar a Alemania para poder subsistir.
Ese año era especial. El coche alemán repleto de maletas y enseres clausuraba treinta años fuera de su pueblo. Dejaba definitivamente atrás aquella odisea, anhelando conectar de nuevo con su juventud y su primera decisión sería recomprar los olivos.
Al doblar la última curva, el dantesco escenario le produjo una fuerte punzada en el corazón: el olivar aparecía levantado y los árboles yacían derribados esperando la cruel visita de la motosierra. Con los ojos húmedos, recorrió cada uno de aquellos gigantes caídos. El olivo de cinco brazos donde su abuela lo enseñó a podar con hacha; el del cornijal, que daba la mejor aceituna cornicabra de la comarca; el más joven, que él mismo injertó…, cadáveres desamparados, todavía verdes. Abatido, hincó las rodillas en tierra y lloró desesperado al comprender que aquellas retorcidas raíces, destrozadas y expuestas a la intemperie, metaforizaban siniestramente su propio desarraigo irreversible.