112. Los tres hermanos

Merche Guimerá Lorente

 

Rodeados de agrestes montañas, que a lo lejos los protegen de la impía intemperie, crecen esparcidos por los anchos bancales, formando plazoletas y terrazas divididas por anchas paredes de piedra hechas por los primeros jugadores de una versión rural del Tetris. Sus nudosos y ásperos troncos, apoyados en una o varias garras, van cogiendo anchura, sus musculosos brazos, cubiertos de vello perenne, se alargan retorciéndose hacia todas las direcciones, su copa se alza para alcanzar el cielo que les provee de luz y sus pies se adentran en la fresca tierra que, generosa, les ofrece alimento. Ellos, agradecidos, brotan por todos sus poros en una exuberante floración, en una exlposión de vida, como han visto hacer a sus progenitores cada primavera, a lo largo de la longevidad centenaria de su especie. Coquetos, se muestran de unos a otros el despertar de las yemas, luego la aparición del cañamón, racimos de diminutas florecillas que les tiñen de blancos destellos, más tarde llega el cuajado; embrión de su incipiente fruto. Entran en una silenciosa competición de esplendor, comenzando un nuevo proceso preludio de la futura cosecha invernal.

Los días transcurren plácidamente entretenidos en esta pasiva actividad. Aceptan estoicamente los días de sol abrasador que torna en dorado sus alargadas hojas; aguantan en silencio las inclementes tormentas torrenciales que inundan sus raíces largo tiempo; sufren sin queja las ráfagas que bambolean sus flexibles ramas como si fueran a quebrarse y a salir volando, despeinado su forma ovalada al son del viento; se ocultan tras la espesa niebla diurna que los aísla uno a uno, intuyendo la silueta redondeada del de enfrente; se cubren con su manta de finas y pequeñas hojas escarchadas en las gélidas temperaturas de las noches de mayor esplendor de sus intermitentes y titilantes amigas: las estrellas. Pero ellos, pillos, saben cómo resistir; lo han ido aprendiendo de sus maestros desde que fueron clavados en la tierra como endebles ramas,  enhiestas, subiendo rectos, mostrando su orgullo de estirpe milenaria.

Son conocedores de su importancia para la subsistencia, en la dieta y en la economía, de los seres que les cultivan y se sienten honrados por ello. Mantienen una relación simbiótica; unos ofrecen esmerados cuidados y otros les premian con preciados frutos. Les tratan con mimo: arrancando varetas estériles; arañando la tierra de su alrededor para preservarlos de malas hierbas y relanzar nuevo sustrato; recortando su cabellera como buenos peluqueros para no perder fuerza, al contrario que Sansón, y, de vez en cuando, les obsequian con un aporte de alimentación extra proveniente de otra clase de seres vivos.  Aunque esconden un secreto: no se atreven a confesar la envidia que les profesan por tener la capacidad de desplazarse sobre dos garras por todo el bancal al verlos ocupándose de las necesidades de cada hermano.

Cuando los días se hacen más cortos y las noches comienzan a ser frías, llega el tiempo del anhelado tempero. Ya los redondos frutos se han vuelto color azabache y se han llenado de líquido dorado. Los seres cuidadores extienden inmensas telas alrededor de cada hermano y proceden a vaciarlos de esa carga que empieza a hacerse pesada. Ansían los reiterados golpes con las herramientas agrícolas que les producen un masaje reparador. Hasta ahora, han hecho ostentación de la calidad de su producción colgada en sus frondosas ramas, pero ahora agradecen ser liberados del peso y que, de nuevo, sus brazos puedan moverse libremente. Comienza una época de descanso para ellos, de recarga energética para el próximo ciclo que llegará con el estallido de la venidera primavera.     

Por lo demás, tampoco hay mucho más que hacer, dejarse mecer por la brisa suave, dejarse acariciar por los rayos del sol templado o empaparse de una bruma de lluvia refrescante, cobijar a cantarines pajarillos entre su acogedor follaje, dejar, perezosamente, que los insectos se deslicen por sus rugosos troncos, observar cómo las incansables abejas liban el néctar de las inflorescencias o permitir que algún pequeño mamífero construya su madriguera en sus caprichosas cavidades, al resguardo de avispados depredadores.

Pero, ¡ay! Un mal día aparecieron otros seres pertrechados con maquinarias desconocidas, hasta ese momento, para ellos. Se pasearon por todos los bancales recién labrados, llenándose los zapatos de fértil tierra, inspeccionando detenidamente a cada uno de los hermanos, que extrañados, no comprendían qué estaba pasando. A los más jóvenes les pusieron un cartelito con un signo; luego supieron que los estaban catalogando para escoger a los más pertinentes. De repente, una gran máquina se acercó a uno de ellos y comenzó a sacar tierra hasta dejar las profundas raíces al aire; con la falta de equilibrio el primero de los hermanos, horrorizado, cayó al suelo. Lo mismo les ocurrió a dos hermanos más. Los tres tristemente elegidos eran los más pequeños de la hermandad.  Luego, apareció otra enorme máquina, parecida a las que cargaban el fruto en la época de la recolección, pero mucho más grande y, tras recortarles sin ningúna sutileza las ramas salientes, los subieron a esa endemoniada máquina, la cual, acto seguido, echó a andar. A su paso, los demás hermanos solo pudieron agitar sus ramas desesperadamente en un amago de despedida, quizá para siempre. Allí solo quedaron tres agujeros profundos que delataban tres repentinas ausencias.    

Los tres asustados hermanos entrelazaban sus ramas para protegerse; no sabían qué les depararía semejante acción traicionera por parte de los seres que hasta entonces tan bien les habían cuidado. No comprendían qué habían hecho mal para merecer ese destierro; a menos que las condiciones meteorológicas hubieran sido desfavorables, siempre se habían esforzado en dar óptimas cosechas, como esta última, la mejor en décadas, soportando tanto peso que sus ramas se veían obligadas a sucumbir a la atracción de la gravedad, tan abombadas que más parecían lianas de sauces llorones. 

Se les hacía rara la postura horizontal en la que los habían colocado; ellos acostumbrados a su sempiterna tiesura. La novedad del movimiento, la velocidad de la máquina, el constante cambio de panorama les tenían descolocados. Si no hubiese sido por lo incierto de su futuro, incluso puede que hubieran disfrutado de esas nuevas experiencias del largo trayecto, viendo la diversidad del paisaje, admirando la multitud de campos y campiñas con su variedad de frutos, ellos que solo habían podido conocer, hasta ahora, el horizonte que envolvía su rústico hogar. 

En un momento dado, la máquina que los transportaba se detuvo. Expectantes, ahogaban la respiración en espera del siguiente paso; otra terrorífica máquina agarró al primero y se lo llevó para espanto de los dos restantes. Se oyeron gritos y órdenes de los seres andantes, parecían contentos, lo cual contrastaba con la agonía de los dos hermanos que acababan de perder de vista al tercero. La máquina transportadora se puso de nuevo en marcha, transcurrido muy poco tiempo volvió a parar y otro hermano fue sacado del transporte, aumentando la desesperación del restante. Y ya por último, este sufrió la misma operación. Tras ser agarrados, fueron depositados  cada uno en un gran hoyo, cubrieron con tierra sus raíces y les echaron agua.

Ahora forman parte, cada uno, de la decoración de un jardín particular de altas vallas que ocultan la opulencia del interior, en un acomodado barrio en las afueras de una ciudad remota. Todo puede obtenerse con dinero: coger un árbol autóctono de otra tierra, arrancarlo de cuajo y trasplantarlo en cualquier otro lugar como objeto exótico, sin tener en cuenta el cambio, para bien o para mal, en  las condiciones del hábitat de ese ser vivo. 

Así fue como cada uno de los tres hermanos tuvo que acostumbrarse a la soledad y a la tristeza de no poder verse reflejados en los demás, de seguir el ritmo de los otros en el proceso de floración y de las otras tareas propias de su especie; el trabajo colectivo siempre es más motivador y gratificante que dejarse llevar por la individual e irremediable inercia. 

 

Al principio, se temió por sus vidas; no arraigaban, no crecían, estaban mustios, perdieron su verdor. La tristeza y el desánimo invadían sus forestales almas. Todo a pesar de los pomposos cuidados que recibían permanentemente por parte de los nuevos dueños.

Pero puede ser cierto que el tiempo lo cura todo, y los tres, superada la melancolía inicial, comenzaron a desarrollar su instinto de supervivencia; se dejaron mimar sin remordimientos: disfrutaron de la refrescante sensación del riego programado en el periodo estival, estimularon sus papilas gustativas con nuevos abonos y fertilizantes, apreciaron la labor de los pesticidas que limpiaban sus hojas de parásitos incómodos y lucían acicalados sus modernas y extravagantes podas con el pudor de quien se siente desnudo al verse despojado de casi toda su vestimenta, pues uno de los hermanos mostraba únicamente esferas de hojas en el extremo de cada rama.

Asombrados, asistieron a la falta de recogida de la cosecha en su maduración; allí nadie extendía telas para recoger el fruto de sus sudores, nadie festejaba la llegada del tempero, nadie agradecía ni la cantidad ni la calidad de la recolección. Indolentes, estos nuevos propietarios dejaban caer el preciado tesoro alimenticio que solo producía suciedad, dejando manchas negras y aceitosas en el suelo. No podían creer esa falta de empatía con la costosa labor de producción. Sentían que era una verdadera afrenta, más si se tenía en cuenta que el hecho se remontaba a tiempos mesopotámicos.

Con el paso del tiempo, a los tres hermanos les esperaba una grata sorpresa que les aportaría una gran alegría: al no dejarse abatir por su incierto destino y decidir luchar por resistir y crecer, llegó un momento en el que sus ramas se hicieron visibles por encima de las vallas. Así que, de repente, un venturoso día, los tres hermanos se reconocieron las ramas de unos a los otros; afortunadamente, habían sido trasplantados en tres jardines de la misma calle, dos en un lado y uno enfrente. De esta manera supieron que estaban cerca unos de los otros y su ánimo se llenó de júbilo. Con el reencuentro, en los tres resurgió la alegría de compartir, de estar pendientes a su manera, de verse de nuevo reflejados en los otros como prueba de su propia existencia, de cuidarse como buenos hermanos que eran. 

A partir de ese momento, los dueños quedaron estupefactos de ver la velocidad con la que les crecían las ramas más altas; no daban abasto con la poda, el del estilo de las esferas tuvo que desistir y dejarlo al estilo tradicional. Era la manera de comunicarse entre ellos, su código secreto.

Volvió el ímpetu de florecer, de verdear, de emular en esplendor y, sin la presión de dar buenas cosechas, se acomodaron al “dolce far niente” de la vegetal vida contemplativa.  

Con la llegada de la primavera, sus amigas las obreras llevaron noticias suyas al resto de los apenados hermanos. Estos acogieron las buenas nuevas con alivio y regocijo. Las abejas intercambiaron el polen de las flores de los tres hermanos replantados con los hermanos perpetuamente sedentarios, formando un nexo de savia fraternal resistente a la distancia.  Es la magia de la fecunda polinización.