112. La liebre entre los olivos
Desde la casa dels avis se podía ver el campo de olivos, como un escuadrón arcaico defendiendo la tierra ante los avances del antropoceno. Cada vez más, Tarragona ganaba terreno a los cultivos, a los prados salvajes y a las liebres escurridizas.
Casa de mis avis se alzaba como un bastión olvidado, con su proa de piedra encarando el camino de tierra que atacaba con nubes de polvo su fachada, y con la popa protegiendo una naturaleza tosca y salvaje que se entretejía con los campos de olivos y viñedos. La finca familiar abarcó en su momento más de diez hectáreas alrededor de la casa, llenando las despensas de pieles de conejos salvajes, plumas de aves de caza y ánforas de vino fresco. De pequeñas, a mi avi le gustaba contarnos la historia del linaje familiar; empezaba mostrándonos el emblema heráldico, una liebre corriendo entre olivos. Y luego, seguía tal que así. Dice la leyenda, que el primer señor de estas tierras y ta-ta-tara-abuelo por quintuplicado iba persiguiendo una liebre en una cacería. Su veloz corcel arabesco pronto dejó atrás al resto del séquito, que iba a pie o en burro, tal y como mandaba su eslabón social. La liebre corría y corría, esquivando piedras y malezas en un remolino de tierra seca. Y el corcel, con el primer Conde de las tierras sobre su espalda, persiguiéndolo con igual esmero. Tan intensa fue esa persecución, que hasta el corcel cayó desvanecido, pero el Conde no se dió por vencido. Salió ágil tras la liebre, pues le había prometido a su mujer, que estaba encinta con su primer hijo, un armiño de piel de liebre. Había veces que el Conde podía rozar con la punta de sus dedos la piel del escurridizo animal; su pelaje denso se asemejaba al tacto a un cuenco de gardenias. Persiguió a la liebre hasta llegar al fin de su aliento, y cuando estaba al precipicio del colapso, el animal se paró en seco, y se postró ante un olivo viejo y encorvado. El Conde, sorprendido ante ese curioso comportamiento, decidió imitar al animal, y realizó una profunda reverencia ante el olivo. Al levantar la cabeza, se encontró con el mismísimo San Fiacro, patrón de los árboles y todos los seres que echan raíces. Este le pidió que llevara la liebre hasta donde viera que se encontraban los cuatro vientos, y que allí la sacrificara en nombre de Dios, su Hijo y la Vírgen María. En ese mismo punto, debía erguir una casa que iba a ser el sostén de su familia por generaciones venideras. Su linaje debía salvaguardar de cualquier mal los olivos y todo lo que se encontrara en medio. Y el Conde, que lo hizo todo tal y como el Santo le había pedido, irguió la casa en la que nos cuenta esa historia, y recogió a su heredero en brazos envuelto con la piel de esa liebre.
Después de la leyenda familiar, siempre nos pedía lo mismo; que fuéramos al altar de San Fiacro que se encontraba a dos cerezos de la casa, y que lleváramos unas hojas de olivo y un poco de vino del porró, para que el Santo supiera que la familia seguía llevando a cabo su tarea divina. Así que mi hermana y yo íbamos a por el porró de vi y algunas de las hojas de olivo que guardaba l’àvia en la cocina, y antes de que pudiéramos salir por la puerta l’avi nos pedía un rajolí de vi para el narrador, para que pudiera seguir contando la historia a sus bisnietos. A mi me encantaba ver cómo tiraba la cabeza hacia atrás, y con una destreza faquírica hacía bailar el vino sobre sus dientes, antes de que su poderoso cuello lo recogiera en grandes tragos. Cuando con un gruñido satisfecho dejaba el porró en la mesa, salíamos mi hermana y yo escopeteadas hacia el altar de San Fiacro. Ella, que era la pequeña, llevaba las hojas de olivo, y yo intentaba correr lo más rápido que podía sin verter ni una gota de vino del porró. Llegábamos al altar sudorosas y exaltadas, encabritadas y densas ante el calor de Agosto. Saludábamos al Santo como a un viejo amigo, un confidente inmemorial al que no merecía la pena intentar esconder travesuras porque ya las conocía todas y, total, como decía l’àvia, todo lo que se hace con el corazón alegre está bien a los ojos de Déu Nostrosinyor. Como éramos unas niñas bien educadas, siempre preguntábamos primero al Santo si le parecía bien que le dejáramos unas hojas de olivo y un poco de vino; al no obtener nunca respuesta, procedíamos con el ritual tal y cómo nos lo había enseñado l’avi. Primero, distribuíamos las hojas de olivo en forma de cruz, con una punta mirando al Santo, la otra a la casa, y los otros dos a los campos de olivos que flanqueaban el terreno en la distancia. Luego, decíamos un Parenostre (y le añadíamos un agradecimiento a nuestros avis y al Santo por cuidarnos tan bien, porque nos parecía un ser un poco desagradecido no incluirlos), y cerrábamos creando un círculo con vino alrededor de la cruz de olivo, para sellar el ruego. Siempre nos quedábamos unos instantes en silencio, como si fuéramos conscientes de la trascendentalidad de ese ritual. Oíamos a las cigarras corear a nuestro alrededor, y depende desde donde viniera el viento, podíamos oler el mar que danzaba con la costa a varios kilómetros de distancia.
Durante las vacaciones escolares, nuestros padres nos aparcaban en casa de los avis y volvían a Barcelona para seguir trabajando para pagar un piso de apenas 70 metros cuadrados en el Eixample. Yo no entendía por qué se dejaban la piel durante más de ocho horas al día, cinco días a la semana, por un escondrijo sin luz y asfixiante en la Calle Córcega, cuando teníamos tanto espacio y tanto cielo aquí en el campo. Me encantaba salir con l’àvia a primera hora de la mañana, a sacar a las gallinas de su dormitorio y ver cómo se distribuían bien las plumas, coquetas y ufanas. Me quedaba ensimismada viendo el fuego dar lengüetazos carnosos a la hogaza de pan, que se hinchaba excitada ante tanta atención. Con cuidado, iba a recoger los huevos de las gallinas e intentaba seguir el ritmo de l’àvia batiendo los huevos para hacer una tortilla. Era una mujer más versada al acto que a la palabra, y trabajábamos en el silencio cómodo de la rutina. Cuando el café empezaba a enviar su aroma mensajero por las habitaciones, es cuando podías oír el revuelo de l’avi. Su despertar era ruidoso, exagerado; sus pasos aplastantes hacían vibrar las paredes de la cocina. Él era el encargado de despertar a mi hermana, una ave nocturna que por las mañanas quedaba dulcemente atrapada entre sus sábanas. Entre quejas y carcajadas bajaban ambos risueños, con el pelo alborotado y el apetito a punto. El desayuno siempre transcurría teatralizado ante los sueños de l’avi, quién aseguraba poder recordar con total claridad todo lo que soñaba por la noche, y con las anotaciones calmadas de l’àvia, la interpretadora de sueños. Después de drenar la última gota de la cafetera, l’avi se ponía sus botas y su sombrero, y juntos nos íbamos al campo. Siempre me decía que era la herramienta perfecta para recoger el fruto de los olivos; desde siempre larguirucha y flexible como un junco, trepaba hacia las copas de esos árboles milenarios guiada por sus palabras, hasta llegar al punto más alto. Desde la cima, iba removiendo las ramas con un palo, derramando como un granizo de tonos verdosos las olivas de cada árbol.
El último verano que pasamos en casa dels avis fue uno de los más fríos que se recuerdan en la zona. Me acuerdo que al levantarme por las mañanas, tenía que embalsamar mis pies en dos calcetines gruesos, y que una niebla gélida nos tapaba el camino hacia el corral de las gallinas. L’àvia parecía nerviosa, angustiada, y yo le preguntaba que qué le ocurría y siempre me decía no sé nena, tinc un noséquè al pit que no em deixa tranquil·la… Y yo la veía seguir con su rutina aparente, pero con un tilde de atención en sus ojos que antes no existía. L’avi, que era un hombre de sol y calor, decía que sus sueños estaban llenos de nieve estos días, y que San Fiacro se le aparecía como uno de esos esquimales que salen a veces por los documentales que dan el La Dos. Mi hermana, que tenía la misma vena traviesa que l’avi, lo retaba a imaginar que quizás San Fiacro había sido en realidad un esquimal de verdad, y que llegó a las tierras de Tarragona montado en un iceberg, y que se había quedado atrapado dentro del olivo buscando algo de sombra, a lo que los avis se alborotaban y se señalaban con fervor. Ese día, l’avi me pidió que me quedara ayudando a l’àvia en casa; hacía mucho frío y yo estaba al borde de unas anginas molestas. Cuando vio venir a los jornaleros de la finca vecina, l’àvia supo inmediatamente lo que había ocurrido. Me pidió que fuera a hablar yo con ellos, y llevó a mi hermana pequeña al salón con la excusa de jugar una partida de dominó. Dijeron que un vendaval fuerte lo había tirado de arriba de la escalera; un golpe seco en la nuca, una piedra mal puesta como si el dimoni la hubiese dejado allí. No sufrió, y se fue con una sonrisa en la comisura de los labios rodeados por esa barba blanca de algodón. El cura ya había sido convocado, y mis padres avisados por los vecinos por via telefónica. El cuerpo se encontraba en la bodega de Ca Vilafruitós, cuyas viñas hacían frontera con nuestros olivos. Cuando se despidieron con pesar y con un que al cel sia, recogí con frenesí unas hojas de olivo y su porró de vino, y me fui tan rápido como me permitieron mis pies hacia el altar de San Fiacro. Esta vez no le pregunté si le parecía bien que le dejaramos nuestras ofrendas; hice el ritual tan rápido como pude (hasta puede que me saltara algunos versos del Parenostre), y le pedí que por favor, le dijera adiós a mi avi de mi parte. Con las lágrimas cayendo como un riachuelo por mis mejillas, cerré los ojos con fuerza, esperando sentir una señal. Cuando los abrí de nuevo, me pareció ver una nube en forma de liebre encima de los olivos.