110. Avemaríapurisma

Sebastián Gargallo Insa

 

—De verdad Mariano, que el mes que viene hago treinta años. Que me he vuelto una solterona esperándote. Y ahora apareces así, de repente, en Torrevelilla.

—¿Mmmmm… Ma… Ma… María? ¿Eres tú?

—Claro que soy yo, Mariano. No te hagas el tonto, que estoy segura de que me has conocido por los pasos en las losas desde que he entrado… No puedo más Mariano. Esto es un sinvivir. ¡Ay, Mariano! Solo tu voz me deshace. ¡Cuánto he soñado con volverla a escuchar! No puedo olvidarlo, Mariano. No puedo olvidar aquel año, como si fuera hoy. Tenía yo dieciséis años y como cada año estábamos con mi familia cogiendo olivas en la masada de Los Tres Tormos. Yo llevaba los dedos llenos de sabañones, en unas manos de llegadora, rojas y bastas, del frío y los cardos. Aquel año fue un invierno ventolero y frío. Frío como no se recordaba otro. Llevaba dos semanas sin salir de aquella finca. Sin salir de un casalicio de piedra y barro, sin ver a nadie. Una moza de dieciséis años sin ver a mozas de su edad, a mozos… Toda la familia en comunidad: mis padres, mis hermanos y hasta mis abuelos, que los pobres, mayores como estaban, hacían lo que podían, pero todos los días se levantaban al alba. Mi abuelo ayudaba a la recogida de la oliva, estorbando a veces más que ayudando. Y la abuela se quedaba en el casalicio, preparando el puchero para los que salíamos al campo.

Mi madre iba una vez a la semana al pueblo cocer pan, pero el resto de los de la casa no nos movíamos de allí. Yo, deseando que lloviera para, por lo menos, no tener que salir a coger olivas. Pero el viento no paraba y con él, las nubes pasaban de largo sin descargar.

—¡No os quejéis, por lo menos con cierzo no hiela! —Decía mi padre todas las mañanas —. Más vale aguantar la ventolera. Que si se paran los aires, la niebla se agarrará en los cimales de los impleltes. Entonces si que sufriremos con el hielo, que al varear, se te mete por el cuello de la camisa, te baja por el pecho y vas todo el día mojado y con tembladeras.

Pero mi mente juvenil solo pensaba en bajar al pueblo, poder hablar con las otras chicas mientras íbamos a lavar, contarnos chismes, ir a la fuente a por agua para ver a los acemileros abrevar las mulas, a los mozos venir del campo… Que ya me perdonarás Mariano, pero la edad es la edad y mis pensamientos no se perdían en nada malo. Pero desde luego no te voy a negar que a lo que íbamos todas a la fuente no era solo a llenar la cántara, sino a ver a los que volvían de la faena. Igual que los mozos, que, aunque uno viniera de una partida de la otra punta del término y viviera en el arrabal, hacían que a las mulas les viniera de paso la fuente. Cosas de la juventud… ya sabes.

Pero aquel invierno, tanto Cierzo, tanto Cierzo, se habían secado piletas y balsas. Y para la aguada de la masada teníamos que bajar hasta la fuente de la Val Ancha. ¡Bendito Cierzo entonces! Había que andar más de media hora a por el agua, pero de esa forma pasaba por otras dos masadas, y dando un poco más de vuelta pasaba también por la masada del Collao. En las tres masadas había familias como la nuestra, cogiendo olivas y así podía echar alguna charrada con alguien. En la masada de más arriba estaba una familia con dos chicas más o menos de mi tiempo, en la otra eran muchos hermanos y en la del Collao, que es edificio grande, de familia rica, siempre había algún sirviente con los suyos. Eran los únicos ratos de asueto y más llevadero era andar con una cántara a la cabeza y otra en brazos que llegar olivas a uñate, arrodillada en la zueca de una olivera.

Aunque mi padre sabía que me entretenía por el camino y por eso quería que no fuera yo a por agua, sino mi madre, que ella no se entretenía en chácharas y no le costaba toda la mañana traer dos cántaras de agua. Sin embargo, ella, barruntándose las ansias de socializar que ardían en mi corazón, siempre se inventaba alguna excusa para no ir ella y mandarme a mí: que le dolían los callos del pie, que tenía que matar un conejo para el puchero… Y cuando yo ya había salido de la casa con las dos cántaras vacías, y estaba ya a una distancia prudencial, simulaba haber olvidado decirme algo para acercarse y decirme por lo bajini:

— Anda, tira, que yo también he sido joven y llegadora, ve a llenar las cántaras y no pases pena si te encuentras con alguno y te enredas a charrar, que, si tardas más, ya le contaremos alguna excusa a tu padre.

En su inocencia, soñaba mi madre con que de camino a la fuente me encontrara con el dueño de alguna masada, con hijo de alguna familia fuerte y con buenas fincas y se fijara en mí. Pero las mañanas de invierno, en el campo solo estábamos los pobres. Pobres cogiendo olivas en árboles que no son nuestros, con los peones subidos con su vara a lo más alto de las escaleras de 22 palillos que en cuanto una silueta de mujer se movía por un camino con cántara a la cabeza te veían, aunque fuera desde la otra punta del término, como si estuvieran en una atalaya atentos a cualquier novedad.

¡Ay, Mariano! Pero aquel día, aquel día que no puedo olvidar… Volví a nuestra masada con las cántaras vacías porque en la pila de la fuente de la Val Ancha había una zorra muerta flotando. Mi padre dijo que la tenía que haber sacado con un palo y haber llenado después las cántaras. Menos mal que mi madre fue tajante:

— A partir de ahora irás a la fuente de San Elías. Que seremos pobres, pero no vamos a beber de aguas ponzoñosas en las que flotan alimañas.

Con la nueva ruta, ya no pasaría por las masadas, ni vería mozos y mozas en la aguada. Además, la fuente de San Elías estaba más lejos. Entonces no sería una excusa dedicar toda la mañana a la aguada. Más de una hora había desde nuestra masada hasta allí.

Y así me llegué a por agua y te vi, en uno de los huertos que regaba la fuente, propiedad del monasterio, regando las coles. Y volví al otro día, y al otro… Porque, aunque mi padre decía que la fuente de la Val Ancha ya se habría limpiado de la pestilencia de la rabosa y mi madre me animaba a volver allí por eso de que había menos distancia, yo les contestaba que me daba miedo recordar el cadáver de la alimaña flotando en el pilón. Y a puro de ir a por agua, ya lo dice el refrán: “tanto va el cántaro a la fuente” …

Qué ratos pasamos escondidos detrás del viejo tronco de la morera, entre los juncales y las enredaderas de la fuente… Cada día subía más contenta a por agua. Mi madre algo se olía, pero no podía saber por qué estaba yo tan contenta. Mi padre… los hombres no adivinan los cambios de humor en las mozas como lo hace una madre.

Pero, aunque había sido año de cosecha, las olivas se acabaron. Y aunque a la esporga no van las mozas, me las apañé para que me dejaran ir a llevarle todos los días la comida a mi padre desde aquí, desde el pueblo. ¡Qué locuras hicimos, con aquella morera de testigo! Y tú, que me prometías que lo dejarías todo por mí. ¡Me prometiste casarnos!

—¡Calla, calla, por Dios, calla…!

—Aquel verano llegó la desgracia de la desamortización aquella. Desapareciste y se fue mi alegría, mi juventud. ¡Ay, Mariano!

—¿Y qué querías que hiciera? Obediencia debida. No había otro remedio. Nos mandaron a Calanda y de allí a Zaragoza.

—Bueno, pero entonces ¿a qué has venido otra vez a Torrevelilla?

—¿A qué voy a venir? A sustituir a Mosén Matías, que en paz descanse.

—Pues ale, a lo que estamos, Mariano, que para eso he venido aquí: “Avemariapurisma”.

— Ss… Ss… Sin… Sin pecado concebida.

—Padre, yo me acuso ante Dios y ante la Iglesia… No sé. No sé de qué me acuso ¿De venir a ver al amor de mi juventud, que pecó conmigo y luego me abandonó? A ver si aún me vas a poner penitencia… Porque vamos, he venido en cuanto me he enterado de quien era nuevo cura. Pero lo de confesarme era solo una excusa…

—¡Ay, María…! Que entonces era solo un postulante de dieciocho años y tú una cría. Que ninguno de los dos éramos conscientes de lo que hacíamos, pero ahora ya soy un Carmelita… Que no puedo olvidar aquella frase de la capilla: ¡Si un Descalzo se condena, doblada será su pena!

 

 

Diccionario de palabras:

  • Masada: casa de labor alejada de núcleos urbanos propia de las tierras de Aragón.
  • Llegadora: en Aragón, jornalera que se dedicaba a “llegar”, recoger a mano las olivas del suelo.
  • Cimales: ramas principales de los olivos.
  • Impeltes: nombre que reciben los olivos jóvenes en Aragón.
  • Cierzo: viento fuerte y frío propio del valle del Ebro.
  • Charrar: hablar.
  • Zueca: tocón de los olivos viejos.
  • Esporga: en Aragón, poda del olivo.