
108. Dentadura postiza
A mi padre lo pusieron en remojo hasta que se le inflaron tanto las hechuras que no cupo pasar por las puertas estrechas de la niñez. Creció rápido y con los huesos molidos para no despellejarse en las estrecheces, y se hizo hombre amarrándose a sus olivos carrasqueños para que la riada de la emigración no lo arrastrara.
Aunque consintió que el campo le retorciera la espalda, cuando se le pudrieron los dientes de rumiar fatigas, se negó a que se le escapara el aire entre las mellas y se colocó una dentadura postiza para seguir arropándome con su voz de felpa.
Con su sonrisa nueva se hizo abuelo disfrutando del sabor insípido de los días iguales. Y cuando el mundo se le estaba poniendo de cara, en una mala mañana de octubre, lo recogimos sin aire de debajo del tractor.
Lo enterramos en medio de una granizada de lagrimones redondos con la boca cerrada porque la dentadura se le perdió en el olivar. Él se fue, pero su sonrisa se quedó pinchada para siempre en medio del campo; por eso, cuando voy a sus olivos, cojo pocas aceitunas, pero cosecho tantos recuerdos que escucho su antigua voz de caramelo.