102. El olivo que quería ver el mar y la aurora
A mediados del siglo XIII, un joven sefardí llamado Moshé Yarok enterró mis raíces en esta ladera de la Sierra de Aitana. «Crece fuerte y sabio», me rogó, «y que tu aceite sea luz para generaciones venideras». No podía saber entonces que su nombre se convertiría en el mío, que perduraría durante siglos, recitado por el viento entre el follaje. Me troqué en el guardián de este olivar, un coloso de madera, hojas y savia que contiene la historia misma de esta tierra. Los lugareños, desconocedores del origen de mi nombre, me llaman por costumbre El Viejo. Y viejo soy, pero mi deseo de ver el mar y la aurora sigue tan joven como el día en que brotó mi primera hoja.
En la ladera oeste de la sierra, un olivo centenario extendía sus ramas retorcidas hacia el horizonte, como si quisiera alcanzar un último rayo de luz. El sol se hundía más allá de los valles, y las hojas plateadas de los olivos se tornasolaban del naranja intenso y sucio que el cielo derramaba. Las raíces del árbol, profundas y antiguas, se aferraban a la tierra reseca tras setecientos años de historia y cien más de locura.
Benyarok, el de ojos verdes, como lo conocían sus hermanos del olivar, sentía el escozor de los siglos en su corteza agrietada. Cada anillo del tronco contaba un episodio: sequías, guerras, cosechas abundantes y tiempos de escasez. Pero en todos esos años, un deseo había permanecido constante en su ser: ver el mar antes de morir.
El crepúsculo daba paso a la noche, cada vez menos oscura, cuando un ruido inusual rompió la quietud del olivar. Los faros de un vehículo iluminaron el camino de tierra. Tras detenerse, una figura abrió la portezuela. Marina Andreu, con el cabello castaño recogido en una coleta y sus ojos verdes brillantes, se acercó al árbol con pasos decididos.
—Aquí estás —murmuró, acariciando con reverencia el tronco de Benyarok—. El olivo más antiguo de la sierra. Espero que tengas las respuestas que buscamos.
La agrocitóloga desplegó su equipo: higrómetros, dispositivos para medir la composición del suelo, instrumentos varios y una tableta que brillaba en la penumbra. Mientras trabajaba, le hablaba al olivo, como solía hacer con otros especímenes; una costumbre que sus colegas encontraban excéntrica, pero que a ella, tras veinte años de carrera, le parecía natural.
—Dicen que los olivos sois los árboles más resilientes. Habéis sobrevivido a todo tipo de adversidades a lo largo de la historia. Pero ahora… ahora nos enfrentamos a algo que ni siquiera vosotros podéis capear solos.
Una brisa suave agitó las ramas de Benyarok, y por un momento, Marina sintió como si el árbol gruñera. Sacudió la cabeza y sonrió ante su propia imaginación. Sin embargo, una sensación cálida, como la del aceite recién prensado, fluyó a través de los dedos que tocaban la corteza mientras insertaba un sensor.
«Hemos visto mucho, pequeña. Pero nunca antes las estaciones han sido tan secas y por tanto tiempo».
Marina, sobresaltada, se alejó del árbol. La voz, si es que podía llamarse así, no la había percibido en los tímpanos, sino en la cabeza. Era profunda, antigua, con un timbre que recordaba a crujidos.
—¿Quién…? —comenzó a preguntar.
Miraba a su alrededor, pero sabía en lo profundo de su ser que la respuesta estaba justo frente a ella.
«Soy Benyarok, el de ojos verdes, el vigía de estos bancales. Y tú, pequeña, eres la primera en mucho tiempo que puede escucharnos».
Marina se quedó inmóvil; su mente científica luchaba contra la imposibilidad de lo que experimentaba. Aunque algo en ella, quizás esa parte que siempre le había hecho hablar con plantas y animales, aceptó esta nueva realidad con mucho asombro y más reverencia.
«Los humanos habéis perdido el lenguaje innato y universal. Ahora, necesitáis escuchar antes de aprender a hablar con unos pocos de vuestra especie. Y tenéis que escribir para no olvidar. Y lo llamáis evolución».
—Es… es un honor —tartamudeó—. He venido a ayudar… y a que nos ayudes. El desajuste climático global está afectando a los cultivos en todos los continentes, y necesitamos encontrar una manera de adaptarnos, de sobrevivir.
Benyarok asintió con tristeza. «Adaptarse y sobrevivir: lo que hemos hecho siempre. Pero ahora, pequeña, el desafío es mayor que nunca». Hizo una pausa y luego zarandeó la copa. «Te ayudaré si tú haces algo por mí. Tengo un último deseo antes de que sea tarde».
—¿Cuál es? —preguntó Marina, acercándose al tronco de nuevo.
«He vivido ochocientos años en esta ladera, viendo el sol poniente. He dado sombra a generaciones, mis aceitunas han alimentado a incontables gentes. Pero hay algo que nunca he visto, algo que anhelo desde que era un brote y creo merecer: quiero contemplar la aurora, pero, sobre todo, la mar; así la llamaban los jilgueros al cantar su belleza antes de extinguirse. Quiero verlas, muchacha. Antes de que sea el tiempo de secarme y partir hacia la serrería».
Marina se apoyó contra el tronco. Miró el cielo e imaginó el manto de estrellas que sus abuelos aún lograron disfrutar. Por vez primera, percibió la fragancia de la tierra a pesar de su sequedad, el perfume del olivo, la liviana esencia del salitre que las olas entregaban a la brisa al romper contra los acantilados del extremo oriental de la sierra.
Los días siguientes fueron un torbellino de actividad para Marina. Dividía su tiempo entre el olivar y el laboratorio en Alcoy, donde analizaba muestras y datos con una intensidad febril. Cada atardecer conducía entre los chaparrales y bosquecillos de carrasca hasta la ladera de Benyarok para ponerlo al corriente de sus descubrimientos y escuchar los consejos ancestrales del olivo.
—Tus oleoplastos son fascinantes —le comentó una tarde—. Y la hemicelulosa del colénquima tiene una tolerancia a la sequía no observada jamás en otro ejemplar. Si pudiéramos replicar esto…
«La resistencia viene de las raíces profundas, pequeña. No solo de las que ves bajo tierra».
Marina asintió, pensativa.
—El futuro será cada vez más árido. Los modelos climáticos que hemos desarrollado son… desalentadores.
Una ráfaga de aire caliente sopló a través de la serranía para darle la razón y levantó polvo y hojas secas. Marina tosió a pesar de cubrirse la boca con un pañuelo.
«El viento anuncia cambios», dijo Benyarok, «y no todos bienvenidos».
Antes de que la mujer pudiera preguntar más, el inconfundible ronroneo de vehículos de hidrógeno interrumpió la tranquilidad del atardecer. Dos camionetas se detuvieron cerca, y de ellas descendieron hombres con trajes y cascos de seguridad.
—¡Marina Andreu! —dijo uno de ellos.
—¡Vaya! Javier Serna, de Armonía Ambiental y Sostenibilidad —respondió ella.
—Tenemos que hablar sobre estas tierras.
El corazón de Marina se aceleró.
—¿Qué pasa?
El funcionario desvió la mirada con cierto pesar. Pero respondió con firmeza:
—Malas noticias. Mañana empezaremos a preparar este terreno para un nuevo proyecto de energía solar. Es crucial si queremos alcanzar nuestros objetivos de energía limpia en 2050.
—¿Cómo? —Marina creyó que el suelo cedía bajo sus pies—. Estos árboles son muy valiosos. Tienen siglos de antigüedad, y estamos al borde de un descubrimiento que podría salvarlos de la extinción.
Serna suspiró.
—Te entiendo. Pero el Colapso nos obliga a tomar decisiones difíciles. Los paneles solares de micrografeno proporcionarán energía limpia abundante.
Marina miró al árbol; percibía su angustia silenciosa.
—Necesito tiempo. Dame un mes para presentar un informe sobre la importancia de estos olivos. Podrían ser la clave en el desarrollo de cultivos resistentes a la sequía. ¿No es eso tan trascendental como la energía? ¿De qué nos alimentaremos? ¿De megavatios?
Hubo un momento de tensión mientras Javier valoraba la propuesta.
—Un mes, señorita Andreu. Ni un día más. Si tu informe es convincente, lo consideraremos. Pero no puedo prometerte nada.
—A mí me lo vas a contar. —Ambos, por separado, recordaron el noviazgo fallido una década atrás.
Los funcionarios se marcharon y el silencio cayó denso y pesado sobre el monte.
«El tiempo se agota, pequeña. Para mí, para mis hermanos, para tu… nuestro mundo».
—Lo sé. Haré cuanto pueda. Te lo prometo.
En el laboratorio, en un laberinto de microscopios y ordenadores, Marina trabajó incansable. Los días se diluyeron entre las noches, y las noches se transmutaban en coloridas alboradas de gráficos y simulaciones. Analizó cada muestra, cada dato, buscando la clave que pudiera salvar no solo a Benyarok y sus dominios, sino a cualquier forma de vida que estuviera al borde de la extinción.
Una mañana sacó de la tostadora una rebanada de pan. Su padre horneaba pan de alta hidratación con espelta transgénica, pero con masa madre de harina integral genuina. Pulverizó aceite de oliva virgen extra con cuidado de evitar los grandes alveolos de la masa para no desperdiciarlo y …
—¡Eso es! —exclamó—. La estructura celular. Como una red proteica de gluten que mejora la retención de agua por fermentación. Benyarok ha aprendido a usar la mayor acidez del suelo para fermentar su propia savia de alguna manera.
Con renovada energía, Marina olvidó el desayuno y volvió ante las pantallas de ordenador. Si conseguía averiguar cómo replicar esa reacción, podrían desarrollar nuevas variedades capaces de sobrevivir en condiciones extremas.
—Vamos a lograrlo —le dijo al olivo esa misma tarde—. Verás el mar, viejo amigo. Verás el mar.
Marina presentó su informe: un documento exhaustivo que detallaba no solo la importancia histórica y cultural de los olivares, sino también el potencial revolucionario de las células de Benyarok para desarrollar cultivos resistentes a la sequía.
La mañana de la decisión amaneció con un cielo plomizo, como si la naturaleza misma contuviera el aliento. Marina llegó temprano al olivar, donde la había citado Serna. El corazón le latía desbocado por la esperanza y el temor.
«Pase lo que pase, has luchado con valentía».
Serna llegó acompañado de un séquito que Marina reconoció como altos funcionarios y científicos renombrados.
—Doctora Andreu —saludó Javier, con formalidad, sin tuteo—. Su informe ha provocado… revuelo.
Marina se irguió, lista para defender su causa. Pero antes de que pudiera hablar, una mujer mayor dio un paso adelante.
—Soy la doctora Naroa Roselló, directora del Instituto Europeo de Investigación Agraria —se presentó—. Su trabajo es poco menos que revolucionario. Si lo que propone es viable, podría cambiar el futuro de la agricultura en el planeta.
Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo. Marina sintió que una chispa de esperanza se encendía en su pecho.
—Sin embargo —intervino Javier—, el proyecto de energía solar sigue siendo una prioridad nacional. No podemos paralizarlo. Lo sentimos.
—Estudiaremos otras opciones —concluyó Roselló—. Ya hablaremos.
El silencio que siguió fue tenso. Cuando la comitiva volvía a los coches, Marina tuvo una idea audaz, inspirada por el sueño de Benyarok.
—¿Y si pudiéramos tener ambas cosas? —sugirió—. Traslademos este olivar, o al menos a El Viejo, el espécimen más antiguo y valioso, a un emplazamiento donde pueda continuar la investigación. Un lugar con terreno similar. Lo hay en la zona opuesta de esta misma sierra, en los escarpados.
—¿Trasladar un árbol de ochocientos años? ¡Es una locura! —dijo uno de los científicos, sorprendido e incrédulo.
—Es arriesgado —admitió Marina—, pero no imposible. Se han trasladado olivos centenarios antes. Con la tecnología adecuada y extremo cuidado, podríamos hacerlo. No solo lo salvaríamos, sino que cumpliríamos su sueño.
Roselló la miró con una mezcla de asombro y condescendencia.
—¿El sueño de un árbol, dice?
La agrocitóloga sonrió, consciente de lo loca que sonaba.
—Si él pudiera hablar, por supuesto. Llámelo intuición agrónoma, si lo prefiere.
Hubo un largo momento de deliberación entre los funcionarios y científicos. Marina contuvo el aliento y notó el hálito acelerado de CO2 de Benyarok a su espalda.
Finalmente, Javier dijo:
—Es una barbaridad. Pero vamos a intentarlo. Tendrá los recursos necesarios para trasladar ese árbol. El resto…
—Podríamos trasplantar los ejemplares más jóvenes —interrumpió la doctora Roselló—. Y tomar esquejes de los demás para su propagación. No salvaremos todo el olivar, pero preservaremos su legado genético.
No era una victoria completa, aunque era más de lo que esperaba. Mientras el grupo se marchaba, Marina se volvió hacia Benyarok.
—Te vas al mar, viejo.
La risa de Benyarok en su mente fue como el tintineo de aceitunas maduras sacudidas por el viento. A través de la pátina acuosa formada sobre las pupilas, descubrió el porqué del nombre del olivo entre sus ramas: el de los ojos verdes.
«Preparémonos».
Los días siguientes fueron un frenesí de actividad. Expertos en trasplante de árboles llegaron de toda Europa con equipos especializados y décadas de experiencia. Marina supervisaba los detalles, consciente de que la vida de Benyarok dependía de la precisión de cada movimiento.
A medida que se acercaba el día del traslado, la ladera oeste de Aitana se llenó de una energía expectante. Los olivos más jóvenes ya habían sido trasplantados con éxito, y los esquejes de los árboles más antiguos estaban seguros en viveros.
La noche anterior al gran día, la científica se sentó junto a Benyarok y volvió a imaginar las estrellas que salpicaban el cielo nocturno décadas atrás.
—Mañana, a estas horas, estarás embobado con las mareas.
Marina sonrió emocionada y ansiosa al tiempo. El viaje sería peligroso, el futuro incierto. Deslizó los dedos despacio sobre el tronco del ahora solitario vigía. Todo era posible.
—Que descanses.
Al alba del día del traslado, la naturaleza pintó de rosa pálido las nubes altas a levante de la sierra, como si quisiera atraer a Benyarok con su más bella paleta. Enormes grúas, camiones y un ejército de trabajadores forestales se preparaban para la tarea titánica de mover un árbol de ochocientos años sin dañarlo.
Marina, con ojeras profundas y pupilas brillantes, lo inspeccionaba todo. «Con cuidado», repetía sin cesar, mientras los expertos, guiados por sondas, excavaban alrededor de las raíces del olivo.
«Respira, pequeña. Es como cambiar de estación. Y ya lo he vivido muchas veces».
Agradeció la serenidad del viejo olivo.
—Tienes razón. Pero no puedo evitarlo.
Con una precisión milimétrica, lo alzaron sobre la tierra que había sido su hogar durante siglos. Las raíces, bien envueltas, parecían dedos extendidos hacia el suelo, despidiéndose.
El traslado por las carreteras serpenteantes de la sierra fue lento y ajetreado. Marina viajaba en el camión junto al árbol, monitorizando sus signos vitales. Cada curva, cada bache, hacía que su corazón se acelerara.
—Estamos llegando, solo un poco más.
El camión se sacudió. Con violencia. Un reventón húmedo: repentino, feroz, inesperado; habitual junto al Mediterráneo tras el Colapso. El viento aullaba. El enorme remolque que transportaba a Benyarok se zarandeaba sobre la pista de tierra.
—¡Tenemos que parar! —gritó el conductor por el intercomunicador.
Detenerse en medio de la tormenta, con Benyarok expuesto a los elementos, sería catastrófico. Marina tomó una decisión en una fracción de segundo.
—¡Sigue adelante! —ordenó—. Estamos cerca. Ha sobrevivido a peores tormentas que esta.
El conductor vaciló, pero soltó el freno. Los minutos que siguieron fueron los más largos de la vida de Marina y del árbol. El camión avanzaba despacio, combatiendo la ventisca y el aguacero. Ella se aferraba a las ramas de Benyarok, como si pudiera protegerlo con su propio cuerpo.
«El viento y la lluvia son viejos amigos. Nos están dando la bienvenida a nuestro nuevo hogar… A su manera».
Y entonces, tan repentinamente como había comenzado, la tormenta amainó. El camino se despejó de bruma, y ante ellos se extendió un panorama que cortaba la respiración: el Mediterráneo, vasto y azul claro, brillando bajo el sol que emergía entre las nubes.
—El mar, Benyarok.
El sitio elegido era perfecto: un acantilado alto, a salvo de la sal y con el horizonte infinito a la vista.
Con el mismo cuidado con el que lo habían desenterrado, reimplantaron el olivo en su nueva ubicación. Su protectora se cercioró de que cada raíz estuviera asentada con firmeza en el suelo rico y húmedo.
Cuando dejaron caer el último puñado de tierra alrededor del tronco, se hizo un silencio ceremonial. El sol se ponía tras las crestas occidentales de Aitana.
La agrocitóloga apoyó la frente contra la corteza rugosa.
—¿Qué te parece?
«Es más bonito de lo que jamás imaginé. Ahora comprendo por qué tu nombre es tan hermoso».
A medida que la noche caía, el equipo se retiró. La doctora Marina Andreu se sentó a los pies del árbol, distraída con la fosforescencia de las medusas de la bahía. Quedaba mucho por hacer, muchos desafíos que afrontar. Pero en ese momento, bajo las ramas del olivo casi milenario que había visto el mar, saboreó un regusto salino, a esperanza.
«La vida encuentra su camino. Siempre». La mujer se extrañó: las voces habían sonado algo femeninas. ¿Las olas?
—Y nosotros la ayudaremos a encontrarlo. —Sonrió, cerró los ojos y dejó que la brisa jugueteara con su cabello liberado de la coleta cotidiana.
Luego, todos durmieron.
Marina se despertó con el zumbido de un enjambre de microdrones polinizadores de alguna colmena cercana que se acercó a curiosear entre las hojas del nuevo vecino. Al abrir los ojos, un inmenso disco solar enrojecido por la microscópica bruma costera la deslumbró. En ese instante, la parte inferior del astro era tangente al horizonte y coloreaba la superficie del Mediterráneo, formando un sendero brillante como un rubí.
«Marina, los jilgueros tenían razón».
En los años que siguieron, Benyarok no solo sobrevivió, sino que prosperó en su nuevo hábitat de los acantilados. Sus aceitunas, enriquecidas por la proximidad del entorno marítimo, produjeron un aceite de una calidad sin precedentes. Y más importante aún, las investigaciones de la científica, basadas en la resistencia única del olivo, llevaron al desarrollo de múltiples variedades vegetales capaces de soportar las condiciones más extremas.
En 2061, la doctora agrocitóloga doña Marina Andreu se ha convertido en la décima mujer que gana el premio Nobel de Economía.