07. El olivo roto

Miguel Francisco Cáceres Redondo

 

I

 

Había una vez un olivo torcido, con una brecha negra en el tronco, al que le cayó un rayo una noche de tormenta en pleno verano. Desde entonces lo llamaban El olivo roto

 

Así comenzaba el cuento que mi abuela me contaba para que me durmiera en mi cama húmeda, pero calentada con el calor de las mantas con las que me arropaba. Recuerdo el olor a brasa de la candela de la entrada y el miedo a que una rata se subiera en mi cama, cuando mi abuela cerraba la puerta de la habitación que compartía con mis hermanos.

 

Ese olivo crecía delante de la chabola en la que crecí, donde no había estado en los últimos treinta años. A tan solo unos cuarenta minutos de la casa en la que vivía con mis hijos; y a la vez, tan lejano de lo que era yo.

 

El día anterior había recibido una llamada.

 

II

 

—Carmen, soy la Juana —dijo una voz tosca y seca—, tu hermana. Te llamo porque la yaya está muy mala y se está muriendo. Y ella ha pedido que vayas a verla.

—Hola Juana. ¡Qué sorpresa! Claro… ¿Cómo estás? ¿Y tus hijos? —pregunté, sorprendida, con la cabeza a mil.

—Y a ti, ¿qué te importa eso? Si no vienes antes de mañana, lo mismo ni te despides de ella —respondió mi hermana.

—Allí estaré.

—Adiós.

—Hasta mañana, Juana —acerté a decir.

—¿Cómo se cuelga esto, niño?

 

Fue lo último que escuché antes de que me colgara.

Mi abuela tenía ciento tres años, la llamaban La Centenaria. Hace unos años, apareció en los medios cuando mi familia pidió ayuda para mejorar su salud, pero ella se negó a abandonar su casa en el poblado junto al cementerio.

 

III

 

Yo no tenía coche y tuve que coger un taxi para bajar a la ciudad porque el autobús se había retrasado y no quería llegar más tarde. Pero algo en mí, agradecía ese retraso.

 

—A la rotonda detrás del hipermercado, por favor.

 

En el camino, a medida que nos acercábamos al hipermercado, me ponía más nerviosa. La radio del taxista me distraía. En ella, daban la noticia del inicio en breve de la exhumación de una fosa común en el cementerio.

 

—¿Seguro que quiere quedarse aquí sola? —me preguntó, extrañado el taxista al dejarme en la rotonda frente al poblado de chabolas.

—Sí, sí, no se preocupe. Me vienen a recoger ahora mismo… —respondí mientras sacaba dinero de la cartera para pagarle—. Váyase tranquilo.

—Tenga cuidado con ese bolso, buenos días —me dijo el taxista antes de arrancar.

 

El taxista daba la vuelta a la rotonda, y mientras se alejaba, me miraba a través de la ventanilla y del espejo retrovisor.

 

IV

 

Entonces caminé pasando los bloques de hormigón que guardan el acceso al poblado. Unos niños, que corrían y jugaban, se detenían y se quedaban mirándome curiosos; yo también había sido uno de ellos. En mi infancia, el poblado no estaba rodeado como ahora, del resto de la ciudad. Solo la tapia del cementerio, con la que colinda el asentamiento en paralelo a ella, era el límite.

 

El poblado había crecido mucho desde que me fui. Era uno de los asentamientos de chabolas más antiguo de España. Había sobrevivido desde los años treinta, cuando comenzaron a llegar las primeras familias.

 

También, había una excavadora en medio de un solar donde antes se percibía que hubo una chabola. A medida que avanzaba, veía algunos solares más como ese.

 

V

 

—Oye, guapa ¿tienes hora? —me preguntó un niño, apoyado en un árbol.

­—Mi móvil es más viejo que el tuyo, te lo aseguro. Me parece que no te va a interesar —le respondí, sonriendo.

—Bueno, ¿o un cigarrito?

—Avisa en casa de La Pura, que ha venio’ su nieta Carmen y te doy uno.

 

El niño se alejó entre las chabolas y yo iba orientándome sola, buscando algo que siempre me servía de guía…

 

Comenzaron a salir más gente de los interiores: mujeres con más niños, viejos con sombrero, adolescentes montados en patinetes eléctricos, etc.

Pese a que habían pasado muchos años, todo me seguía resultando familiar.

 

Entonces lo vi. El olivo roto seguía tan grande como siempre. Estaba junto a la tapia del cementerio. Y una chabola, probablemente de las más robustas de todo el asentamiento, se alzaba al final. Entre la propia tapia y el árbol.

 

Me detuve a observar el tronco torcido y ennegrecido, con unas ramas que habían crecido más altas que la misma tapia y que podían rivalizar en majestuosidad con los picos de los cipreses que se alzaban al otro lado de la pared, en el cementerio.

 

—¿Carmencita, eres tú? —dijo una voz masculina y ronca.

 

VI

 

Era mi hermano mayor Agustín. Nos abrazamos. Y él me dijo al oído que se alegraba de verme, pero que tenía mucha pena porque la yaya se estaba muriendo.

 

—Abuelo, esta mujer me ha dicho que os avise de que venía —dijo, mientras corría hacía nosotros el niño del cigarrito.

—¿Este es tu nieto? —le pregunté a mi hermano.

—Está grande, ya. ¡Pero, más tonto!

Cúchame, yo he cumplido. ¿Y lo mío, qué?

—Dale un cigarrillo a tu nieto, que yo ya no fumo, se lo debo —dije a mi hermano mayor, sonriendo.

—¡Niño! ¡Vete de aquí, anda!

 

Me llevaba unos diez años con mi hermano mayor. Pero mientras que yo quería aparentar que no tenía más de cincuenta años, él pese a la poca diferencia de edad, estaba muy envejecido.

 

—Me recuerda mucho así tan listillo, a mi hermano mayor Alfredo… Dios lo tenga en su gloria…

 

Entonces de la casa, salió una mujer con arrugas y un moño. Seria y dura como una piedra, pero que seguía siendo mi hermana.

 

—Juana, qué alegría de verte… Gracias por avisarme —Le dije a distancia.

—Encima querrás entrar a ver a la yaya —me dijo, sin acercarse ni sonreírme.

—Carmencita ha venido a despedirse de nuestra abuela. Puede entrar, Juana —dijo seco y sin pestañear mi hermano.

 

Y mi hermana Juana se dio media vuelta y volvió a entrar dentro. Mi hermano me cogió de la mano y me acompañó a la puerta.

 

Estaba claro que ahora él era el que mandaba en el clan.

 

VII

 

Entré dentro del acogedor salón de la que había sido mi casa hasta los veintiséis años y sentados en una mesa camilla, estaban mis padres.

 

Mis padres, unos ancianos de ochenta años, me vieron y sonrieron.

 

—Papá, mamá, no os levantéis —les dije, caminando hacia ellos hasta abrazar a cada uno.

—¿Carmen?, ¡Ay, mi hija!, ¡Cuánto tiempo! Creía que no íbamos a verte nunca más —dijo mi padre, visiblemente emocionado, apretando su bastón.

—¡¿Cómo están tus niños, los universitarios?! —me preguntó mi madre llorando.

 

Yo respondí a todas sus preguntas, mientras me sentaba junto a ellos. Y miraba el salón a mi alrededor, recordando cada detalle de aquel lugar que ahora volvía a reconocer.

 

—Mamá, este es pa’ usted que lleva sacarina —dijo mientras Juana sirviendo unos cafés.

 

Mi padre se levantó y fue al baño.

 

—¿Papá, necesitas ayuda? —le pregunté, acompañándole.

—A papá, ya lo atiendo yo, que para eso estoy. Tú quédate con mamá —dijo Juana, deteniéndome y yendo tras él.

 

Entonces mi madre me cogió del brazo y me sentó a su lado. Y en voz baja, dijo:

 

—Hija, te quería pedir un favor, el Ayuntamiento está ofreciendo a cada familia: dejar sus casas a cambio de un piso nuevo de protección oficial. Nos pondrían a todas las familias cerquitas en la misma barriada. A ver si hablas con tu padre que a ti siempre te hizo caso y le hablas de que, si lo hacemos, nos vendrás a visitar en Navidad. Nosotros estamos muy mayores ya. Agustín quiere, pero no quiere herir los sentimientos de tu padre. Aquí hace mucho frío y toa’ mi familia y mis hermanas ya se han ido. Cada vez, quedamos menos…

 

Aquello no me lo esperaba. Casi ni sabía qué decir.

 

—Mamá, yo…

—Ella no tiene vela en este entierro… —dijo Juana, respondiendo por mí.

 

Mi madre y yo nos giramos hacía ella.

 

—Jesús bendito, Juana. Decir eso con tu abuela en el cuarto, agonizando.

—Sigue mi hermano con ella, por eso no se preocupe. Pero lo que digo es que Carmen nos abandonó hace ya muchos años y ella en eso no tiene que opinar. A ella les damos igual, hasta se avergüenza de nosotros, ¡¿qué le vamos a importar?!

—Juana, eso no es verdad… —me atreví a decir.

 

VIII

 

—¿Qué hablan mis mujeres? —dijo mi padre volviendo del baño y colocándose su sombrero.

—Nada, Alfredo. Que la chica no sabía lo del Ayuntamiento…

—De aquí no nos movemos. Solo nos iremos si el cementerio tiene que expandirse y tiran esa tapia de ahí, si no… Hace ya muchos años, que mi madre Pura me trajo aquí y ella de aquí no se mueve. Si se muere, será aquí y bajo ese olivo de ahí fuera será enterrada. ¡¿Me entiendes, Carmencita?!

—Pero papá… —acerté a musitar.

 

Entonces mi hermano mayor entró en el salón y nos miró a todos, sorprendido.

 

—Papá, la abuela se acaba de despertar, me ha pedido que entre Carmencita.

 

Mi padre cogió su bastón y caminó hacia la puerta de la calle, en silencio desde donde miraban algunos de mis sobrinos que se había acercado al oír la discusión.

 

IX

 

Siempre me habían dicho que mi abuela, cuando yo nací, tenía una pena muy grande. Vestía de negro, pero además hacían justo treinta años que su marido ya no estaba. Dicen que cuidarme, le devolvió las ganas de vivir.

 

Entré en la habitación de mi abuela. Había toda clase de velas e imaginería católica. Ella estaba tumbada en la cama y empezaba a abrir los ojitos. Sin pensármelo, me senté junto a ella y le di un beso en la mejilla. Ella sonrió al verme. Se le veía muy frágil.

 

—Agua… Una mijilla de agua… —le oí decir con una vocecilla.

 

Le acerqué un vaso de la mesilla de noche y dio un pequeño trago.

 

—¡Ay, Carmencita!… ¡Qué guapa estás!, ¿no? Quería ver a mi nieta preferida por última vez… gracias por venir. Tú sabes lo que yo te quiero, ¿no? —me dijo, agarrándome la mano.

 

Se me saltaron las lágrimas y le correspondí, acariciando su mano.

 

—¿Qué dicen estos en el salón?  —dijo ella, sonriendo.

—Te hemos despertado, ¿no? —respondí—. Tú hijo que no se quiere ir de aquí porque tú vas a ser una cabezota hasta el final, yaya.

 

Y me reí, mientras me limpiaba las lágrimas.

 

—Mi madre se quiere ir; y Agustín, también. Pero él siempre pondrá a la familia, primero. Como ha hecho toda su vida, desde que se casó con la que iba a ser la mujer de mi hermano Alfredo. Por mucho que digan, el que sigue mandando aquí es mi padre. Que dice y hace lo que tú le digas…

—Yo siempre le dije a tu padre que nunca nos iríamos de aquí.

—Pero ¿tú no estarías mejor en un piso cerca de un hospital, que no pasarás frío?… ¿Qué tienes tú con este sitio?, si eres una paya que llegó aquí con quince años…

 

Entonces mi yaya miró hacia su ventana, desde donde se podía ver algunas ramas del olivo y al fondo la tapia del cementerio.

 

—Yo me vine aquí, embarazada de tu padre para estar cerca de tu abuelo Alfredo… Nos habíamos casado ese mismo año, poco antes de la guerra, en el 36. Éramos muy pobres, pero nos queríamos. Habíamos venido desde el campo, porque él quería buscar un empleo con el que ganarse la vida y tuvo la mala suerte de estar en el sitio y el momento equivocado: en una reunión de un sindicato apuntaron su nombre. Luego algún malnacido lo reconoció y se chivó. Detuvieron a mi pobre Alfredo… Que no sabía ni leer ni escribir, diciéndole que su nombre aparecía en un papel. Eso fue lo que me dijeron cuando fui a ver al pobrecillo. Pero no lo encontré, porque la noche de antes se lo llevaron. Me enteré de que le dieron un paseíllo frente a esa tapia de ahí. Y luego ya no supe más de él.

 

Miré a mi abuela a los ojos. Los tenía vidriosos.

 

—Eso me lo contó mi padre una vez… —respondí.

—Yo a los pocos días, pude venir hasta aquí a ver si encontraba algo de él. Pero me puse muy mala, llevando a tu padre dentro de mí y ya nunca me volví a ir. Aquí vivían gente muy buena, que me acogieron como a una más.

 

Mi abuela miró al olivo torcido.

 

—Me dijeron que a ese olivo le cayó un rayo la misma noche que mataron a mi Alfredo, desde entonces sé que no me iba a mover de su lado hasta que lo encontrara —continuó ella—. Nunca supe donde lo echaron… Dicen que hay una fosa en el cementerio donde puede que esté… Yo estoy aguantando todo lo que puedo porque no puedo irme sin saber dónde está. Si me he pasado toda la vida sin él, al menos quiero estar en la otra con él.

—Esto no lo sabía…

—Eres la primera a la que se lo digo, después de a Dios. ¿Cómo nos va a encontrar cuando lo descubran, si no estamos cerquita?

Yaya

—Carmencita, cuando yo me reúna con mi Alfredo, si la familia se quiere ir, que se vaya. Pero que me dejen con él…

 

Entonces mi padre entró en la habitación y arropó a su madre.

 

—¿Te quedarás a dormir, verdad, Carmencita? —me preguntó ella.

 

Miré a mi padre y este, sorprendido, me miró a mí.

 

—Niño, prepárale una cama a tu hija —sentenció la yaya.

 

X

 

Se hizo la noche, tras haber cenado con mi familia por primera vez en años. Y volví a la habitación de mi abuela.

 

—He conocido a tus tataranietos. ¿Estarás orgullosa de la familia qué has creado?

—A Alfredo y a mí siempre nos gustaron los niños…

 

Entonces ella se recostó y mientras sus párpados se iban cerrando, me pidió que le contara como eran mis hijos, a los que toda la familia llamaba los universitarios. Yo le enseñé unas fotos en el móvil y los llamé para que pudiera oír sus voces.

 

—Tu niña se parece mucho a tu hermana Juana —me confesó.

—Genio tiene como ella.

—Tú es que has salido más a mí, Carmencita. Si te hubiera conocido mi Alfredo, te hubiera reconocido enseguida como nieta mía.

 

Entonces, se quedó dormida. Noté como respiraba. Parecía feliz. La arropé y le di un beso en la mejilla. Me senté en un sillón de la habitación y me quedé mirándola, mientras me entraba sueño y luchaba porque mis párpados permanecieran abiertos.

 

XI

 

Abrí los ojos y la ventana de la habitación de mi yaya estaba abierta. Una corriente de aire movía las cortinas. Entonces se empezaron a escuchar unos golpes en la pared. Parecían provenir de fuera de la ventana. Me acerqué para asomarme fuera, deseando que no fuera ninguna rata queriendo entrar por algún hueco en la pared. De niña, había visto eso antes. Y saqué mi cabeza a la oscuridad del exterior…

 

El ruido provenía de las ramas del olivo que golpeaban la pared, movidas por el aire. Cerré la ventana, pero el viento del exterior cesó de inmediato porque los golpes del olivo en la pared callaron. En medio del silencio, intenté no hacer ruido y volver al sillón. Y al girarme, un muchacho estaba de pie frente a los pies de mi abuela. De espaldas a mí, creía que era uno de mis sobrinos.

 

Se giró hacia mí y me sonrió. Se parecía a mi padre. Estaba pálido. Vestía con un pantalón negro roto y roído; y una camisa blanca con manchas de sangre.  Entonces se tumbó junto a mi abuela en la cama. Sus manos estaban atadas por una cuerda. Tan solo, acerté a abrir la boca:

 

XII

 

—¿Abuelo? —pronuncié, oyendo mi propia voz.

 

Abrí los ojos y estaba sentada en aquel sillón.

¿Había sido un sueño?

Me acerqué a mi abuela y encendí una lámpara. Tenía una sonrisa en su rostro. Tenía la misma postura, como la que tenía cuando aquel joven estaba tumbado junto a ella. Me acerqué a la cama, pero las sábanas estaban frías. Y mi abuela también…

 

XIII

 

Mientras amanecía, toda mi familia pasó a despedirse del cuerpo de mi abuela. Y no solo ellos, todo el poblado esperaba su turno para darle el último adiós.

 

Unas furgonetas eran conducidas en dirección más allá de la tapia: al cementerio. En la fosa común que investigaban, habían encontrado a unos pocos metros: multitud de huesos, pertenecientes a varios ejecutados durante la Guerra Civil.

 

Tras varios meses, una prueba de ADN que le hicieron a mi padre reveló que unos restos coincidían y que encajaban con los de mi abuelo.

 

Mi abuela y su marido fueron enterrados bajo aquel olivo, que había sido la casa de su familia. Mi padre accedió llevar a su familia a unos pisos del Ayuntamiento y dejar el poblado. El Ayuntamiento tiró parte de la tapia para expandir el sacrosanto unos años después, respetando el terreno del olivo y las tumbas bajo él.

 

XIV

 

Ahora siempre que recojo a mis padres junto con mis hijos para ir a visitar a mis abuelos paternos a su “casa”, es muy tierno ver a un anciano como mi padre llorar de tristeza, pero también de alegría; aunque apenas sepa reconocer las letras, al poder ver los nombres de sus padres juntos. Se quita su sombrero y murmura a mis hijos, pese a que son unos veinteañeros, si conocen el cuento de El olivo roto.

 

Mientras yo miro el olivo y cada vez, lo veo menos torcido…