
04. La rotonda
Oye, cielo, te contaré cómo conocí a Jorge. Tal vez ahora ya no te importe eso ni realmente nada de este mundo, pero creo que ahora que estamos solos los tres, es buena ocasión.
¿Recuerdas cuando nos casamos? Siempre un puntito de acidez, de desconfianza. ¡Ya veremos si funciona…! Yo solo tenía ojos para ti y tú para mí. Pobres ojos. Me los tuve que operar de cataratas y desprendimiento de retina.
Mi madre enfermó, ¿recuerdas? No quisiste ir ni una sola vez a verla a Mancha Real. Siempre tan ocupado, la cooperativa de aceite de Albanchez de Mágina no podía funcionar sin la cabeza del maestro molinero. Ella murió y fue abriendo una brecha en mi corazón. Casi veinte años viviendo sola a treinta kilómetros de casa, autónoma, toda revestida de autosuficiencia y, de improviso, quedó inmóvil de cintura para abajo. Nunca quisiste ir a verla conmigo, ni siquiera por hacerme el gusto. Allí estaba Jorge, sacándola cada día en su silla de ruedas, algo de charla y esperanza para mí. Allí estuvimos juntos, uno a cada lado de ella durante muchos meses, años, y poco a poco llegué a conocer a aquel cubano y quererle como era. Quizá será un poco como tú, un poco como yo, un punto de encuentro en nuestra pareja, el vértice del triángulo, la cuadratura de nuestro círculo cerrado.
No creas que ignoro lo de Claudia. Sí, no hace falta que pongas esa cara tan seria e inexpresiva, fría como el mármol. Siempre lo supe. Si no es por ella, ¿por quién de repente empezaste a viajar a Jaén el último fin de semana de cada mes de viernes a domingo? ¿Crees que me tragué eso de la Feria del Aceite, que antes era anual y ahora se celebraba cada mes, uno tras otro, con catas y premios? Decías “a comparar género y ver las nuevas tendencias en arbequino, picual y hojiblanca, de este oro líquido ecológico”. ¡Una mierda! Sí, eso. Ibas a ver a Claudia, incluso vi su cara en un folleto de la última Feria del Aceite de Jaén. Una azafata preciosa, morena, de unos veinticinco años que abría la primera página del folleto cantando las alabanzas del aceite de la campiña cordobesa. ¡Vaya si te gustaba a ti el aceite de los Pedroches! ¿Crees que no me di cuenta de las prisas por salir los viernes, con tu Mercedes rojo reluciente, vestido de chaqueta y corbata de seda? ¡ Y eso que tú odiabas lavar el coche!
Te dejaste bigote y perilla. Decías que era para ocultar unas descamaciones que te estaban saliendo alrededor de la boca, pero yo sabía que te estabas etiquetando como el aceite de tu cooperativa para parecer más atractivo ante los ojos de Claudia. ¿Creíste que no llegaría a saberlo nunca? ¡Qué equivocado estabas! Ya sabes que en estos pequeños pueblos de Andalucía, si quieres que algo no se sepa lo mejor es no hacerlo porque, además, si no lo dices, se lo inventan. Te hacías llamar Juan de Ortega y explicabas en los círculos de amistades de Jaén que eras descendiente directo de aquel aguerrido guerrero castellano que escaló las murallas del castillo de Alhama y consiguió asaltar escalando varios castillos musulmanes con la sola ayuda de escalera y dos dagas vizcaínas abriendo las puertas a las tropas castellanas y ante cuyas gloriosas gestas se rindió la mismísima Reina Católica Isabel, quien decidiendo premiar su valentía le confirió pedir lo que deseara, a lo que tu antepasado había respondido con aplomo: “Honra, señora, solo honra”. ¿Honrado tú?
Cerré los ojos y dejé correr. Me la estuviste pegando más de tres años y yo tragando ranas, sapos y los alpechines. Era evidente que la competencia con el aceite que tú tenías era imposible. Era más joven, más alta, más morena, seguro que más complaciente y siempre más a punto. Tenía casi un maldito mes para depilarse, comprar lencería nueva, ir a la peluquería, al gimnasio y a la sauna, mientras mi procesado para molerme en nuestra cama tenía que pasar por recogerme en sazón y pasarme por criba y lavadora antes de pasar por tu batidora, el decánter y centrifugado para separar el aceite del alperujo para sacar los mejores polifenoles. A ella le dieron el premio mundial de aceite AOVE ecológico en polifenoles y yo me quedé en el stock del depósito de acero inoxidable a baja temperatura por si venía el señor que comprara la cosecha. Eso sí, en la oscuridad y a baja temperatura para decantar las micropartículas proteicas y fenoles polimerizados. ¡Un detalle por tu parte!
Pero bueno, eso ya pasó y no me importa. Lo mío con Jorge era diferente. Se podría decir que cuando tú volvías el domingo por la noche de tu visita mensual a la Feria, no olías a aceite sino a hembra, de tanto haber entrado en ella. Te aliñabas en su cuerpo joven, como en una nueva versión de Dorian Gray. Un vampiro que envejecía lentamente junto a mí y renacía después de libar la sangre de Claudia, sus jugos íntimos. Ella podría haber sido la hija que nunca tuvimos.
Jorge y yo nunca tuvimos esos problemas. En parte porque ambos pasábamos de los cincuenta y los cuerpos nos pedían más una buena comida y una caricia más que un rato de desenfreno, un adiós y hasta la próxima.
Mientras tú ibas a Jaén, a ponerle aceite extra virgen a Claudia con la excusa de los premios y catas de la Feria, yo me iba a cuidar a mi madre a Mancha Real. Cuando murió, su casa quedó sola, desvalida. Mi madre sentía pasión por ella, por su patio y sus macetas, y no quise venderla y acordamos salir los dos el viernes por la mañana, cada uno en su coche. Tú dirección Claudia, yo dirección Jorge.
Las manos de Jorge eran verdadero oro, especialmente en masaje a personas mayores a las que siempre cuidó con una sonrisa y conversación enternecedora. Yo, que más que mayor me sentía gastada como una moneda rayada y roída, con cantos lisos y sin filo. Jorge rescataba de mi piel el brillo y reflejos de mi juventud con un poco de aceite y sus manos. Él no sentía ningún interés más que por su trabajo de masajista, cuidador y cocinero. A diferencia de ti, siempre ambicioso, él únicamente quería ayudar a los demás, no hablar demasiado y cocinar. Era su pasión y delirio. Era un cocinero maravilloso. Quizá echaba de menos las comidas que nunca le pudo cocinar su madre en Cuba, los bocadillos para el colegio, los postres especiales o las tartas de las fiestas de cumpleaños. Por todo eso, para él monté en la casa de mi madre una cocina industrial, con su inmenso frigorífico americano de dos puertas, dos hornos eléctricos e incluso uno de leña en el patio para hacer pan, ensaimadas y tortas gallegas a las que siempre regaba generosamente con aceite de tu cooperativa que yo le suministraba, rellenas de lo mejor que podíamos encontrar.
Después de comer, quizá echábamos un rato en el sofá, pequeñas caricias, o en la cocina, llena de platos exquisitos que apenas podíamos comer. Entre bromas siempre me decía que lo nuestro era un verdadero “amor platónico”.
Llevábamos casi tres años, tú nunca fuiste a Mancha Real aunque siempre pasabas para ir a Jaén; él nunca había venido a Albanchez de Mágina. Imagino que algún cable suelto del destino se cruzaría en vuestras cabezas, en el cielo o en el infierno, para llegar a coincidir aquel día en la rotonda sur de Mancha Real. Cuando me llamó la policía no podía sospechar nada de esto. Me mandaron directamente al hospital de Jaén. Al llegar a Urgencias y preguntar por ti, la muchacha del mostrador me dio directamente el pésame, sin mucho sentimiento, y me indicó el ascensor que bajaba al sótano, al depósito. En medio de una sensación de mareo y asfixia bajé ya sin esperanzas, pero también sin angustia. Después de reconocerte y observarte unos minutos, el enfermero me comentó que el que estaba tapado a tu lado era otro hombre, aún sin identificar, el que había chocado contigo en la rotonda. Estaba cubierto y no sé por qué tuve curiosidad por saber quién era el acompañante de mi marido camino al cielo. Levanté la sábana y caí al suelo desmayada después de ver la cara de Jorge tan fría y blanca como la tuya. Cuando me despertaron me hice cargo de los dos. Les di sus datos y los tuyos, expliqué que yo era vuestra única familia y llamé a la funeraria, y ahora aquí estamos solos los tres, tranquilos, esperando que amanezca otra vez.
Aunque no os importe ya casi nada, no pongáis esa cara, tengo que deciros que esta gente se ha portado muy bien. Me han ayudado con los papeles y a elegir algo que pensé os habría gustado a los dos. Algo poco lujoso, de madera, tono suave, ya para después en terracota, cado uno con su pequeña urna en el mueble del comedor. Quedaréis muy bien, cómodos, los dos juntos. A mí ya solo me queda esperar.