03. El reencuentro
¿Qué hay más allá de lo inexplicable y lo desconocido? ¿Un sinfín de preguntas sin respuesta, o quizá respuestas sin sentido? Si miramos por el agujero del tronco de ese olivo centenario, compañero inerte de otros olivos, la vemos. Vemos a una pequeña niña de cabellos rubios y ondulados que espera mirando a la carretera nocturna. Lleva consigo un pequeño osito de peluche y viste camisón. Y se preguntarán, ¿qué hace una chiquilla tan pequeña en la inmensidad de un olivar perdido en la comarcal de Castillo de Locubín? Y le aseguramos, señor, que nada bueno parece augurar tal aparición en una oscuridad tan latente, acompañada tan solo del siseo de las hojas de los árboles. Atravesamos el agujero del tronco y continuamos más allá sorteando otros olivos…, hasta llegar a ella. La vemos mirar hacia un lado de la carretera. Se oye el sonido de un coche. Se ven aparecer unas luces largas. Y se escucha una música con una melodía actual. Muy cerca de donde está la niña, un terraplén.
A unos metros Paula va dentro de su SEAT León canturreando las canciones de su emisora preferida. Su tez es blanquinosa y sus cabellos claros y rizados los lleva recogidos en lo alto de su nuca. Su móvil descansa en el asiento del copiloto. -Vamos, ya llegas Paula- se dice a sí misma viendo un cartel donde se anuncia la llegada a Castillo de Locubín iluminado a su paso. Sin embargo, para entonces la radio empieza a hacer extrañas interferencias y se apaga por completo. -¿Y ahora qué pasa?- dice, y comienza a trastear las emisoras, prestando más atención a la radio que a la carretera. El coche se acerca al terraplén… Paula sigue trasteando las emisoras… Y de repente un grito infantil: ¡CUIDADO! Paula, que la oye, mira sorprendida por la ventana y la ve a ella, relucientemente blanca entre los olivares siniestros… Y consigue frenar a tiempo.
El coche ha quedado atravesado en la carretera. Paula está aturdida por el frenazo, se toca la cabeza quejumbrosa, pero algo más impactante que el accidente perturba su estado. Esa niña entre los olivos, preciosa y virginal como una aparición ancestral entre tanta negrura, la invade de preguntas sin respuesta. Está iluminada por un aura extraña y fantasmal, da incluso miedo mirarla, pero aun así Paula sale del coche cojeando un poco y asustada se acerca a la cuneta. Baja de lado por el desnivel de la carretera hacia los olivares, y allí está, quieta con su osito de peluche entre las manos y su carita linda como las de las muñecas de los almacenes de juguetes en Navidad.
—Hola, ¿te has perdido? – le pregunta Paula, pero la niña no le contesta y lo único que hace es ofrecerle la manita para que la coja. Un escalofrío invade a Paula en el momento de estrechar su mano con la de ella, pues la manita de la niña está muy fría, pero un amor incondicional atraviesa su corazón al simple contacto con ella. Un cruce de excepcionales emociones.
—Ven conmigo. Hemos de encontrar a tus padres —le dice, y con mucho mimo y delicadeza la introduce en el coche, en el lugar del copiloto, sujetándola bien con el cinturón de seguridad.
—Veamos si puedo enderezar este coche –dice mientras le sonríe, y tras algunas maniobras logra conducir de nuevo por la comarcal, camino de Castillo de Locubín. Paula mira a la niña de reojo. La ve tan linda, tan indefensa, que algo se le rompe en el alma.
—¿Cómo te llamas?
—No sé.
—No puede ser que no tengas nombre. ¿Y tus padres?
Y la niña se encoge de hombros mientras mira por la ventanilla abierta y sus cabellos ondean los vientos. De repente la música suena en la radio, una música llena de nostalgia, a piano.
—¿Te gusta la canción?
Y la niña la mira, le sonríe y continúa con su apasionada vista a los olivares de Jaén, con los cabellos bailándole en la cara, divertidos y juguetones.
Paula mira hacia la carretera. Allá a lo lejos ve el rótulo luminoso de la Hospedería Locubín.
—Estupendo, haremos una parada antes de llegar a casa —dice y la niña suspira profundamente al mismo tiempo que abraza muy fuerte a su peluche. Una brisa nocturna invade el interior del coche, y ambas respiran el aire, dulzón como el olor de las flores.
El coche avanza hasta llegar al aparcamiento del establecimiento, curiosamente vacío. Se bajan del auto y la niña instantáneamente se aferra a la mano de Paula. Caminan juntas hacia la hospedería.
—¿Tienes hambre?
—Sí.
—¿Te apetece una buena tostada?
La niña se encoge de hombros, indiferente. Paula sonríe y coge su móvil. No tiene cobertura.
—Oh, vaya. No tengo opción de llamar. Espero que en esta hospedería sean amables y me dejen hacer una llamada.
Decidida, entra y ante sus ojos aparece un local viejo y anticuado, con un mostrador polvoriento y un timbre típico en el centro. Tras el mostrador, un estante para llaves, vacío. En la recepción nadie se vislumbra, las luces son muy tenues y rojizas, y un dedo de polvo destaca de cada uno de los muebles. Pero de pronto el sonido de las bisagras de una puerta se deja oír, y de esa puerta una anciana aparece en toda su decrepitud. Lleva un moño bajo, va vestida de oscuro, pero en su rostro un halo de bondad tranquiliza a Paula, que no suelta a la niña ni un segundo.
—Buenas noches. Necesito usar su teléfono –dice Paula, pero la mujer niega sonriente con la cabeza y mira con cariño a la niña.
—Lo siento, señorita. Aquí no tenemos teléfono. Pero seguro que a esta niña le vendrá de gusto una buena tostada y unas cerezas de postre.
La niña sonríe y se relame.
—Pero… -, añade Paula, y la anciana se coloca donde están las dos.
—¿De qué te gustan las tostadas?
La niña se encoge de hombros y le sonríe…
En una mesa de comedor la niña está comiéndose una tostada con el aceite que la anciana va rociando en el pan con una botella de AOVE. Al lado, otro platito lleno de cerezas brillantes y relucientes. Paula la mira encantada mientras come y observa a la mujer, que profiere un encanto embaucador con la niña. Pero las luces rojizas cada vez son más tenues… Se van oscureciendo… hasta que desaparecen. Ahora todo es oscuridad, y la niña y la anciana han desaparecido.
—¿Dónde estás? ¿A dónde has ido? ¡No te separes de mí!
Paula entra en desesperación y no para de llorar yendo de un lado a otro sin nada ver, caminando a tientas, chocando con los muebles.
—¡Ven conmigo! ¡Ven conmigo! ¿Dónde se la ha llevado? ¡Vuelva aquí! – Y la oscuridad más absoluta y el silencio más certero invaden la estancia…
—No te separes de mí… por favor…
Oscuridad. Silencio.
Silencio. Oscuridad.
Y una música de móvil.
Paula está dentro del coche, con la cabeza herida pegada al volante. Sangre de su frente brota a gotitas que se deslizan por su rostro. Se remueve, se intenta levantar, pero no puede. La música de móvil continúa. Paula estira con verdadero esfuerzo el brazo hasta el teléfono, en el asiento del copiloto, y aprieta el botón del teléfono: -A…yuda…-, dice, y vuelve a caer en la más profunda inconsciencia.
Silencio.
Oscuridad.
Y luz.
Una habitación luminosa. Parece la habitación de un hospital. Paula está tumbada en una cama. Una enfermera entra a la habitación. Va vestida de blanco.
—Buenos días, Paula. ¿Cómo te encuentras? –pregunta la enfermera.
—¿Qué… qué ha pasado?
—Tuviste un accidente en la comarcal de Castillo de Locubín. Por muy poco no caíste al barranco. Pero tranquila, el bebé y tú estáis bien.
—¿Bebé? ¿De qué estás hablando? Debe de haber un error…
—Ningún error. Te hicimos una ecografía y nos confirmó lo evidente. Estás embarazada, Paula.
—¡La niña!
—¿Qué niña?
—¿La encontrasteis? ¡Iba conmigo! ¿Dónde está?
—No entiendo… No había nadie contigo en el coche.
Paula se echa a llorar y se abraza el vientre, haciéndose un ovillo, en posición fetal.
Varios años más tarde…
Hace un sol fascinante. Una casa con tejas rojizas al fondo de un olivar se muestra majestuosa ante tal maravillosa estampa, y sentada bajo un olivo, protegiéndose del sol justiciero, Paula lee un libro de cuentos sin dejar de prestar atención a una personita que da saltitos por entre los árboles. Esa niña entre los olivos, preciosa y virginal, es un regalo de Dios.
—Mami, ven a jugar conmigo.
—Ahora mismo voy, mi cielo.
La niña se acerca a su madre, se sienta junto a ella y, cerrando su libro mientras le sonríe, le dice:
—Mami,… Anda, cuéntame la historia de la niña fantasma de los olivares.
Y madre e hija se resguardan del sol terrible del mediodía bajo el majestuoso olivo, abrazadas como si fueran una sola persona.
Desde la carretera se las ve sonrientes y felices.
Desde la carretera se las siente reír…
…Y díganme, señores. ¿Qué hay más allá de lo inexplicable y lo desconocido? ¿Un sinfín de preguntas sin respuesta, o quizá respuestas sin sentido? Lo que es cierto es que el reencuentro entre ellas ya estaba escrito mucho antes de que esa niña abandonara el limbo para advertir a su madre de un trágico accidente.
Sí. Desde el limbo…