
02. La dama de rosa
Se quedó mirándola; no podría calcularse por cuánto tiempo pero, para él, era como si el tiempo se hubiera detenido. Ella había estado sentada frente a él, todo el tiempo, en una mesa, de aquella sencilla cafetería, a la que asistía con bastante frecuencia. No era la única cafetería del pueblo, pero por sus ofertas, eran las preferidas de muchos. Dentro del local, que ocupaba el interior, había un mostrador, con muchas banquetas, al estilo de una cantina del oeste americano, donde los clientes podían sentarse a consumir o, simplemente, hacer su pedido para llevar. Las paredes estaban decoradas con paisajes de olivares y cuadros con platos confeccionados con aceitunas y aceite extra virgen de oliva, principales ingredientes utilizados para la elaboración de las ofertas de la cafetería. Afuera, en los alrededores, se levantaban varias sombrillas, que resguardaban mesas y sillas del sol; las mesas estaban diseñadas solo para dos personas, lo que acentuaba el ambiente romántico, conformando un espacio preferido para aquellos que deseaban el fresco natural y conversar y enamorar, al aire libre.
Todos y cada uno de los días, él ocupaba la misma mesa y la esperaba, la espiaba desde su sitio, sin que ella lo notara. Ella, ajena a todo, al menos, daba esa impresión, aparecía todas las tardes, a la misma hora, se sentaba en aquella, su mesa preferida y pedía al camarero un Virgin Mary; delicioso cóctel preparado con aceite de oliva virgen extra y, mientras lo disfrutaba, alternaba su goce con la lectura de algún libro, revista o folleto que traía consigo. Era una mujer muy hermosa, de gestos refinados; ya pasaba los cuarenta, aunque aparentaba tener mucho menos edad, por su porte y su elegancia. Las señoras que parloteaban de la vida y milagro de todos y cuantos frecuentaban el lugar, decían que ella había enviudado hacía unos años, que permanecía sola y que, al parecer, no tenía intenciones de volverse a casar, porque no permitía que ningún hombre la cortejara. Era una mujer independiente, dueña de un lujoso restaurant en el pueblo, cosecha lograda con mucho esfuerzo por ella y su difunto esposo, no obstante, prefería pasar sus ratos libres en aquella modesta cafetería. Las chismosas decían que ella frecuentaba el lugar para reclutar, para su restaurant, al excelente chef que preparaba tan deliciosos platillos.
Esa tarde ella estaba más hermosa que nunca, al menos, él la veía así. Una mujer de mediana estatura; su cuerpo bien definido; a pesar de no usar ropa ajustada, podían notarse claramente sus pronunciadas curvas. Su piel trigueña, contrastaba con sus, aparentemente distraídos, ojos verdes, colgados bajo unas cejas cuidadosamente depiladas. Sus carnosos labios delataban su origen mestizo, quizás, de descendencia africana, pero muy sutil, dada sus finas fracciones. Un pelo negro, abundante y ondulado, retozaba capricho con la brisa que, de vez en cuando, se hacía sentir zigzagueante entre las sombrillas de la cafetería. Las manos estaban desprovistas de adornos, incluso, no llevaba en ellas la alianza, símbolo de que, alguna vez, estuvo casada; un esmalte rojo cubría sus uñas. Como prenda, solo lucía una fina cadena de oro, colgada al cuello, con un dije de la virgen. Vestía un sencillo, pero hermoso vestido rosado, sin escotes y que le cubría las piernas hasta más abajo de sus rodillas. Un par de sandalias, de cuero curtido artesanalmente, cubrían sus menudos pies, dejando al descubierto, los dedos que, al igual que sus manos, lucían un esmalte rojo en las uñas, haciendo, ambos, juego con el vestido rosa y con su bolso de mano.
Él, solo tenía dieciocho años. Era un joven apuesto, de cuerpo musculoso, fruto del trabajo en el campo. Su piel, curtida por el sol, untada con crema lograda con esencia de aceite de oliva, le daba una apariencia sana, hermosa y atractiva. Su cara era imberbe y, a pesar de ello, daba una percepción de madurez, del tipo de hombre trabajador y responsable. Siempre vestía muy ligero, con camisetas que dejaban al descubierto gran parte de su bien definido torso; pantalones de mezclilla y sandalias gallegas. Trabajaba gran parte del día en los campos de olivares, excepto los fines de semana en que venía al pueblo y frecuentaba aquella cafetería, solo para verla. A ella la había visto, por primera vez, una tarde que, por casualidad, coincidieron en una tienda a la que él había entrado para comprar un encargo de su padre; una caja de tabacos cohíba. Sus padres, como él, eran campesinos, dedicados a la cosecha y recolecta de la aceituna, de ahí la herencia y apego a sus raíces y el amor a todo aquello que tuviese que ver con el cultivo del olivo. Ella estaba de espaldas, frente al mostrador de la tienda y él pudo ver su rostro a través del reflejo del espejo que tenía enfrente. Ella se estaba colocando, a modo de prueba, sobre sus ropas, un vestido color rosa. No podría asegurarse, pero probablemente, ella pudo verlo por sobre sus hombros, también, en el espejo. En aquel momento, se podría decir, si se tratara de buscar una definición, que eso, para él, fue amor a primera vista. En algún sitio de la tienda debió estar oculto el intrépido Cupido, asiendo de las suyas.
Daniel, el joven de marras, siempre fue muy avispado, aunque poco comunicativo, más bien reservado y, algunas veces, distraído, fundamentalmente con las muchachas; nunca había declarado su amor a ninguna, quizás por tímido o, tal vez, porque nunca se había enamorado, incluso, rehuía a alguna que otra muchacha que le pintara fiesta o se le acercara con intenciones de noviazgo. Pero esta vez era distinto. Sentía algo extraño dentro de él; deseaba con la vida que llegara cada fin de semana para ir al pueblo solo para verla y, cuando esto sucedía, sentía un cosquilleo en el estómago que le hacía estremecerse hasta la más mínima fibra de su joven cuerpo, sin poder entender que es lo que le estaba sucediendo. Mientras laboraba en el campo, no podía apartarla de su mente y, por las noches, tenía sueños eróticos con ella. Sueños muy agradables y… húmedos.
En cambio, ella, pasaba sus tardes de sábados, tranquila, sin nada que perturbara su rutina, disfrutaba su bebida habitual, sin apenas reparar en el entorno. Solo levantaba la mirada y mostraba sus ojos verdes, cuando un camarero o camarera se acercaba a su mesa para hablarle. Alguna que otra vez levantaba la vista y se quedaba mirando fijamente, como si tratara de encontrar algo, en lo profundo, más allá de sus pensamientos y ni siquiera el molesto sonido de las bocinas, de algún auto en la avenida, podían traerla de regreso.
Ese sábado la cafetería estaba bastante concurrida. Los meseros iban de aquí para allá, sin tomarse un respiro, tomaban el pedido, salían, como llevados por el viento, y regresaban, al cabo de unos minutos, con la bandeja cargada de todo tipo de golosinas preparadas por el reconocido chef. Daniel había estado un poquito inquieto porque, ese día, ella se presentó un poco más tarde que lo habitual, quizás cinco minutos, pero a él le parecieron horas, incluso, no había hecho su pedido, esperando a que ella apareciera. Y, que alegría sintió al verla, que alivio para su desesperado corazón. Inmediatamente suspiró de tranquilidad y todo su cuerpo retornó a la normalidad y regresó su voraz apetito. Llamó a uno de los camareros y le pidió lo de costumbre; un jugoso plato de patatas bravas y, mientras esperaba, pensaba en cuánto tiempo llevaba repitiendo el mismo algoritmo, sin encontrar una solución, sin decidirse a enfrentar de una vez el problema. Pero, ciertamente, llevaba más de un año en esa empresa, tratando de acercarse a aquella mujer, mayor que él que, sin pretenderlo, sin mover tan solo un dedo, le había hecho perder la razón. Y es que, ¿qué podría decirse de un hombre que es flechado, por primera vez, por Cupido, sin apenas saber que es el amor? ¿qué hacer ante semejante acertijo? ¿cómo y con qué escusa, acercarse a una dama, que ni siquiera ha notado su existencia? Nunca han intercambiado palabras, nunca han cruzado miradas, nunca… ¡Dios mío, cuanta incertidumbre en una mente inmaculada!
Hasta ese momento, hasta que la vio por vez primera, había vivido abaldonadamente, enfocado solo en su trabajo y en ayudar a sus padres, nunca alguien le había tocado el corazón, ni siquiera un roce había sufrido. Ahora, lo que podría ser dicha, sería una desdicha, si sus sentimientos no eran correspondidos porque, inevitablemente, le habían robado el corazón. Doloroso, en ocasiones, pero siempre bello, así de incomprensible es el amor; le había expresado, su querida madre, cierta vez que lo notó apesadumbrado y triste.
¡Espera! Ella acaba de mirar hacia donde él está sentado… sus lindos ojos verdes pestañean lentamente, como si despertara de un sueño. Lo mira; sus miradas se cruzan y él, más tímido, aparta su mirada. Cuando vuelve a levantarla, ella aún lo mira. Él se siente un poco confundido y nuevamente aparta la mirada. Lentamente ella toma su cartera, recoge el libro, deja sobre la mesa unas monedas y se levanta. Sin prisas, sale caminando hasta salir a la acera. Da unos pasos, se detiene un momento, mira por encima de su hombro y se va caminando; jamás andaba en coche, le encanta caminar, ejercitar sus piernas, mientras disfruta del gentío y el pregonar de los vendedores ambulantes.
Él, anonadado todavía, permanece sentado, sin reaccionar, mientras ella se aleja. De pronto, como un resorte, liberado de su tensión, se levanta y va tras ella, procesando en su mente cientos de palabras a la vez, pensando en una excusa para hablarle, sin poder hallarla. Tan distraído iba en sus pensamientos, que ni siquiera notó la distancia que lo separaba de ella y terminó chocándola por la espalda, pero no con la fuerza suficiente para hacerle daño.
Ella se viró de pronto, con cara de enfado y quedaron de frente, el uno al otro. Sin planearlo, él había logrado lo que hacía mucho tiempo estaba deseando. Pero ¡que vergüenza! De momento sintió un escalofrío en todo su cuerpo, era como si el mundo se le viniera encima. Con voz entrecortada, le pidió disculpas, una y otra vez, hasta parecer tonto y, entonces, él mismo se percató de su torpeza y quedó en silencio, esperando su reacción. Poco a poco los rasgos de enojo en ella, se fueron disipando, al ver la expresión tímida e inocente de aquel joven. Sus fracciones cambiaron de enojo a compasión en fracciones de segundos. Nadie los miraba, ya estaban lejos de las miradas maliciosas, mal intencionadas de las viejas de la cafetería. Los transeúntes y vendedores ambulantes, ni siquiera habían notado la presencia de la eventual pareja, acostumbrados al ajetreo y la muchedumbre de la avenida.
Él, a puro nervio todavía, la invitó a una bebida, no sabía que decir para salir del paso, ni siquiera reparó en que habían acabado de salir de una cafetería.
Ella le sonrió sin malicias y, con un ademán, lo invitó a que la siguiera.
Caminaron un rato, siguiendo el curso de la avenida, pasaron el gran portón y avanzaron hasta internarse en un campo de olivares, en las afueras del pueblo. No habían hablado una palabra hasta entonces. Él no sabía que decir y ella, más segura, se dejaba llevar por las circunstancias del momento. Se detuvieron bajo un viejo olivo, que proveía una abundante sombra a su alrededor, aunque ya la tarde echaba sus últimos rayos de sol sobre la tierra.
Bajo el árbol, un suave manto de hojarasca seca los invitó a sentarse. Como él no se decidía a hablar, fue ella quien rompió el silencio. Le habló de las tardes en la cafetería, de como ella había notado que, cada tarde, él se sentaba en una mesa, muy cerca de ella, y la observaba, que ella fingía no darse cuenta y que eso no la incomodaba que, al contrario, le gustaba. No sentía ilusiones en cuanto a él porque, dada la diferencia de edad, podría ser solo un capricho y que ya ella no estaba para esos juegos de niños. Además, por una parte, no quería dar rindas sueltas a las lenguas viperinas de las viejas chismosas que frecuentaban el lugar y, por otra parte, esperaba que él tomara la iniciativa y se acercara a su mesa. En fin, todo este tiempo ella había esperado, pacientemente a que él se decidiera a hablarle.
Por su parte, él le confesó todo lo que había sentido desde el primer momento en que la vio. No le habló de la diferencia de edad porque, él mismo, no le daba importancia a ese asunto; para él eso no era un impedimento, lo veía como algo natural. Poco a poco se fue soltando, se despojó de la timidez y le habló de sus sentimientos más íntimos, de sus sueños con ella, de cómo estaba todo el tiempo en sus pensamientos, que nada en el mundo superaba los inmensos deseos que tenía de tenerla. Ella se sintió muy alagada al escucharlo, hacía mucho tiempo que no hablaba con un hombre, que no escuchaba sobre deseos provocados, ni mucho menos de sexo ¡por amor de Dios! Que calor ardía en su pecho. Sacó el abanico de su cartera y lo agitó en el rostro para no ser tan evidente pero, así y todo, era inútil todo ese esfuerzo, su calor invadía el ambiente, el olor a hembra en celo había invadido el inexperto, pero muy agudo, olfato del joven que, aunque primerizo, sentía como, cada célula de su ser, reaccionaba por instinto. Ella también sintió los efectos que en él provocaba, sintió como se estremecía y lo difícil que le resultaba, cada momento, contenerse. Ella hablaba ahora un poco más pausada y tenía que, de vez en cuando, humedecer sus labios con su lengua, cosa que provocaba aún más el deseo en él. Comenzaba a oscurecer y una suave brisa los envolvió, casi que obligándolos a juntarse un poco más. Él se inclinó un poco y se frotó las manos y luego se las puso en el rostro a ella, como para darle calor, y así permanecieron por unos minutos. Luego, sin que ella lo esquivara, él se fue acercando poco a poco hasta alcanzar sus labios y besarla; primero con un beso suave, superficial; luego con un beso profundo, recorriendo con su lengua, cada cavidad de su boca, mientras acariciaba su erizada piel. De apoco se fueron inclinando hasta quedar totalmente tendidos sobre el colchón de hojarasca. El delicioso olor y la frescura de la oliva, se confundían con el olor de sus cuerpos excitados. Besos tras besos se fueron encadenando hasta copar el límite del deseo. Ella gemía, se retorcía; ya habían pasado cinco años desde que enviudó y, desde entonces, no se había entregado a ningún otro hombre y ahora estaba en brazos de aquel mozo, varonil, que la deseaba a morir. Ya todo estaba en tinieblas, esa noche la luna no planeaba aparecer, solo la confulgencia, emanada de sus calientes cuerpos, iluminaba por momentos ese rincón. En breve se hallaban totalmente desnudos, ella mostrando sus puntiagudos senos, tiernos, hermosos; nunca habían amamantado, porque no tuvo hijos frutos en su matrimonio. Él se los bebía, los mordisqueaba, bajaba a su entrepierna y la hacía estremecerse toda, recorriendo con sus labios y su lengua cada detalle de su femenina estampa, como dibujando, con un pincel, el lienzo de su desnuda piel, bebiendo el sublime néctar del clímax de su excitación. Juntaron sus cuerpos y ajustaron tan perfectamente que parecían estar hechos a la medida.
Unas veces él, otras, ella, se comían… ella aprovechaba sus descuidos para escaparse de su regazo y bajar hasta su hombría y saborear mientras lo miraba, de soslayo, para ver la expresión lujuriosa de su rostro. Una vez más, subía y se enroscaban. Ella no deseaba, no quería zafarse de los brazos que la envolvían, quería que él se mantuviera dentro de ella, aunque ya no le quedaba nada que dar, ya lo había dado todo, ya había explotado varias veces de tanto placer.
La luna comenzó a asomarse en lo alto. Ellos, desnudos, acostados bocarriba, uno al lado del otro, la observaban por entre las ramas del viejo olivo, único testigo de aquel derroche de pasión y deseo. Ella le confesó que, de principio, había estado en su mente ese momento; el deseo de estar con un hombre la atormentaba cada noche y que él, desde el momento en que apareció en aquella cafetería, había aumentado, con creces, esos deseos hasta el punto de pasar noches en vela y tener que tomar baños fríos en las madrugadas para liberar el calor; que nunca se le había insinuado por pudor, porque no quería que pensase que era una mujer fácil y porque siempre pensó que él era muy joven para ella y no quería dar motivos a habladurías por esa causa. Pensó, también que, tal vez, él no llegara a cumplir sus expectativas, por su juventud; ella había averiguado sobre él y sabía que nunca había tenido novia, ni había estado con otras mujeres pero que, en eso, estaba totalmente errada, Nunca antes se había sentido tan bien, nunca en su vida había sentido el placer de sentir que tocaba el cielo con sus manos.
Él no hablaba, solo la escuchaba y la observaba, ese sueño lo había vivido cientos de veces, no podría existir nada más dulce para sus oídos que escucharla y, por si no fuera suficiente, escucharla decir que lo había deseado también todo ese tiempo. No podía creer que la tuviera en brazos, que lo escogiera precisamente a él, habiendo tantos hombres maduros y respetables en el pueblo. Luego se quedaron mirándose, él le dijo que la amaba, la beso en los labios y comenzó todo de nuevo. Estaban abrazados aun cuando los primeros rayos de sol se colaban entre las ramas; corría el mes de noviembre y las aceitunas, ya madurando, brillaban como estrellas en las ramas.